| El presidente Carter, a la derecha, es rodeado por periodistas en Washington después de una conferencia de prensa en la que anunció la eliminación de la prohibición de viajar a Cuba, Vietnam, Corea del Norte y Camboya. Carter trató de normalizar las relaciones con Cuba poco después de tomar posesión en 1977. Foto de AP, Archivo de The Washington Post. | 
Fuente Original: The Washington Post
Por Tina Griego
Un pequeño grupo de cubanoamericanos regresó a casa solo para ser llamados traidores. Uno de sus fundadores sería asesinado.
En la complicada, a veces violenta y siempre emocional historia de 
las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, reside un oscuro capítulo 
acerca de 55 jóvenes exiliados. Todos eran niños cuando se marcharon de 
Cuba a inicios de la década de 1960, después de que Fidel Castro tomara 
el poder. En 1977 regresaron.
“Los Cincuenta y Cinco Hermanos”. Más conocidos como la Brigada 
Antonio Maceo, nombrada así por un venerado general de la guerra cubana 
de independencia contra España. Décadas antes de que el presidente Obama
 y el líder cubano Raúl Castro anunciaran el comienzo de la restauración
 de las relaciones diplomáticas, la brigada fue la abanderada de una 
relación de iguales entre los dos países. Los jóvenes lo arriesgaron 
todo para convertirse en un puente posrevolución entre Cuba y sus 
exiliados, destrozando el persistente mito de que todos los exiliados 
pensaban igual, dedicados a la destrucción del régimen de Castro.
En Cuba llegarían a ser bienvenidos como el valiente corazón del movimiento revolucionario entre jóvenes de todo el mundo.
En Estados Unidos, fueron considerados traidores, y uno de sus fundadores sería asesinado.
Los hombres y mujeres jóvenes de la Brigada Antonio Maceo desbordaban
 la pasión de los políticamente despertados y la angustia de la niñez 
interrumpida. Y querían juzgar personalmente los resultados de la 
Revolución cubana. Puede decirse que han estado trabajando y esperando 
37 años para que se escribiera este nuevo capítulo. Y fieles a sus 
raíces. También puede decirse que creerán en su autenticidad solo cuando
 la vean.
Lo que Nelson Valdés recuerda acerca de la brigada de 1977 –y él 
parece recordarlo todo– fue la oscuridad del campo en las afueras de La 
Habana. El grupo con que llegó vino vía Jamaica. La mayoría no se 
conocía entre sí y provenía de hervideros de activismo estudiantil en 
Nueva York, Chicago o Puerto Rico, lugares principalmente ajenos a 
Miami. Miami no toleraba opiniones disidentes acerca de Cuba.
La Brigada Antonio Maceo nació de la tierra abonada por los 
movimientos de los derechos civiles y contra la guerra. Fue animada por 
los Panteras Negras, Boinas Marrones, nacionalistas puertorriqueños, por
 el intervencionismo de EE.UU. en Latinoamérica y por los Trabajadores 
Unidos de la Agricultura, por académicos cubanos y la búsqueda de la 
identidad étnica. Recibieron su voz de parte de revistas publicadas por 
jóvenes exiliados cubanos, como la revista Areíto que aún existe como 
plataforma izquierdista, y cuyos líderes apoyaron la creación de la 
brigada y el reclutamiento de jóvenes para viajar a Cuba, dice Raúl 
Álzaga, uno de los fundadores de la brigada.
En el caldero de la década de 1970, “comenzamos a tener opiniones que
 eran diferentes de las del resto de la comunidad cubana”, dice Álzaga. 
“Comenzamos a ver que personas con las que simpatizábamos en EE.UU. 
simpatizaban con Cuba y la Revolución. Combinamos todo esto con el 
vínculo emocional con Cuba y la necesidad de saber de dónde uno proviene
 y por qué uno está aquí y por qué los padres de uno lo sacaron de 
Cuba”.
“No teníamos el bagaje político de nuestros padres”, dice el abogado 
José Pertierra, que se unió al segundo contingente de la brigada.
Valdés tenía 32 años, uno de los de más edad, si no el más viejo, de 
los 55, dice él. Era profesor ayudante de sociología en la Universidad 
de Nuevo México, autor, esposo y padre. Sus inclinaciones políticas 
residían, como a él le gusta decir, con su corazón, “a la izquierda”.
Para él, el regreso iba más allá de la política. Quería regresar a 
casa. Tan solo una visita. Para aprender más acerca de familiares que 
habían decidido quedarse, visitar los barrios donde había jugado béisbol
 y dominó, pasear por las calles de La Habana y respirar de nuevo su 
aire.
Valdés fue uno de los 14 000 niños enviados a Estados Unidos por sus 
padres en los años subsiguientes al derrocamiento del gobierno de 
Batista. Vivieron con familias extendidas, en casas de acogida y en 
orfanatos, hasta que sus padres pudieran reunirse con ellos. La familia 
de Valdés nunca lo hizo. Pasó los primeros 15 años de su vida como un 
cubano y los 15 últimos como un cubano exiliado, por su cuenta. Quería 
ver lo que Castro había traído. Tenía preguntas.
El deseo de regresar, dice, fue un “anhelo casi espiritual”.
“Si hubo algo que fuera uniforme en la primera brigada fue ese 
anhelo”, dice Manuel Gómez, de Washington, también uno de los 55. “Es un
 anhelo de todo el que haya abandonado su país natal, de todos los 
emigrantes, y estaba multiplicado por un anhelo de ver qué estaba 
sucediendo realmente, a diferencia de lo que habíamos oído de boca de 
nuestros padres, y lo que sucedía en Miami”.
En la oscuridad del ómnibus que los llevaba desde el aeropuerto de La
 Habana hasta el campamento juvenil donde iban a residir, Valdés 
recuerda que se preguntaba si habría electricidad. Entonces vio las 
luces.
“Yo me preguntaba, ‘¿Qué va a pasar?’ Y en ese momento comienza la 
música. Todavía se me hace un nudo en la garganta. Y la música era como 
chachachá y cubanos de la Isla, que nos estaban esperando, se acercaron.
 Y alguien me sacó a bailar, y así comenzamos a comunicarnos, por el 
baile. Bailamos y lloramos”.
Durante las siguientes tres semanas, los exiliados viajaron por la Isla, a menudo con estudiantes cubanos que hacían tantas preguntas como las que ellos podían responder. Se reunieron con alegres familiares a los que durante 20 años les habían dicho que los norteamericanos miembros de sus familias eran desertores; “éramos gusanos”, dice Valdés.
Tocaron a la puerta de extraños. Yo me crié en esta casa, trabajaron 
construyendo viviendas y hospitales, cortaron caña. Durmieron en 
estrechas camas en dormitorios y les sirvieron más comida de la que 
podían comer. Se reunieron con iconos culturales y dignatarios del 
gobierno, incluyendo a Fidel Castro, quien posó, muy serio, con el 
grupo.
“Dondequiera que fuimos la gente lloraba, porque simbólicamente 
estaban viendo a sus familiares que se marcharon de Cuba”, recuerda 
Valdés. “Querían tocarnos, besarnos, abrazarnos. Para ellos, nosotros 
representábamos el inicio de la reunificación de la familia cubana”.
Pero esto era la década de 1979 y ellos eran exiliados. Lo personal 
no podía ser separado de lo político. Hasta cierto punto, aún no se 
puede.
El gobierno cubano no quería permitir que entrara al país con la 
brigada alguien que no fuera un menor cuando se marchó, que hubiera 
participado en actividades contrarrevolucionarias, que no se opusiera el
 embargo norteamericano y no favoreciera la normalización. Los miembros 
de la primera brigada y los que siguieron fueron presentados como 
simpatizantes radicales procastristas, a favor de la Revolución, que por
 lo general lo eran –aunque no todos permanecieron así. Extremistas 
contrarrevolucionarios lanzaron amenazas de muerte contra algunos de los
 fundadores y no fueron remisos a utilizar bombas como forma de 
intimidar a los que creían que eran agentes o aliados de Castro. Uno de 
los fundadores de la brigada, Carlos Muñiz Varela, fue asesinado en 
Puerto Rico.
Las familias se dividieron. Los amigos se separaron.
“Esto era la Guerra Fría y no había medias tintas”, dice María de los
 Ángeles Torres, profesora de estudios latinoamericanos y latinos, y 
directora ejecutiva del Programa Inter-Universidades para 
Investigaciones Latinas de la Universidad de Illinois en Chicago. “Mis 
padres se horrorizaron en absoluto cuando yo regresé a Cuba. La idea era
 que íbamos a regresar como simpatizantes de un gobierno que los había 
traicionado”.
El hecho es que “regresar significaba que uno le estaba rompiendo el 
corazón a alguien”, dice Guillermo Grenier, profesor de sociología en la
 Universidad Internacional de la Florida. Él participó en la segunda 
brigada. Su madre, que aún vive, los acusó de ir a visitar a los 
asesinos. Hasta hoy, dice él, no le gusta que él vaya a Cuba.
Grenier y otros dicen que la elección del presidente Jimmy Carter en 
1976 ayudó a allanar el camino para su viaje. Carter quería normalizar 
las relaciones con Cuba bajo el estandarte de los derechos humanos. El 
gobierno cubano también estaba abierto a la idea. La brigada, dice 
Valdés, “satisfizo, en una feliz circunstancia, una doble necesidad de 
cada gobierno. Esto no lo verbalizamos. No dijimos: ‘Estamos ayudando a 
construir un puente entre EE.UU. y Cuba’, pero algunos de nosotros 
éramos conscientes de que sucedería”.
Teishan Latner, un estudiante de posgrado del Centro para Estados 
Unidos y la Guerra Fría, de la Universidad de Nueva York, presentó un 
trabajo de investigación acerca de la brigada en la conferencia de la 
Sociedad Norteamericana de Historia, en Nueva York. La brigada, dice él,
 nunca cupo en la dicotomía “de una parte u otra” de su tiempo, y 
anunció una era por venir.
“En la actualidad, la juventud cubanoamericana es la abanderada de la normalización de relaciones con Cuba”, dice, “y la Brigada Antonio Maceo es su predecesora directa”.
Los jóvenes de la brigada regresaron a Cuba por diferentes razones y 
volvieron a casa con diferentes impresiones y conclusiones, incluyendo 
la desilusión. El último contingente fue a Cuba en 1988, pero la Brigada
 Antonio Maceo aún existe en Miami como una pequeña organización de 
izquierda, y nunca ha dejado de trabajar por la normalización de las 
relaciones.
Muchos dirán que ellos no pensaban que este día llegaría. Pertierra 
estaba en La Habana el 17 de diciembre, cuando Obama y Castro hicieron 
sus anuncios simultáneos de que comenzarían las negociaciones para 
reanudar las relaciones diplomáticas.
“La gente común me detenía en las calles para abrazarme y llorar de 
alegría”, dice. “He estado viniendo a Cuba durante muchos años. Nunca he
 visto tal alegría y esperanza por el futuro como la que he presenciado 
aquí en Cuba durante las últimas dos semanas”.
Así que ahora observan, buscando señales de que los países están negociando realmente en pie de igualdad.
“No será un proceso rápido, ya que hay una profunda desconfianza 
entre ambas partes”, dice Álzaga. Y si el objetivo de Estados Unidos 
sigue siendo el de cambio de régimen, “quizás estemos frente a una 
guerra diferente, una guerra que se sostiene más en término de ideas, 
ideología y desarrollo económico”.
La acción de Obama ha sido criticada por algunos de la comunidad del exilio.
Pero son tiempos diferentes, es un Miami diferente, una comunidad 
cubanoamericana diferente. “La opinión pública cambió en la comunidad 
cubana exiliada. Y cambió porque la gente fue capaz de acercarse a sus 
familiares y comprender que incluso las familias de línea dura no eran 
de línea tan dura”, dice Torres.
Dice Valdés: “Tomamos nuestra decisión en 1977, pero otros la tomaron
 en 1980 y otros en 1990, y puede que otros aún no hayan tomado su 
decisión. Pero comprendí que en última instancia el tema de la familia 
tendría prioridad sobre el de la política. Y así fue. Así fue. Ahora 
todos somos Antonio Maceo”.
 
 
 
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