viernes, 9 de enero de 2015

Ellos lo arriesgaron todo para abrir una puerta a Cuba. Fueron rechazados por ello

El presidente Carter, a la derecha, es rodeado por periodistas en Washington después de una conferencia de prensa en la que anunció la eliminación de la prohibición de viajar a Cuba, Vietnam, Corea del Norte y Camboya. Carter trató de normalizar las relaciones con Cuba poco después de tomar posesión en 1977. Foto de AP, Archivo de The Washington Post.
El presidente Carter, a la derecha, es rodeado por periodistas en Washington después de una conferencia de prensa en la que anunció la eliminación de la prohibición de viajar a Cuba, Vietnam, Corea del Norte y Camboya. Carter trató de normalizar las relaciones con Cuba poco después de tomar posesión en 1977. Foto de AP, Archivo de The Washington Post.
Tomado de Progreso Semanal
Fuente Original: The Washington Post
Por Tina Griego

Un pequeño grupo de cubanoamericanos regresó a casa solo para ser llamados traidores. Uno de sus fundadores sería asesinado.

En la complicada, a veces violenta y siempre emocional historia de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, reside un oscuro capítulo acerca de 55 jóvenes exiliados. Todos eran niños cuando se marcharon de Cuba a inicios de la década de 1960, después de que Fidel Castro tomara el poder. En 1977 regresaron.

“Los Cincuenta y Cinco Hermanos”. Más conocidos como la Brigada Antonio Maceo, nombrada así por un venerado general de la guerra cubana de independencia contra España. Décadas antes de que el presidente Obama y el líder cubano Raúl Castro anunciaran el comienzo de la restauración de las relaciones diplomáticas, la brigada fue la abanderada de una relación de iguales entre los dos países. Los jóvenes lo arriesgaron todo para convertirse en un puente posrevolución entre Cuba y sus exiliados, destrozando el persistente mito de que todos los exiliados pensaban igual, dedicados a la destrucción del régimen de Castro.

En Cuba llegarían a ser bienvenidos como el valiente corazón del movimiento revolucionario entre jóvenes de todo el mundo.

En Estados Unidos, fueron considerados traidores, y uno de sus fundadores sería asesinado.

Los hombres y mujeres jóvenes de la Brigada Antonio Maceo desbordaban la pasión de los políticamente despertados y la angustia de la niñez interrumpida. Y querían juzgar personalmente los resultados de la Revolución cubana. Puede decirse que han estado trabajando y esperando 37 años para que se escribiera este nuevo capítulo. Y fieles a sus raíces. También puede decirse que creerán en su autenticidad solo cuando la vean.

Lo que Nelson Valdés recuerda acerca de la brigada de 1977 –y él parece recordarlo todo– fue la oscuridad del campo en las afueras de La Habana. El grupo con que llegó vino vía Jamaica. La mayoría no se conocía entre sí y provenía de hervideros de activismo estudiantil en Nueva York, Chicago o Puerto Rico, lugares principalmente ajenos a Miami. Miami no toleraba opiniones disidentes acerca de Cuba.

La Brigada Antonio Maceo nació de la tierra abonada por los movimientos de los derechos civiles y contra la guerra. Fue animada por los Panteras Negras, Boinas Marrones, nacionalistas puertorriqueños, por el intervencionismo de EE.UU. en Latinoamérica y por los Trabajadores Unidos de la Agricultura, por académicos cubanos y la búsqueda de la identidad étnica. Recibieron su voz de parte de revistas publicadas por jóvenes exiliados cubanos, como la revista Areíto que aún existe como plataforma izquierdista, y cuyos líderes apoyaron la creación de la brigada y el reclutamiento de jóvenes para viajar a Cuba, dice Raúl Álzaga, uno de los fundadores de la brigada.

En el caldero de la década de 1970, “comenzamos a tener opiniones que eran diferentes de las del resto de la comunidad cubana”, dice Álzaga. “Comenzamos a ver que personas con las que simpatizábamos en EE.UU. simpatizaban con Cuba y la Revolución. Combinamos todo esto con el vínculo emocional con Cuba y la necesidad de saber de dónde uno proviene y por qué uno está aquí y por qué los padres de uno lo sacaron de Cuba”.

“No teníamos el bagaje político de nuestros padres”, dice el abogado José Pertierra, que se unió al segundo contingente de la brigada.

Valdés tenía 32 años, uno de los de más edad, si no el más viejo, de los 55, dice él. Era profesor ayudante de sociología en la Universidad de Nuevo México, autor, esposo y padre. Sus inclinaciones políticas residían, como a él le gusta decir, con su corazón, “a la izquierda”.

Para él, el regreso iba más allá de la política. Quería regresar a casa. Tan solo una visita. Para aprender más acerca de familiares que habían decidido quedarse, visitar los barrios donde había jugado béisbol y dominó, pasear por las calles de La Habana y respirar de nuevo su aire.

Valdés fue uno de los 14 000 niños enviados a Estados Unidos por sus padres en los años subsiguientes al derrocamiento del gobierno de Batista. Vivieron con familias extendidas, en casas de acogida y en orfanatos, hasta que sus padres pudieran reunirse con ellos. La familia de Valdés nunca lo hizo. Pasó los primeros 15 años de su vida como un cubano y los 15 últimos como un cubano exiliado, por su cuenta. Quería ver lo que Castro había traído. Tenía preguntas.

El deseo de regresar, dice, fue un “anhelo casi espiritual”.

“Si hubo algo que fuera uniforme en la primera brigada fue ese anhelo”, dice Manuel Gómez, de Washington, también uno de los 55. “Es un anhelo de todo el que haya abandonado su país natal, de todos los emigrantes, y estaba multiplicado por un anhelo de ver qué estaba sucediendo realmente, a diferencia de lo que habíamos oído de boca de nuestros padres, y lo que sucedía en Miami”.

En la oscuridad del ómnibus que los llevaba desde el aeropuerto de La Habana hasta el campamento juvenil donde iban a residir, Valdés recuerda que se preguntaba si habría electricidad. Entonces vio las luces.

“Yo me preguntaba, ‘¿Qué va a pasar?’ Y en ese momento comienza la música. Todavía se me hace un nudo en la garganta. Y la música era como chachachá y cubanos de la Isla, que nos estaban esperando, se acercaron. Y alguien me sacó a bailar, y así comenzamos a comunicarnos, por el baile. Bailamos y lloramos”.

Durante las siguientes tres semanas, los exiliados viajaron por la Isla, a menudo con estudiantes cubanos que hacían tantas preguntas como las que ellos podían responder. Se reunieron con alegres familiares a los que durante 20 años les habían dicho que los norteamericanos miembros de sus familias eran desertores; “éramos gusanos”, dice Valdés.

Tocaron a la puerta de extraños. Yo me crié en esta casa, trabajaron construyendo viviendas y hospitales, cortaron caña. Durmieron en estrechas camas en dormitorios y les sirvieron más comida de la que podían comer. Se reunieron con iconos culturales y dignatarios del gobierno, incluyendo a Fidel Castro, quien posó, muy serio, con el grupo.

“Dondequiera que fuimos la gente lloraba, porque simbólicamente estaban viendo a sus familiares que se marcharon de Cuba”, recuerda Valdés. “Querían tocarnos, besarnos, abrazarnos. Para ellos, nosotros representábamos el inicio de la reunificación de la familia cubana”.

Pero esto era la década de 1979 y ellos eran exiliados. Lo personal no podía ser separado de lo político. Hasta cierto punto, aún no se puede.

El gobierno cubano no quería permitir que entrara al país con la brigada alguien que no fuera un menor cuando se marchó, que hubiera participado en actividades contrarrevolucionarias, que no se opusiera el embargo norteamericano y no favoreciera la normalización. Los miembros de la primera brigada y los que siguieron fueron presentados como simpatizantes radicales procastristas, a favor de la Revolución, que por lo general lo eran –aunque no todos permanecieron así. Extremistas contrarrevolucionarios lanzaron amenazas de muerte contra algunos de los fundadores y no fueron remisos a utilizar bombas como forma de intimidar a los que creían que eran agentes o aliados de Castro. Uno de los fundadores de la brigada, Carlos Muñiz Varela, fue asesinado en Puerto Rico.

Las familias se dividieron. Los amigos se separaron.

“Esto era la Guerra Fría y no había medias tintas”, dice María de los Ángeles Torres, profesora de estudios latinoamericanos y latinos, y directora ejecutiva del Programa Inter-Universidades para Investigaciones Latinas de la Universidad de Illinois en Chicago. “Mis padres se horrorizaron en absoluto cuando yo regresé a Cuba. La idea era que íbamos a regresar como simpatizantes de un gobierno que los había traicionado”.

El hecho es que “regresar significaba que uno le estaba rompiendo el corazón a alguien”, dice Guillermo Grenier, profesor de sociología en la Universidad Internacional de la Florida. Él participó en la segunda brigada. Su madre, que aún vive, los acusó de ir a visitar a los asesinos. Hasta hoy, dice él, no le gusta que él vaya a Cuba.

Grenier y otros dicen que la elección del presidente Jimmy Carter en 1976 ayudó a allanar el camino para su viaje. Carter quería normalizar las relaciones con Cuba bajo el estandarte de los derechos humanos. El gobierno cubano también estaba abierto a la idea. La brigada, dice Valdés, “satisfizo, en una feliz circunstancia, una doble necesidad de cada gobierno. Esto no lo verbalizamos. No dijimos: ‘Estamos ayudando a construir un puente entre EE.UU. y Cuba’, pero algunos de nosotros éramos conscientes de que sucedería”.

Teishan Latner, un estudiante de posgrado del Centro para Estados Unidos y la Guerra Fría, de la Universidad de Nueva York, presentó un trabajo de investigación acerca de la brigada en la conferencia de la Sociedad Norteamericana de Historia, en Nueva York. La brigada, dice él, nunca cupo en la dicotomía “de una parte u otra” de su tiempo, y anunció una era por venir.

“En la actualidad, la juventud cubanoamericana es la abanderada de la normalización de relaciones con Cuba”, dice, “y la Brigada Antonio Maceo es su predecesora directa”.

Los jóvenes de la brigada regresaron a Cuba por diferentes razones y volvieron a casa con diferentes impresiones y conclusiones, incluyendo la desilusión. El último contingente fue a Cuba en 1988, pero la Brigada Antonio Maceo aún existe en Miami como una pequeña organización de izquierda, y nunca ha dejado de trabajar por la normalización de las relaciones.

Muchos dirán que ellos no pensaban que este día llegaría. Pertierra estaba en La Habana el 17 de diciembre, cuando Obama y Castro hicieron sus anuncios simultáneos de que comenzarían las negociaciones para reanudar las relaciones diplomáticas.

“La gente común me detenía en las calles para abrazarme y llorar de alegría”, dice. “He estado viniendo a Cuba durante muchos años. Nunca he visto tal alegría y esperanza por el futuro como la que he presenciado aquí en Cuba durante las últimas dos semanas”.

Así que ahora observan, buscando señales de que los países están negociando realmente en pie de igualdad.

“No será un proceso rápido, ya que hay una profunda desconfianza entre ambas partes”, dice Álzaga. Y si el objetivo de Estados Unidos sigue siendo el de cambio de régimen, “quizás estemos frente a una guerra diferente, una guerra que se sostiene más en término de ideas, ideología y desarrollo económico”.

La acción de Obama ha sido criticada por algunos de la comunidad del exilio.

Pero son tiempos diferentes, es un Miami diferente, una comunidad cubanoamericana diferente. “La opinión pública cambió en la comunidad cubana exiliada. Y cambió porque la gente fue capaz de acercarse a sus familiares y comprender que incluso las familias de línea dura no eran de línea tan dura”, dice Torres.

Dice Valdés: “Tomamos nuestra decisión en 1977, pero otros la tomaron en 1980 y otros en 1990, y puede que otros aún no hayan tomado su decisión. Pero comprendí que en última instancia el tema de la familia tendría prioridad sobre el de la política. Y así fue. Así fue. Ahora todos somos Antonio Maceo”.

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