miércoles, 7 de agosto de 2013

Sesenta Moncadas


Tomado de La Jiribilla. Revista de Cultura Cubana.
Por Aurelio Alonso.

Recuerdo que hace un año reflexionaba yo acerca de cómo el legado del Moncada volvía a convertirse para los cubanos en inspiración de audacia y valor, no solamente ya ante el llamado de las armas, sino ante la urgencia de rediseñar nuestra economía, nuestro socialismo, que en dos décadas de azarosa desconexión de un marco internacional propicio y estable, se había colocado en un estado verdaderamente crítico. Sería difícil exagerar la medida en que la presencia del Moncada ha sido —y es— significativa en tiempos como este.

Los acontecimientos que marcan la historia de un pueblo no pueden ser comprendidos a través de explicaciones centradas en la mera descripción de los hechos, y ni siquiera en su evaluación por separado. Lo cual no quiere decir que podamos pasar por alto las coyunturas en las cuales esos acontecimientos se dan. Aquel derroche de arrojo de la mañana de Santa Ana, de 1953, en Santiago y Bayamo, valorado desde una perspectiva estrictamente coyuntural, fracasó. Al no lograrse la sorpresa, que constituía el factor de contrapeso de la sensible diferencia de fuerzas con el ejército institucional, el ataque fue rechazado.

La victoria de los asaltantes, de haberse logrado, tampoco hubiese podido verse como algo definitivo. Hubiera dado a la guerra revolucionaria un comienzo distinto, porque evidentemente no era lo mismo partir de una victoria que desde una derrota. Al menos se hubiera privado al ejército de la posibilidad de realizar el asesinato masivo, a mansalva, de la gran mayoría de los revolucionarios, prisioneros y desarmados después de la batalla, y se hubiera acortado el camino de los combatientes a la Sierra. Pero, por otra parte, el mérito del hecho como marca del desafío revolucionario, tampoco hubiera sido el mismo. El mérito que hoy, mirando a la historia, nos confirma  la consumación del largo plazo: de cómo los derrotados de 1953 vencieron a escala nacional en 1959. Y cómo los vencedores de 1959 han resistido sin conmoción más de medio siglo de hostigamiento del imperio y de privaciones.

El legado del Moncada fortaleció el compromiso de quienes ya comenzaban a ser identificados como los moncadistas con el ideal martiano que los había motivado, durante los dos años de “prisión fecunda”. Así la recordaría años después Jesús Montané, el menos joven de los combatientes que sobrevivieron, en su acucioso relato testimonial. Los revolucionarios que llegaron al exilio de México no eran los mismos que habían llegado a Santiago dos años atrás. La sangre de los compañeros masacrados, la confirmación precisa y pública de sus objetivos de lucha, expuestos con claridad en el discurso de defensa de Fidel Castro en el juicio, la educación política y la disciplina aprendida en prisión —todo eso junto— los había hecho madurar rápidamente. Lo suficiente para que el legado del Moncada no fuese para ellos el simple recuerdo de una heroicidad irrepetible, sino una fuerza espiritual que los preparara para el siguiente acto de audacia, la travesía del Granma, y para todos los que vendrían después.

Y lo que se me antoja más importante, la necesidad de llevar el significado de esa herencia, del compromiso con los ideales, a generaciones que les sucederían. La historia no nos dio tiempo para esperar por la primera gran prueba, que hacía coincidir la defensa de la patria con las armas frente a la invasión, con el sublime ejercicio de solidaridad humana de alfabetizar en un año a toda la población adulta del país. El protagonismo en esta misión, con las armas y con los lápices, simultáneo a veces, ya recaería masivamente en otra generación, que había comenzado a salir de la adolescencia con  la victoria de enero de 1959. Era de nuevo el espíritu del Moncada el que alimentaba a los jóvenes. Fue una prueba de fuego que culminó en la movilización ante la amenaza de guerra nuclear en octubre de 1962. Nadie ha podido ni podrá hablar jamás del menor gesto de cobardía ni vacilación de la parte cubana en aquellos momentos en los cuales la desaparición del mapa se cernía sobre nuestra Isla. Y no puede decirse que la gravedad del peligro haya estado oculta para nadie en momento alguno.
Al comienzo de los 70, el fracaso de la “zafra de los diez millones” nos forzó a acoplar nuestro socialismo al sistema soviético para no tener que renunciar al rumbo adoptado, lo cual significaba también renunciar a un comportamiento autónomo en varios sentidos. No obstante, en 1975, cuando la independencia recién adquirida de Angola y Mozambique estuvo en peligro, allí se hizo presente de nuevo el Moncada, en una gesta por la cual pasarían, durante una década, más de un cuarto de millón de cubanos, que llegaron a contribuir incluso de manera significativa a la eliminación del régimen de apartheid en África del Sur.

Se perdió el sistema socialista mundial poco después, y Cuba quedó prácticamente aislada, sin un entorno económico internacional propicio, obligada al milagro para subsistir. Pero si la subsistencia se puso en peligro, la resistencia nunca flaqueó y gracias a ella el pueblo ha sufrido, sin doblegarse, privaciones, dificultades, contratiempos, incertidumbres. Al propio tiempo los profesionales cubanos, de la salud y de otros sectores, han asumido masivamente el internacionalismo con un elevado sentido de humildad solidaria que sería erróneo no vincular con el ímpetu de los moncadistas. Ni siquiera la crisis hace inviable la existencia de un proyecto cubano que no escatima en esfuerzos por renovarse estructuralmente y experimentar nuevos caminos.

Si escudriñamos en estos 60 años, volveríamos a encontrar este espíritu en muchos de los recodos a los cuales nos hemos visto forzados, por la intensidad de cambio que hemos debido imprimir al proyecto cubano tanto como por las presiones que el contexto internacional ha ejercido. Es imposible pasar por alto la sostenida hostilidad ejercida por los EE.UU. contra Cuba, que arrastró a los países latinoamericanos entre los 60 y los 70, comenzó a decrecer en los 80, y terminó por tropezar con una contrapartida en los cambios positivos que han tenido lugar en nuestro Continente a partir del cambio de siglo. En tanto su influencia en el concierto europeo hacia la Revolución cubana, moderada hasta los 80 del siglo pasado, se ha intensificado después de la caída del bloque soviético, hasta el punto de que hoy vemos actuar a las potencias europeas en política como meros satélites de Norteamérica.

Es un escenario internacional que impone una inteligencia muy especial para la reinserción cubana, y ante este desafío tendrá que funcionar también el legado del Moncada. De 60 Moncadas y de los muchos por venir para un pueblo de moncadistas.

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