Por Aurelio Alonso.
Recuerdo que hace un año reflexionaba yo acerca de cómo el legado del
Moncada volvía a convertirse para los cubanos en inspiración de audacia y
valor, no solamente ya ante el llamado de las armas, sino ante la
urgencia de rediseñar nuestra economía, nuestro socialismo, que en dos
décadas de azarosa desconexión de un marco internacional propicio y
estable, se había colocado en un estado verdaderamente crítico. Sería
difícil exagerar la medida en que la presencia del Moncada ha sido —y
es— significativa en tiempos como este.
Los acontecimientos que marcan la historia de un pueblo no pueden ser
comprendidos a través de explicaciones centradas en la mera descripción
de los hechos, y ni siquiera en su evaluación por separado. Lo cual no
quiere decir que podamos pasar por alto las coyunturas en las cuales
esos acontecimientos se dan. Aquel derroche de arrojo de la mañana de
Santa Ana, de 1953, en Santiago y Bayamo, valorado desde una perspectiva
estrictamente coyuntural, fracasó. Al no lograrse la sorpresa, que
constituía el factor de contrapeso de la sensible diferencia de fuerzas
con el ejército institucional, el ataque fue rechazado.
La victoria de los asaltantes, de haberse logrado, tampoco hubiese
podido verse como algo definitivo. Hubiera dado a la guerra
revolucionaria un comienzo distinto, porque evidentemente no era lo
mismo partir de una victoria que desde una derrota. Al menos se hubiera
privado al ejército de la posibilidad de realizar el asesinato masivo, a
mansalva, de la gran mayoría de los revolucionarios, prisioneros y
desarmados después de la batalla, y se hubiera acortado el camino de los
combatientes a la Sierra. Pero, por otra parte, el mérito del hecho
como marca del desafío revolucionario, tampoco hubiera sido el mismo. El
mérito que hoy, mirando a la historia, nos confirma la consumación del
largo plazo: de cómo los derrotados de 1953 vencieron a escala nacional
en 1959. Y cómo los vencedores de 1959 han resistido sin conmoción más
de medio siglo de hostigamiento del imperio y de privaciones.
El legado del Moncada fortaleció el compromiso de quienes ya
comenzaban a ser identificados como los moncadistas con el ideal
martiano que los había motivado, durante los dos años de “prisión
fecunda”. Así la recordaría años después Jesús Montané, el menos joven
de los combatientes que sobrevivieron, en su acucioso relato
testimonial. Los revolucionarios que llegaron al exilio de México
no eran los mismos que habían llegado a Santiago dos años atrás. La
sangre de los compañeros masacrados, la confirmación precisa y pública
de sus objetivos de lucha, expuestos con claridad en el discurso de
defensa de Fidel Castro
en el juicio, la educación política y la disciplina aprendida en
prisión —todo eso junto— los había hecho madurar rápidamente. Lo
suficiente para que el legado del Moncada no fuese para ellos el simple
recuerdo de una heroicidad irrepetible, sino una fuerza espiritual que
los preparara para el siguiente acto de audacia, la travesía del Granma, y para todos los que vendrían después.
Y lo que se me antoja más importante, la necesidad de llevar el
significado de esa herencia, del compromiso con los ideales, a
generaciones que les sucederían. La historia no nos dio tiempo para
esperar por la primera gran prueba, que hacía coincidir la defensa de la
patria con las armas frente a la invasión, con el sublime ejercicio de
solidaridad humana de alfabetizar en un año a toda la población adulta
del país. El protagonismo en esta misión, con las armas y con los
lápices, simultáneo a veces, ya recaería masivamente en otra generación,
que había comenzado a salir de la adolescencia con la victoria de
enero de 1959. Era de nuevo el espíritu del Moncada el que alimentaba a
los jóvenes. Fue una prueba de fuego que culminó en la movilización ante
la amenaza de guerra nuclear en octubre de 1962. Nadie ha podido ni
podrá hablar jamás del menor gesto de cobardía ni vacilación de la parte
cubana en aquellos momentos en los cuales la desaparición del mapa se
cernía sobre nuestra Isla. Y no puede decirse que la gravedad del
peligro haya estado oculta para nadie en momento alguno.
Al comienzo de los 70, el fracaso de la “zafra de los diez millones”
nos forzó a acoplar nuestro socialismo al sistema soviético para no
tener que renunciar al rumbo adoptado, lo cual significaba también
renunciar a un comportamiento autónomo en varios sentidos. No obstante,
en 1975, cuando la independencia recién adquirida de Angola y Mozambique
estuvo en peligro, allí se hizo presente de nuevo el Moncada, en una
gesta por la cual pasarían, durante una década, más de un cuarto de
millón de cubanos, que llegaron a contribuir incluso de manera
significativa a la eliminación del régimen de apartheid en África del Sur.
Se perdió el sistema socialista mundial poco después, y Cuba quedó
prácticamente aislada, sin un entorno económico internacional propicio,
obligada al milagro para subsistir. Pero si la subsistencia se puso en
peligro, la resistencia nunca flaqueó y gracias a ella el pueblo ha
sufrido, sin doblegarse, privaciones, dificultades, contratiempos,
incertidumbres. Al propio tiempo los profesionales cubanos, de la salud y
de otros sectores, han asumido masivamente el internacionalismo con un
elevado sentido de humildad solidaria que sería erróneo no vincular con
el ímpetu de los moncadistas. Ni siquiera la crisis hace inviable la
existencia de un proyecto cubano que no escatima en esfuerzos por
renovarse estructuralmente y experimentar nuevos caminos.
Si escudriñamos en estos 60 años, volveríamos a encontrar este
espíritu en muchos de los recodos a los cuales nos hemos visto forzados,
por la intensidad de cambio que hemos debido imprimir al proyecto
cubano tanto como por las presiones que el contexto internacional ha
ejercido. Es imposible pasar por alto la sostenida hostilidad ejercida
por los EE.UU.
contra Cuba, que arrastró a los países latinoamericanos entre los 60 y
los 70, comenzó a decrecer en los 80, y terminó por tropezar con una
contrapartida en los cambios positivos que han tenido lugar en nuestro
Continente a partir del cambio de siglo. En tanto su influencia en el
concierto europeo hacia la Revolución
cubana, moderada hasta los 80 del siglo pasado, se ha intensificado
después de la caída del bloque soviético, hasta el punto de que hoy
vemos actuar a las potencias europeas en política como meros satélites
de Norteamérica.
Es un escenario internacional que impone una inteligencia muy
especial para la reinserción cubana, y ante este desafío tendrá que
funcionar también el legado del Moncada. De 60 Moncadas y de los muchos
por venir para un pueblo de moncadistas.
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