Por David Brooks.
Los últimos días aquí en Washington están llenos de ese muy
particular surrealismo que brota cuando los políticos debaten si matar o
no gente en otro país. El debate no es sobre quién vive, sufre o muere,
sino si atacar y destruir es o no opción efectiva para castigar o
enviar un mensaje a otro, en este caso Siria, que es proclamado como
régimen delincuente y amenaza al mundo, según Washington.
El presidente Barack Obama y sus asesores redoblan esfuerzos esta
semana para convencer al público y sus llamados representantes de que no
se permitirá que otros gobiernos maten a su propio pueblo de maneras
inaceptables (al parecer, hay algunas que están okay, como con
armas de fuego en manos privadas y ejecuciones estatales), ya que se
tienen que defender las normas internacionales y los derechos de todos.
Pero resulta curioso que los promotores de esto no parecen entender que
lo que arguyen es que para responder al crimen de matar gente lo
necesario es… matar más gente.
Algunos han comentado que no hay nada más peligroso que una
superpotencia en declive económica y políticamente, pero aún
militarmente suprema, ya que todo lo percibe como amenaza, pero sólo
puede ejercer su poder a través de las armas.
Pero algunos pensaban que pasada la pesadilla bélica con George W.
Bush y después de las guerras más largas de la historia estadunidense,
ya no se contemplarían –por lo menos por un tiempo– las acciones bélicas
como respuesta. De hecho, Obama ganó su elección con esa promesa ante
un pueblo harto y agotado por guerras y engaños. Pero tal vez vale
recordar algunas de las últimas palabras publicadas por el gran
historiador Howard Zinn poco antes de su muerte en 2010: “creo que la
gente está apantallada por la retórica de Obama, y la gente debería
empezar a entender que Obama será un presidente mediocre –lo cual
implica, en nuestros tiempos, un presidente peligroso– a menos que
aparezca un movimiento nacional para empujarlo en una mejor dirección”.
Obama invita al pueblo a que apoye su decisión de bombardear, una vez
más, a otro pueblo, en nombre de la seguridad nacional (tal vez los dos
palabras más peligrosas en cualquier vocabulario oficial, y algo que
ningún periodista debería usar sin entrecomillarlo, ya que casi todo
abuso del poder tanto interna como internacionalmente se ha justificado
con eso, no sólo guerras, sino persecuciones políticas y, hoy día, el
masivo espionaje de la población mundial por Washington y otros países).
También afirma que esto es necesario para defender los principios más
nobles de la humanidad.
Por ahora, el pueblo estadunidense ha rechazado esta invitación de su
presidente y los sondeos demuestran que, por amplio margen, el público
no sólo no aprueba un ataque militar, sino está convencido de que eso
sólo empeora la situación internacional.
Pero la voluntad popular en esta democracia casi nunca ha sido un
factor determinante en las políticas de la cúpula política y económica
de este país. De hecho, lo que el público expresa es frecuentemente lo
opuesto a lo que esa cúpula propone y hace y frecuentemente, cuando su
oposición se vuelve demasiado activa, hasta es percibido como amenaza a
los intereses de la nación. Noam Chomsky ha repetido que, a fin de
cuentas, en lo que llaman una democracia, lo que más teme el gobierno
aquí es justo a su propio pueblo. Y las revelaciones recientes de
crímenes de guerra estadunidenses, engaños diplomáticos, como también el
hecho de que éste es ahora el pueblo más espiado del mundo y de la
historia –y que quienes se atrevieron a filtrar todo esto al público son
acusados por las autoridades de ayudar al enemigo y de ser espías– sólo
comprueban esto.
Éste siempre ha sido un país belicoso. La lista de acciones,
invasiones e intervenciones militares es de varios cientos y supera a
cualquier otro país, tal vez en toda la historia (algún historiador
tendrá que hacer el cálculo exacto). De hecho, acaba de publicarse la
lista actualizada de ejemplos del uso de las fuerzas armadas
estadunidenses en el extranjero entre 1798 y 2013, elaborada por el
Servicio de Investigaciones del Congreso, agencia oficial no partidista
de la legislatura. Sólo en 11 de cientos de acciones por sus fuerzas
militares Estados Unidos ha declarado formalmente la guerra a otro país
(una de ellas es la guerra con México, declarada en 1846) y la última
fue en la Segunda Guerra Mundial. Todas las demás, incluidas Corea,
Vietnam e Irak, fueron guerras no declaradas. El informe señala que en
la mayoría de casos, el estatus de la acción conforme a leyes domésticas
o internacionales no ha sido abordado. Sólo en lo que va de 2013, la
lista incluye acciones militares en por lo menos 13 países. (La lista).
La lista no incluye acciones o intervenciones encubiertas, por
ejemplo, no se menciona el apoyo al golpe de Estado contra el gobierno
de Arbenz en Guatemala, ni contra el gobierno democrático en Irán, ni el
apoyo en la invasión fracasada de Cuba (Playa Girón), ni el golpe de
Estado contra Salvador Allende en Chile en 1973, ejemplo que justo
cumple 40 años esta semana.
Observar todo esto, este anuncio de muerte premeditada, obliga a
cualquier periodista que ha reportado sobre este país a sentir una
sensación macabra de deja vu, otra vez más. Es reportar, una vez más el
estar al borde de que estalle un horror diseñado y fabricado en
Washington sobre otros, muy lejos de aquí. Es estar obligado a reportar
que se requiere actualizar esa lista de ejemplos de uso de fuerza
militar.
Y es esperar que este pueblo logre insistir, esta vez, no en nuestro nombre.
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