Fuente: Rebelion.org
Por James Petras
En los últimos 50 años Estados Unidos y las potencias europeas han
desatado incontables guerras imperiales en todo el mundo. La ofensiva
hacia la supremacía mundial ha estado envuelta en la retórica del
“liderazgo mundial”, y las consecuencias han sido devastadoras para los
pueblos contra los que se han dirigido esas guerras. Las más grandes,
largas y numerosas las ha llevado a cabo Estados Unidos. Presidentes de
ambos partidos han estado al frente de esta cruzada por el poder
mundial. La ideología que anima el imperialismo ha ido cambiando del
“anticomunismo” del pasado al “antiterrorismo” actual.
Como parte de su proyecto de dominación mundial, Washington ha
utilizado y combinado muchas formas de guerra, incluyendo invasiones
militares y ocupaciones; ejércitos mercenarios y golpes militares;
además de financiar partidos políticos, ONGs y multitudes en las calles
para derrocar gobiernos debidamente constituidos. Los motores de esta
cruzada por el poder mundial varían según la localización geográfica y
la composición económica de los países destinatarios.
Lo que queda claro cuando se analiza la construcción del imperio
estadounidense en el último medio siglo es el relativo declive de los
intereses económicos y la aparición de consideraciones de tipo político y
militar. Esto se debe en parte a la desaparición de los regímenes
colectivistas (la URSS y Europa Oriental) y a la conversión al
capitalismo de China y los regímenes de izquierdas en Asia, África y
Latinoamérica. El declive de las fuerzas económicas como motor del
imperialismo es el resultado de la llegada del neoliberalismo global. La
mayoría de las multinacionales de Estados Unidos y la Unión Europea no
están amenazadas por nacionalizaciones o expropiaciones que podrían
desencadenar una intervención política imperial. De hecho, incluso los
regímenes posneoliberales invitan a las multinacionales a invertir,
comerciar y explotar recursos naturales. Los intereses económicos entran
en juego en la formulación de políticas imperiales solo si (y cuando)
surgen regímenes nacionalistas que desafían a las multinacionales
estadounidenses, como en el caso de Venezuela bajo el presidente Chávez.
La clave de la construcción del imperio estadounidense en el último
medio siglo se halla en las configuraciones del poder político, militar e
ideológico que se han hecho con el control de las palancas del estado
imperial. La historia reciente de las guerras imperiales estadounidenses
ha demostrado que las prioridades militares estratégicas –bases
militares, presupuestos y burocracia– han estado muy por encima de
cualquier interés económico localizado de las multinacionales. Por otra
parte, la mayoría de los gastos y las largas y costosas intervenciones
militares del estado imperial estadounidense en Oriente Medio han sido a
instancias de Israel. El acaparamiento de posiciones políticas
estratégicas en el Ejecutivo y en el Congreso por parte de la
configuración del poder sionista estadounidense ha reforzado la
centralidad de los intereses militares en detrimento de los económicos.
La “privatización” de las guerras imperiales –el gran aumento y uso
de mercenarios contratados por el Pentágono– ha supuesto el saqueo de
decenas de miles de millones de dólares del Tesoro estadounidense. La
industria militar privada, que provee de combatientes mercenarios, se ha
convertido en una fuerza muy “influyente” que está moldeando la
naturaleza y las consecuencias del proceso de construcción del imperio
estadounidense.
Los estrategas militares, los defensores de los intereses coloniales
israelíes en Oriente Medio y las corporaciones militares y de
inteligencia son actores fundamentales del estado imperial, y es su
influencia en la toma de decisiones la que explica porqué el resultado
de las guerras imperiales estadounidenses no ha sido un imperio
económico próspero y políticamente estable. En vez de eso, sus políticas
han tenido como resultado economías devastadas e inestables que se
rebelan continuamente.
Vamos a empezar identificando las cambiantes áreas y regiones
implicadas en la construcción del imperio estadounidense desde mediados
de los setenta hasta la actualidad. Luego examinaremos los métodos, las
fuerzas impulsoras y los resultados de la expansión imperial. A
continuación pasaremos a describir el actual mapa geopolítico de la
construcción imperial y el carácter variado de la resistencia
antiimperialista. Concluiremos examinando el porqué y el cómo de la
construcción del imperio y, más concretamente, las consecuencias y los
resultados de medio siglo de expansión imperial estadounidense.
Imperialismo en el periodo post Vietnam: guerras por poderes en América Central, Afganistán y el sur de África.
La derrota del imperialismo estadounidense en Indochina marca el
final de una fase de construcción del imperio y el comienzo de otra: el
paso de invasiones territoriales a guerras por poderes. A partir de las
presidencias de Gerald Ford y James Carter, el estado imperialista
estadounidense empezó a recurrir cada vez más a apoderados. Reclutó,
financió y armó ejércitos por poderes para destruir una gran variedad de
regímenes y movimientos nacionalistas y social-revolucionarios en tres
continentes. Con el apoyo logístico del ejército y las agencias de
inteligencia paquistaníes, y con el respaldo económico de Arabia
Saudita, Washington financió y armó fuerzas extremistas islámicas en
todo el mundo para invadir y destrozar el régimen afgano, laico,
progresista y apoyado por la Unión Soviética.
La segunda intervención por poderes tuvo lugar en el sur de África,
donde el estado imperial estadounidense, aliado con Sudáfrica, financió y
armó ejércitos por poderes contra los regímenes antiimperialistas de
Angola y Mozambique.
La tercera ocurrió en América Central, donde Estados Unidos financió,
armó y entrenó escuadrones de la muerte en Nicaragua, El Salvador,
Guatemala y Honduras para acabar con los movimientos populares y las
insurgencias armadas, causando más de 300.000 civiles muertos.
La “estrategia de guerra por poderes” del estado imperial de Estados
Unidos se extendió a América del Sur: la CIA y el Pentágono apoyaron
golpes de Estado en Uruguay (general Álvarez), Chile (general Pinochet),
Argentina (general Videla), Bolivia (general Banzer) y Perú (general
Morales). La construcción del imperio por poderes se hizo en gran medida
a instancias de las multinacionales estadounidenses, que durante ese
periodo tuvieron un papel destacado a la hora de establecer las
prioridades del estado imperial.
Las guerras por poderes estuvieron acompañadas por invasiones
militares directas: la diminuta isla de Granada (1983) y Panamá (1989)
bajo los presidentes Reagan y Bush padre. Blancos fáciles, con pocas
víctimas y pocos gastos militares: ensayos generales para relanzar
importantes operaciones militares en un futuro cercano.
Lo que sorprende de las “guerras por poderes” son sus resultados
contrapuestos. En América Central, Afganistán y África esas guerras no
desembocaron en prósperas neo-colonias ni resultaron lucrativas para las
corporaciones estadounidenses. En cambio, los golpes de Estado por
poderes en América del Sur se tradujeron en extensas privatizaciones y
abultados beneficios para las multinacionales estadounidenses.
La guerra por poderes en Afganistán trajo consigo el ascenso y la
consolidación del “régimen islámico” talibán, que se oponía tanto a la
influencia soviética como a la expansión imperial estadounidense. Con el
tiempo el ascenso y la consolidación del nacionalismo islámico
desafiaría a los aliados de Estados Unidos en el sur de Asia y en la
región del Golfo, y conduciría a la invasión militar estadounidense de
2001 y a una larga guerra (15 años) que aún no ha terminado, y que
probablemente supondrá la derrota y retirada militar de Estados Unidos.
Los principales beneficiarios desde el punto de vista económico fueron
los clientes políticos afganos de Washington, los “contratistas”
mercenarios estadounidenses, los funcionarios militares responsables de
adquisiciones y los administradores coloniales que saquearon cientos de
miles de millones de dólares del Tesoro estadounidense a través de
transacciones ilegales o fraudulentas.
Las multinacionales no-militares no se beneficiaron en absoluto del
saqueo del Tesoro de Estados Unidos. De hecho, la guerra y el movimiento
de resistencia dificultaron la entrada de capital privado
estadounidense a largo plazo en Afganistán y las regiones fronterizas
limítrofes de Pakistán.
La guerra por poderes en el sur de África arrasó las economías
locales, especialmente las economías agrícolas nacionales, desarraigó a
millones de trabajadores y campesinos e impidió la entrada de las
empresas petrolíferas estadounidenses durante más de dos décadas. El
resultado “positivo” fue la des-radicalización de la elite nacionalista
revolucionaria. Sin embargo, la conversión política de los
“revolucionarios” del sur de África al neoliberalismo no benefició
demasiado a las multinacionales estadounidenses, pues los nuevos
gobernantes se volvieron oligarcas cleptócratas y pusieron en marcha
regímenes patrimoniales asociándose con diversas multinacionales, sobre
todo asiáticas y europeas.
Las guerras por poderes en América Central también tuvieron
resultados contrapuestos. En Nicaragua la revolución sandinista derrotó
al régimen de Somoza apoyado conjuntamente por Estados Unidos e Israel,
pero inmediatamente después tuvo que enfrentarse a un ejército
mercenario contrarrevolucionario financiado, armado y entrenado por
Estados Unidos (“la contra”) con base en Honduras. La guerra
estadounidense destrozó muchos proyectos económicos progresistas, socavó
la economía y eventualmente derivó en la victoria electoral de Violeta
Chamorro, que contó con el patrocinio y el respaldo de Estados Unidos.
Dos décadas más tarde los apoderados de Estados Unidos fueron derrotados
por una coalición política liderada por sandinistas des-radicalizados.
En El Salvador, Guatemala y Honduras, las guerras por poderes
estadounidenses terminaron consolidando regímenes clientelistas que se
encargaron de destruir la economía productiva y provocaron la huida de
millones de refugiados de guerra hacia Estados Unidos. El dominio
imperial estadounidense erosionó las bases del mercado laboral
productivo y engendró bandas asesinas de narcotraficantes.
En resumen, en la mayoría de los casos las guerras por poderes de
Estados Unidos lograron evitar el ascenso de regímenes nacionalistas de
izquierdas, pero también condujeron a la destrucción de las bases
económicas y políticas de un imperio neocolonial próspero y estable.
El imperialismo estadounidense en América Latina: estructura
variable, contingencias internas y externas, prioridades cambiantes y
restricciones globales.
Para entender las operaciones, la estructura y la actuación del
imperialismo estadounidense en América Latina es necesario reconocer la
constelación de fuerzas rivales que ha moldeado las políticas del estado
imperial. A diferencia de lo que ha ocurrido en Oriente Medio, donde la
facción militarista-sionista ha establecido su hegemonía, en América
Latina las multinacionales han jugado un papel fundamental dirigiendo la
política del estado imperial. En América Latina, los militaristas
desempeñaron un papel mucho menos destacado, limitado por (1) el poder
de las multinacionales, (2) el giro del poder político de la derecha a
la centro-izquierda, y (3) el impacto de la crisis económica y el auge
de las materias primas.
Al contrario que en Oriente Medio, la configuración del poder
sionista ha tenido poca influencia en la política del estado imperial en
esta región, ya que los intereses israelíes se concentran en Oriente
Medio y, con la posible excepción de Argentina, América Latina no es una
prioridad.
Durante más de un siglo y medio, las multinacionales y los bancos
estadounidenses dominaron y dictaron la política imperial de Estados
Unidos hacia América Latina. Las fuerzas armadas estadounidenses y la
CIA fueron instrumentos del imperialismo económico mediante la
intervención directa (invasiones), “golpes militares” por poderes, o la
combinación de ambos.
El poder económico imperial estadounidense en América Latina alcanzó
su punto más alto entre 1975 y 1999. Por medio de golpes militares por
poderes, invasiones militares directas (República Dominicana, Panamá,
Granada) y elecciones controladas civil y militarmente se crearon
estados vasallos y se impusieron nuevos gobernantes clientelistas.
Los resultados fueron el desmantelamiento del estado de bienestar y
la imposición de políticas neoliberales. El estado imperial dirigido por
las multinacionales, y sus apéndices financieros internacionales (FMI,
BM, BID) se encargaron de privatizar sectores económicos estratégicos
muy lucrativos, se hicieron con el control del comercio y proyectaron un
plan de integración regional que afianzó el dominio imperial de Estados
Unidos.
La expansión económica imperial en América Latina no fue simplemente
el resultado de las estructuras y las dinámicas internas de las
multinacionales, sino que dependió de (1) la receptividad del país
“anfitrión” o, más exactamente, de la correlación interna de las fuerzas
de clase en América Latina, las cuales a su vez giraban en torno al (2)
desempeño de la economía: su crecimiento o su susceptibilidad a las
crisis.
América Latina demuestra que contingencias como la desaparición de
los regímenes clientelistas y de las clases colaboradoras pueden tener
un impacto negativo enorme en las dinámicas del imperialismo, socavando
el poder del estado imperial y revirtiendo el avance económico de las
multinacionales.
El avance del imperialismo económico de Estados Unidos durante el
periodo que va desde 1975 hasta el año 2000 quedó patente en la adopción
de políticas neoliberales, el saqueo de los recursos nacionales, el
incremento de deudas ilícitas y la transferencia de miles de millones de
dólares al exterior. Sin embargo, la concentración de riqueza y
propiedad desencadenó una profunda crisis socioeconómica en toda la
región, la cual eventualmente condujo al derrocamiento o destitución de
los colaboradores imperiales en Ecuador, Bolivia, Venezuela, Argentina,
Brasil, Uruguay, Paraguay y Nicaragua. En Brasil y en los países andinos
surgieron poderosos movimientos sociales antiimperialistas, sobre todo
en el campo. En las ciudades, los movimientos de trabajadores
desempleados y los sindicatos de empleados públicos de Argentina y
Uruguay encabezaron cambios electorales, instalando en el poder
gobiernos de centro-izquierda que “re-negociaron” las relaciones con el
estado imperial estadounidense.
La influencia de las multinacionales estadounidenses en América
Latina se fue debilitando. Ya no podían contar con la batería completa
de recursos militares del estado imperial para intervenir e imponer de
nuevo presidentes clientelistas neoliberales, pues sus prioridades
militares estaban en otra parte: Oriente Medio, el sur de Asia y el
norte de África.
A diferencia del pasado, las multinacionales estadounidenses en
América Latina no contaron con dos puntales esenciales del poder: el
pleno respaldo de las fuerzas armadas estadounidenses y los poderosos
regímenes cívico-militares clientelistas de Estados Unidos en América
Latina.
El plan de las multinacionales estadounidenses de una integración en
torno a Estados Unidos fue rechazado por los gobiernos de
centro-izquierda. El estado imperial recurrió entonces a los acuerdos de
libre comercio con México, Chile, Colombia, Panamá y Perú. Como
resultado de la crisis económica y del colapso de la mayoría de las
economías latinoamericanas, el “neoliberalismo”, la ideología de la
penetración económica imperial, quedó desacreditado y sus partidarios
fueron marginados.
Los cambios en la economía mundial tuvieron un impacto profundo en
las relaciones comerciales y de inversión entre Estados Unidos y América
Latina. El crecimiento dinámico de China, el subsiguiente auge de la
demanda y el aumento de los precios de las materias primas condujo a un
considerable debilitamiento del dominio estadounidense en los mercados
latinoamericanos.
Los países latinoamericanos diversificaron el comercio, buscaron y
encontraron nuevos mercados exteriores, especialmente China. El
incremento de los ingresos de las exportaciones se tradujo en una mayor
capacidad de autofinanciación. Y tanto el FMI, como el BM y el BID, los
instrumentos económicos que sirvieron para impulsar las imposiciones
económicas de Estados Unidos (“condicionalidad”), fueron orillados.
El estado imperial estadounidense se enfrentó a regímenes
latinoamericanos que adoptaron opciones económicas, mercados y medidas
de financiamiento muy diversas. Con considerable apoyo popular en sus
países y los mandos civil y militar unificados, América Latina fue
saliendo tímidamente de la esfera estadounidense de dominación
imperialista.
El estado imperial y sus multinacionales, enormemente inspirados por
los “éxitos” cosechados en los noventa, respondieron al debilitamiento
de su influencia utilizando el método de “ensayo y error” para enfrentar
los nuevos obstáculos del siglo XXI. Los responsables de la política
estadounidense, con el respaldo de las multinacionales, continuaron
apoyando a los fracasados regímenes neoliberales, perdiendo toda
credibilidad en América Latina. El estado imperial no supo adaptarse a
los cambios, lo que hizo que aumentara la oposición popular y de los
gobiernos de centro-izquierda a los “mercados libres” y la desregulación
bancaria. A diferencia de las reformas sociales promovidas por el
presidente Kennedy vía la “Alianza para el Progreso” para contrarrestar
el impacto generado por la revolución cubana, esta vez no se diseñaron
programas de ayuda económica a gran escala para imponerse a la
centro-izquierda, quizás debido a las restricciones presupuestarias
derivadas de las costosas guerras en otros lugares.
La desaparición de los regímenes neoliberales, el pegamento que
mantuvo unidas a las diferentes facciones del estado imperial, dio lugar
a propuestas rivales de cómo recuperar el dominio. La “facción
militarista” recurrió a (y revivió) la fórmula del golpe militar para
llevar a cabo la restauración: se organizaron golpes de Estado en
Venezuela, Ecuador, Bolivia, Honduras y Paraguay; salvo los dos últimos,
todos fracasaron. La derrota de los representantes de Estados Unidos
consolidó los regímenes independientes y antiimperialistas de
centro-izquierda. Incluso el “éxito” del golpe estadounidense en
Honduras tuvo como consecuencia una importante derrota diplomática: los
gobiernos latinoamericanos condenaron el golpe de Estado y el papel de
Estados Unidos, lo que terminó aislando a Washington todavía más.
La derrota de la estrategia militarista reforzó la facción
político-diplomática del estado imperial. Con propuestas positivas hacia
los en apariencia “regímenes de centro-izquierda”, esta facción ganó
influencia diplomática, mantuvo los vínculos militares y contribuyó a la
expansión de las multinacionales en Uruguay, Brasil, Chile y Perú. Con
los dos últimos países la facción económica del estado imperial
consolidó acuerdos bilaterales de libre comercio.
Una tercera facción corporativo-militar, que se solapa con las otras
dos, combinó cambios diplomático-políticos hacia Cuba con una estrategia
muy agresiva de desestabilización política dirigida al “cambio de
régimen” (golpe de Estado) en Venezuela.
La heterogeneidad de las facciones del estado imperial y sus
orientaciones enfrentadas refleja la complejidad de los intereses
implicados en la construcción del imperio en América Latina y tiene como
consecuencia políticas aparentemente contradictorias, un fenómeno que
resulta menos evidente en Oriente Medio, donde la configuración del
poder militarista-sionista domina la formulación de políticas
imperiales.
Por ejemplo, el aumento de las bases militares y las operaciones
contrainsurgentes en Colombia (una prioridad de la facción militarista)
se acompaña de acuerdos bilaterales de libre comercio y negociaciones de
paz entre el gobierno de Santos y la insurgencia armada de las FARC
(una prioridad de la facción de las multinacionales).
Recuperar el dominio imperial en Argentina supone (1) maximizar las
posibilidades electorales del jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos
Aires, el neoliberal Mauricio Macri; (2) apoyar al conglomerado
mediático imperial, Clarín, enfrentando la legislación que desconcentra
el monopolio mediático; (3) explotar la muerte del fiscal Alberto
Nisman, colaborador de la CIA y el Mossad, para desacreditar al gobierno
de Kirchner-Fernández; y (4) respaldar a los fondos de inversión
especuladores (buitres) en Nueva York para exigir el pago de intereses
desorbitados y, con la ayuda de resoluciones judiciales cuestionables,
bloquear el acceso de Argentina a los mercados internacionales.
Tanto la facción militarista como la de las multinacionales del
estado imperial coinciden en apoyar una estrategia electoral y golpista
con múltiples flancos, la cual busca restaurar el poder de un régimen
neoliberal controlado por Estados Unidos.
Las contingencias que evitaron la recuperación del poder imperial
durante la pasada década actúan ahora a la inversa. La caída del precio
de las materias primas ha debilitado a los gobiernos posneoliberales en
Venezuela, Argentina y Ecuador. La decadencia de los movimientos
antiimperialistas a consecuencia de las tácticas de cooptación de
centro-izquierda ha reforzado las protestas y a los movimientos de
derechas apoyados por el estado imperial. El menor crecimiento de China
ha afectado a las estrategias de diversificación del mercado
latinoamericano. El equilibrio interno de las fuerzas de clase se ha
desplazado hacia la derecha, hacia los clientes políticos de Estados
Unidos en Brasil, Argentina, Perú y Paraguay.
Reflexiones teóricas sobre la construcción del imperio en América Latina.
La construcción del imperio estadounidense en América Latina es un
proceso cíclico que refleja los cambios estructurales registrados en el
poder político y la reestructuración de la economía mundial: fuerzas y
factores que “ignoran” el estado imperial y la tendencia del capital a
acumularse. La acumulación y expansión del capital no dependen
simplemente de las fuerzas impersonales “del mercado”, pues las
relaciones sociales bajo las cuales funciona el “mercado” operan dentro
de los límites de la lucha de clase.
La pieza central de las acciones del estado imperial, a saber, las
largas guerras territoriales en Oriente Medio, están ausentes en América
Latina. Lo que mueve la política del estado imperial estadounidense es
la búsqueda de recursos (agro-mineros), fuerza de trabajo (empleados por
cuenta propia con bajos ingresos) y mercados (tamaño y poder
adquisitivo de 600 millones de consumidores). Detrás de la expansión
imperial se hallan los intereses económicos de las multinacionales.
Aun cuando en este caso se hubiera podido sacar partido de una
posición geoestratégica ventajosa –el Caribe, América Central y América
del Sur están situados más cerca de Estados Unidos– predominan los
objetivos económicos, no los militares.
Sin embargo, la facción militarista-sionista del estado imperial
ignora estos motivos económicos tradicionales y deliberadamente opta por
actuar teniendo en cuenta otras prioridades: el control de las zonas
productoras de petróleo, la destrucción de las naciones o los
movimientos islámicos, o simplemente acabar con los adversarios
antiimperialistas. La facción militarista-sionista consideró que los
“beneficios” para Israel, su supremacía militar en Oriente Medio, eran
más importantes que asegurar la supremacía económica de Estados Unidos
en América Latina. Este hecho se observa claramente si analizamos las
prioridades imperiales en función de los recursos estatales utilizados
para fines políticos.
Incluso si tenemos en cuenta el objetivo de la “seguridad nacional” y
lo interpretamos en su sentido más amplio de garantizar la seguridad de
los territorios nacionales del imperio, el ataque militar
estadounidense a países islámicos impulsado por la ideología
islamofóbica concomitante, los asesinatos masivos y el desarraigo de
millones de musulmanes resultantes han producido el efecto contrario:
terrorismo recíproco. Las “guerras totales” de Estados Unidos contra
civiles han provocado ataques islamistas contra ciudadanos occidentales.
Los países latinoamericanos a los que apunta el imperialismo
económico son menos beligerantes que los países de Oriente Medio que
están en la mira de los militaristas estadounidenses. Un análisis
coste/beneficio demostraría el carácter absolutamente “irracional” de la
estrategia militarista. Sin embargo, si tenemos en cuenta la
composición y los intereses concretos que mueven individualmente a los
responsables de las políticas del estado imperial, vemos que existe algo
así como una perversa “racionalidad”. Los militaristas defienden la
“racionalidad” de costosas e interminables guerras esgrimiendo las
ventajas de adueñarse de “las puertas al petróleo” mientras que los
sionistas esgrimen el mayor poder regional alcanzado por Israel.
Si bien durante más de un siglo América Latina fue un objetivo
prioritario de la conquista económica imperial, en el siglo XXI ha
perdido su primacía a favor de Oriente Medio.
La desaparición de la URSS y la conversión de China al capitalismo.
El mayor impulso hacia la exitosa expansión imperial de Estados
Unidos no se lo dieron las guerras por poderes ni las invasiones
militares. Más bien, el imperio estadounidense logró su mayor
crecimiento y conquista con la ayuda de líderes políticos clientelistas,
organizaciones y estados vasallos en la URSS, Europa del Este, los
estados bálticos, los Balcanes y el Cáucaso. La estrategia de
penetración política y financiación a gran escala y a largo plazo que
llevaron a cabo Estados Unidos y la Unión Europea contribuyó de manera
exitosa al derrumbe de los regímenes colectivistas de Rusia y la URSS y a
la aparición de estados vasallos. Estos pronto estarían a disposición
de la OTAN y serían incorporados a la Unión Europea. Bonn se anexionó
Alemania Oriental y dominó los mercados de Polonia, la República Checa y
otros estados de Europa Central. Los banqueros de Estados Unidos y
Londres colaboraron con los mafiosos oligarcas ruso-israelíes en
actividades conjuntas para llevar a cabo el expolio de recursos,
industrias, bienes inmuebles y fondos de pensiones. La Unión Europea
explotó a decenas de millones de científicos, ingenieros y trabajadores
altamente cualificados importándolos, o bien despojándolos de los
derechos laborales y las prestaciones del estado de bienestar y
sirviéndose de ellos como mano de obra barata en sus propios países.
El “imperialismo por invitación” avalado por el régimen vasallo de
Yeltsin se apropió muy fácilmente de la riqueza rusa. Las fuerzas
militares del Pacto de Varsovia entraron a formar parte de una legión
extranjera en las guerras imperiales de Estados Unidos en Afganistán,
Iraq y Siria. Sus instalaciones militares fueron convertidas en bases
militares y emplazamientos de misiles para cercar a Rusia.
La conquista imperial estadounidense del Este creó un “mundo
unipolar”, en el cual los responsables de la toma de decisiones y
estrategas de Washington creyeron que, como potencia mundial suprema,
podrían intervenir impunemente.
El alcance y la profundidad del imperio mundial estadounidense se
ampliaron con la incorporación de China al capitalismo y la invitación
de su gobierno a las multinacionales de Estados Unidos y la Unión
Europea a entrar y explotar la mano de obra barata del país. La
expansión global del imperio estadounidense reforzó la sensación de
poder ilimitado, alentando a sus gobernantes a ejercer dicho poder
contra cualquier adversario o competidor.
Entre 1990 y 2000, Estados Unidos llevó sus bases militares hasta la
frontera de Rusia. Las multinacionales estadounidenses fortalecieron su
posición en China e Indochina. Los regímenes clientelistas de Estados
Unidos en América Latina desmantelaron sus economías nacionales,
privatizando y desnacionalizando más de cinco mil empresas públicas de
sectores estratégicos lucrativas. Todos los sectores se vieron
afectados: recursos naturales, transportes, telecomunicaciones y
finanzas.
A lo largo de los años noventa, Estados Unidos siguió expandiéndose
mediante la estrategia de la penetración política y la fuerza militar.
El presidente George H. W. Bush emprendió una guerra contra Iraq.
Clinton bombardeó Yugoslavia, y Alemania y la Unión Europea se unieron a
Estados Unidos para dividir Yugoslavia en “mini-estados”.
El crucial año 2000: la cima y el declive del imperio.
El rápido y amplio proceso de expansión imperial, entre 1989 y 1999,
las conquistas fáciles y el expolio concomitante crearon las condiciones
para el declive del imperio de Estados Unidos.
El saqueo y empobrecimiento de Rusia condujo a la aparición de un
nuevo liderazgo bajo el presidente Putin, que estaba decidido a
reconstruir el estado y la economía y poner fin al vasallaje.
El liderazgo chino aprovechó su dependencia del capital y la
tecnología de Occidente para crear una poderosa economía exportadora e
impulsar el crecimiento de un dinámico complejo industrial nacional
público-privado. Los centros financieros imperiales que habían florecido
al calor de una regulación excesivamente laxa quebraron. Los cimientos
domésticos del imperio se estremecieron. La máquina de guerra imperial
tuvo que competir con el sector financiero por las partidas
presupuestarias y los subsidios federales.
El crecimiento fácil condujo a la expansión excesiva del imperio. Las
zonas de conflicto se multiplicaron en todo el mundo, reflejo del
resentimiento y la hostilidad ante la destrucción provocada por los
bombardeos y las invasiones. Los gobernantes clientelistas, estrechos
colaboradores del imperio, vieron debilitado su poder. El imperio
mundial superó la capacidad de Estados Unidos para controlar
satisfactoriamente a sus nuevos estados vasallos. Los puestos avanzados
coloniales reclamaron nuevos envíos de tropas y armas y nuevas
inyecciones de dinero, en un momento en el que contrarrestar las
tensiones internas exigía el recorte y el repliegue.
Todas las conquistas recientes –fuera de Europa– fueron muy costosas.
La sensación de invencibilidad e impunidad llevó a los diseñadores del
imperio a sobrestimar su capacidad de expandirse, de mantener el control
y de contener la inevitable resistencia antiimperialista.
Las crisis y el colapso de los estados vasallos neoliberales en
América Latina se aceleraron. Las revueltas antiimperialistas se
extendieron desde Venezuela (1999) hasta Argentina (2001), Ecuador
(2000-2005) y Bolivia (2003-2005). Surgieron regímenes de
centro-izquierda en Brasil, Uruguay y Honduras. Los movimientos de masas
conformados por comunidades indígenas y mineras tomaron un nuevo
impulso en las zonas rurales. Los planes imperiales que se habían
elaborado para garantizar la integración centrada en Estados Unidos
fueron rechazados. En su lugar proliferaron múltiples acuerdos
regionales que excluían a Estados Unidos: ALBA, UNASUR, CELAC. La
rebelión interna de América Latina coincidió con el ascenso económico de
China. Un prolongado auge de las materias primas debilitó seriamente la
supremacía imperial estadounidense. Estados Unidos tenía pocos aliados
locales en América Latina y compromisos excesivamente ambiciosos para
controlar Oriente Medio, el sur de Asia y el norte de África.
Washington perdió su mayoría automática en América Latina: su apoyo a
los golpes de Estado en Honduras y Paraguay, su intervención en
Venezuela (2001) y el embargo en contra de Cuba fueron repudiados por
todos los gobiernos, incluso por los aliados conservadores.
Washington se dio cuenta de que resultaba mucho menos sencillo
defender un imperio global que establecerlo. Los estrategas imperiales
en Washington vieron las guerras de Oriente Medio a través del prisma de
las prioridades militares israelíes, ignorando los intereses económicos
globales de las multinacionales.
Los estrategas militares imperiales sobrestimaron la capacidad
militar de vasallos y clientes, a los que Estados Unidos preparó muy mal
para gobernar en países con movimientos armados de resistencia
nacional. Aumentaron las guerras, las invasiones y las ocupaciones
militares. A Iraq y Afganistán se sumaron Yemen, Somalia, Libia, Siria y
Paquistán. Los gastos del estado imperial estadounidense excedieron con
mucho cualquier transferencia de riqueza desde los países ocupados.
Cientos de miles de millones de dólares del Tesoro estadounidense
fueron saqueados por una enorme burocracia mercenaria civil y militar.
El papel central de las guerras de conquista destrozó la
infraestructura institucional y las bases económicas necesarias para que
las multinacionales pudieran instalarse y ganar dinero.
Aferrado a las ideas estratégicas militares de imperio, el liderazgo
militar-político del estado imperial diseñó una ideología global para
justificar y fundamentar una política de guerra permanente y múltiple.
La doctrina de la “guerra al terror” justificó la guerra en todas partes
y en ninguna. La doctrina era “elástica”, se podía adaptar a cada zona
de conflicto e invitaba a nuevos compromisos militares: Afganistán,
Libia, Irán y el Líbano fueron designados como zonas de guerra. La
“doctrina del terror”, de alcance global, ofreció una justificación para
múltiples guerras y para la destrucción (no explotación) masiva de
sociedades y recursos económicos. Sobre todo, la “guerra contra el
terrorismo” justificó la tortura (Abu Ghraib), los campos de
concentración (Guantánamo) y los objetivos civiles (vía drones) en
cualquier parte. Las tropas fueron retiradas y enviadas de nuevo a
Afganistán e Iraq a medida que aumentaba la resistencia. Miles de
efectivos de las fuerzas especiales estuvieron en activo en montones de
países, sembrando el caos y la muerte.
Además, el violento desarraigo, la degradación y la estigmatización
de pueblos islámicos enteros propagó la violencia en los centros
imperiales de París, Nueva York, Londres, Madrid y Copenhague. La
globalización del terror del estado imperial se tradujo en terror
individual.
El terror imperial dio lugar al terror al interior de los estados: el
primero de forma sostenida, abarcando civilizaciones enteras, conducido
y justificado por representantes políticos electos y autoridades
militares. El segundo mediante un grupo transversal de
“internacionalistas” que inmediatamente se identificaron con las
víctimas del terror del estado imperial.
El imperialismo contemporáneo: perspectivas presentes y futuras.
Para entender el futuro del imperialismo estadounidense es importante
resumir y evaluar la experiencia y las políticas del último cuarto de
siglo.
Entre 1990 y 2015 observamos un declive económico, político e incluso
militar en la construcción del imperio estadounidense en la mayoría de
regiones del mundo, aunque el proceso no es lineal y probablemente
tampoco irreversible.
A pesar de que en Washington se ha hablado mucho de la necesidad de
reconfigurar las prioridades imperiales para tener en cuenta los
intereses económicos de las multinacionales, se ha conseguido muy poco…
La estrategia de Obama de “bascular hacia Asia” se ha concretado en
nuevos acuerdos militares con Japón, Australia y Filipinas alrededor de
China, y refleja la incapacidad de diseñar acuerdos de libre comercio
que excluyan a este país. Entre tanto, Estados Unidos ha reanudado la
guerra y ha vuelto a entrar en Iraq y Afganistán, además de haber
iniciado nuevas guerras en Siria y Ucrania. Está claro que la primacía
de la facción militarista sigue siendo el factor determinante en el
diseño de las políticas del estado imperial.
El motor militar imperial es aún más evidente en la intervención
estadounidense en apoyo del golpe de Estado en Ucrania y la decisión
subsiguiente de financiar y armar a la junta de Kiev. La ofensiva
imperial en Ucrania y los planes para incorporarla a la Unión Europea y
la OTAN constituyen una flagrante agresión militar: la extensión de las
bases, las instalaciones y las maniobras militares estadounidenses hasta
la frontera de Rusia, junto con la imposición de sanciones económicas,
han perjudicado duramente el comercio y las inversiones estadounidenses
en Rusia. La construcción del imperio estadounidense sigue dando
prioridad a la expansión militar incluso a costa de los intereses
económicos imperiales occidentales en Europa.
El bombardeo de Libia por parte de Estados Unidos y la Unión Europea
arruinó el floreciente comercio y los acuerdos de inversión entre las
multinacionales imperiales del petróleo y el gas y el gobierno de
Gadafi… Los ataques aéreos de la OTAN destrozaron la economía, la
sociedad y el orden político, convirtiendo Libia en un territorio
invadido por clanes enfrentados, bandas, terroristas y la violencia
armada.
Durante el último medio siglo, el liderazgo político y las
estrategias del estado imperial han cambiado drásticamente. En el
periodo que va de 1975 hasta 1990 las multinacionales tuvieron un papel
central marcando la dirección de la política del estado imperial:
aprovechando los mercados asiáticos, negociando la apertura del mercado
con China, promoviendo y apoyando gobiernos neoliberales militares y
civiles en América Latina, e instalando y financiando gobiernos
pro-capitalistas en Rusia, Europa del Este, los Balcanes y los estados
bálticos. Incluso en los casos donde el estado imperial recurrió a la
intervención militar, Yugoslavia e Iraq, los bombardeos crearon
oportunidades económicas favorables para las multinacionales
estadounidenses. El gobierno de Bush padre favoreció los intereses
petroleros de Estados Unidos mediante el programa “petróleo por comida”
acordado con Sadam Husein en Iraq.
Por su parte, Clinton promovió gobiernos de libre comercio en los
mini-estados resultantes de la división de la Yugoslavia socialista.
No obstante, el liderazgo y las políticas del estado imperial
cambiaron radicalmente desde finales de los noventa en adelante. El
estado imperial del presidente Clinton estaba formado por antiguos
representantes de las multinacionales, banqueros de Wall Street y
conocidos militaristas y sionistas recién ascendidos.
El resultado fue una política híbrida con la que el estado imperial
promovió de manera activa las oportunidades de las multinacionales bajo
los regímenes neoliberales de los países ex comunistas de Europa y de
América Latina, y amplió los lazos de éstas con China y Vietnam,
mientras llevaba a cabo devastadoras intervenciones militares en
Somalia, Yugoslavia e Iraq.
El “equilibrio de fuerzas” dentro del estado imperialista cambió
drásticamente, inclinándose a favor de la facción militarista-sionista, a
partir del 11 de septiembre de 2001: el ataque terrorista de origen
dudoso y las demoliciones de bandera falsa en Nueva York y Washington
sirvieron para afianzar a los militaristas que estaban al mando del
enorme aparato del estado imperial. Como consecuencia del 11 de
septiembre la facción militarista-sionista del estado imperial subordinó
los intereses de las multinacionales a su estrategia de guerras
totales. Esto, a su vez, llevó a la invasión, ocupación y destrucción de
la infraestructura civil de Iraq y Afganistán (en lugar de aprovecharla
para la expansión de las multinacionales). El régimen colonial de
Estados Unidos desmanteló el estado iraquí (en lugar de reorganizarlo en
función de las necesidades de las multinacionales). El asesinato y la
migración forzosa de millones de profesionales cualificados,
administradores y miembros del ejército y de la policía paralizaron
cualquier recuperación económica (en lugar de emplearlos al servicio del
estado colonial y las multinacionales).
La enorme influencia militarista-sionista en el estado imperial
introdujo importantes cambios en la política, la orientación, las
prioridades y el modus operandi del imperialismo estadounidense. La
ideología de la “guerra global al terror” sustituyó a la doctrina de las
multinacionales a favor de la “globalización económica”.
Las guerras perpetuas (los “terroristas” no estaban circunscritos a
determinados lugares ni momentos) reemplazaron a las guerras limitadas y
a las intervenciones para abrir mercados o instalar regímenes
favorables a las políticas neoliberales que beneficiaran a las
multinacionales estadounidenses.
Las guerras en Oriente Medio, el sur de Asia y el norte de África
–contra países islámicos que se oponían a la expansión colonial de
Israel en Palestina, Siria, el Líbano y el resto– pasaron a ocupar el
centro de la actividad del estado imperial, desplazando a la estrategia
para explotar las oportunidades económicas en Asia, América Latina y los
países ex comunistas de Europa del Este.
La nueva concepción militarista de la construcción del imperio supuso
gastos billonarios y no tuvo en cuenta ni se preocupó por las ganancias
del capital privado. En cambio, bajo la hegemonía de las
multinacionales, el estado imperial intervino para garantizar
concesiones de petróleo, gas y minerales en América Latina y Oriente
Medio, y las ganancias de las multinacionales compensaron de sobra los
gastos de la conquista militar. La configuración militarista del estado
imperial permitió el saqueo del Tesoro estadounidense para financiar sus
ocupaciones, gastando enormes sumas en un ejército de colaboradores
coloniales corruptos, en los “contratistas militares” privados, y en
funcionarios militares estadounidenses responsables de adquisiciones
(sic).
Anteriormente la expansión de las multinacionales en el exterior
había generado beneficios para el Tesoro de Estados Unidos por el pago
de impuestos directos y mediante los ingresos procedentes del comercio y
la transformación de materias primas.
En la última década y media los mayores y más estables beneficios de
las multinacionales se han producido en zonas y países donde la
participación del estado imperial militarizado ha sido mínima: China,
América Latina y Europa. Donde menos beneficios han obtenido y más han
perdido las multinacionales ha sido en las regiones donde la implicación
del estado imperial ha sido mayor.
Las “zonas de guerra” que se extienden desde Libia hasta Somalia, el
Líbano, Siria, Iraq, Ucrania, Irán, Afganistán y Paquistán son las
regiones donde las multinacionales imperiales han sufrido un mayor
deterioro y abandono.
Los principales “beneficiarios” de las actuales políticas del estado
imperial son los contratistas militares privados y el complejo
militar-industrial-securitario estadounidense. En el exterior, los
beneficiarios del estado incluyen a Israel y Arabia Saudita. Por otro
lado, los gobernantes clientelistas jordanos, egipcios, iraquíes,
afganos y paquistaníes han guardado decenas de miles de millones en
cuentas off-shore.
Entre los beneficiarios “no estatales” se encuentran los ejércitos
mercenarios por poderes. En Siria, Iraq, Libia, Somalia y Ucrania
también se han visto favorecidos decenas de miles de colaboradores en
las autodenominadas organizaciones “no gubernamentales”.
El análisis coste-beneficio o la construcción del imperio bajo la protección del estado imperial militarista-sionista
Una década y media es tiempo suficiente para evaluar los resultados del dominio militarista-sionista en el estado imperial.
Estados Unidos y sus aliados de Europa Occidental, sobre todo
Alemania, lograron expandir su imperio en Europa Oriental, los Balcanes y
las regiones del Báltico sin disparar un solo tiro. Estos países fueron
convertidos en estados vasallos de la Unión Europea, sus mercados
conquistados y sus industrias desnacionalizadas. Sus fuerzas armadas
fueron contratadas como mercenarios de la OTAN. Alemania Occidental se
anexó Alemania Oriental. La mano de obra cualificada barata, los
inmigrantes y desempleados, aumentaron los beneficios de las
multinacionales de la Unión Europea y Estados Unidos. Rusia fue
temporalmente reducida a estado vasallo entre 1991 y 2001. El nivel de
vida descendió vertiginosamente y se redujeron los programas del estado
de bienestar. Aumentó la tasa de mortalidad. Las desigualdades de clase
se ampliaron. Los millonarios y los mil millonarios se apropiaron de los
recursos públicos y participaron con las multinacionales imperiales en
el saqueo de la economía. Los líderes y partidos socialistas y
comunistas fueron reprimidos o cooptados. En cambio, la expansión
militar imperial en lo que va del siglo XXI está siendo un fracaso muy
costoso. La “guerra en Afganistán” resultó una sangría de vidas y de
dinero y provocó una ignominiosa retirada. Lo que quedó fue un débil
gobierno títere y un ejército mercenario poco fiable. Ha sido la guerra
más larga de la historia de Estados Unidos y uno de sus mayores
fracasos. Al final, los movimientos de resistencia
nacionalistas-islamistas –los llamados “talibanes” y los grupos de
resistencia antiimperialistas etno-religiosos y nacionalistas aliados–
dominan las zonas rurales, atacan continuamente las ciudades y se
preparan para tomar el poder.
La guerra de Iraq, la invasión y los diez años de ocupación por parte
del estado imperial diezmaron la economía del país. La ocupación
fomentó la guerra etno-religiosa. Oficiales baazistas y militares
profesionales se unieron a los islamistas-nacionalistas y formaron un
poderoso movimiento de resistencia (EIIL) que derrotó al ejército
mercenario chiita apoyado por el imperio durante la segunda década de la
guerra. El estado imperial se vio forzado a volver a entrar y
participar directamente en una larga guerra. El coste de la guerra se
disparó hasta más de un billón de dólares. Se obstaculizó la explotación
del petróleo y el Tesoro de Estados Unidos vertió decenas de miles de
millones de dólares para sostener una “guerra sin fin”.
El estado imperial estadounidense y la Unión Europea, junto con
Arabia Saudita y Turquía, financiaron milicias mercenarias islámicas
para invadir Siria y derrocar al régimen secular, nacionalista y
anti-sionista de Bachar al Assad. La guerra imperial abrió la puerta
para que las fuerzas islámicas-baazistas –EIIL– se extendieran hasta
Siria. Los kurdos y otros grupos armados les arrebataron territorio y
fragmentaron el país. Después de casi cinco años de guerra y crecientes
costes militares, las multinacionales de Estados Unidos y la Unión
Europea se han quedado fuera del mercado sirio.
El apoyo estadounidense a la agresión israelí contra el Líbano ha
hecho que aumente el poder de la resistencia armada antiimperialista de
Hezbolá. El Líbano, Siria e Irán constituyen en este momento una
alternativa seria al eje de Estados Unidos, la Unión Europea, Arabia
Saudita e Israel.
La política estadounidense de sanciones a Irán no ha logrado
debilitar el régimen nacionalista y, en cambio, ha cercenado las
oportunidades económicas de todas las grandes multinacionales del
petróleo y el gas de Estados Unidos y la Unión Europea, así como las de
los exportadores de artículos de fabricación estadounidense. China ha
ocupado su lugar.
La invasión de Libia por parte de Estados Unidos y la Unión Europea
destruyó la economía y supuso la pérdida de miles de millones de dólares
en inversiones de las multinacionales y la interrupción de las
exportaciones.
La toma del poder por el estado imperial estadounidense mediante un
golpe de Estado por poderes en Kiev, provocó una poderosa rebelión
antiimperialista dirigida por milicias armadas en el Este (Donetsk y
Lugansk) y la aniquilación de la economía ucraniana.
En resumen, el control militar-sionista del estado imperial ha
conducido a largas y costosas guerras imposibles de ganar que han
debilitado los mercados y los proyectos de inversión de las
multinacionales estadounidenses. El militarismo ha reducido la presencia
económica imperial y ha provocado movimientos de resistencia
antiimperialistas cada vez más amplios, a la vez que ha aumentado la
lista de países inviables, inestables y caóticos que escapan al control
imperial.
El imperialismo económico ha seguido obteniendo beneficios en partes
de Europa, Asia, América Latina y África a pesar de las guerras
imperiales y las sanciones económicas que el enormemente militarizado
estado imperial ha llevado a cabo en otros lugares.
Sin embargo, la toma del poder en Ucrania por los militaristas
estadounidenses y las sanciones a Rusia han erosionado el lucrativo
comercio y las inversiones de la Unión Europea en Rusia. Bajo la tutela
del FMI, la Unión Europea y Estados Unidos, Ucrania se ha convertido en
una economía fuertemente endeudada, al borde de la quiebra, dirigida por
cleptócratas totalmente dependientes de los préstamos del extranjero y
la intervención militar.
Al priorizar las sanciones y el conflicto con Rusia, Irán y Siria, el
estado imperial militarizado no ha conseguido profundizar y ampliar sus
lazos económicos con Asia, América Latina y África. La conquista
política y económica de Europa del Este y partes de la URSS ha perdido
importancia. Las guerras perpetuas perdidas en Oriente Medio, el norte
de África y el Cáucaso han mermado la capacidad del estado imperial para
llevar adelante la construcción del imperio en Asia y América Latina.
La pérdida de riqueza, los costes internos de las guerras perpetuas,
ha erosionado las bases electorales de la construcción del imperio.
Solamente un cambio radical en la composición del estado imperial y una
reorientación de sus prioridades para situar la expansión económica en
el centro de las mismas podrían impedir el actual declive del imperio.
El peligro está en que si el estado imperialista sionista militarista
sigue interviniendo en guerras perdidas puede subir la apuesta y
deslizarse hacia una confrontación nuclear: ¡un imperio entre cenizas
nucleares!
Traducido del inglés para Rebelión por Sara Plaza
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