Fuente original: Rebelion.org
Por Arsinoé Orihuela.
El despido de Carmen Aristegui de MVS en México, los fondos buitre o
el misterioso homicidio del fiscal Nisman en Argentina, la catalogación
de “inusual amenaza” que por decreto unilateral endosó la administración
de Barack Obama a Venezuela, el “fuera” Dilma de las movilizaciones en
Brasil, el opaco “reencuentro diplomático” entre EE.UU. y Cuba, la
infiltración de los intereses norteamericanos en el proceso de paz
colombiano que tiene lugar en La Habana, el “fortalecimiento” del dólar
frente a las unidades monetarias latinoamericanas, son prueba fehaciente
de otro episodio de colonialismo estadounidense en la región. Sin duda
que ciertos analistas argüirán que estos eventos están libres del
injerencismo de Estados Unidos. Pero basta con observar el perfil de las
acciones de la alicaída potencia en otras geografías, y la terca
presencia de la “solución” militar en el tratamiento de los problemas
que enfrenta el “pináculo de la jerarquía estadounidense”, señaladamente
los países limítrofes con Rusia, Afganistán, Siria e Irak, para inferir
la presencia de un plan global de acción contra los territorios que en
otra época administró sin restricciones Estados Unidos. Otras
referencias valiosas que apuntan en la dirección de una agenda de
reconquista regional son las tentativas de desestabilización en Ecuador,
Bolivia, y los golpes de Estado exitosos en Honduras y Paraguay, en
cuya confabulación estuvieron involucrados abiertamente ciertos
conciliábulos de Washington.
¿Qué habría ocurrido si un hecho análogo a la desaparición de los
normalistas en Guerrero hubiera tenido lugar en Venezuela? En México
–país vecino de Estados Unidos– el crimen sigue impune, y la
comunicadora que más cobertura brindó a ese y otros temas de corrupción
sórdida fue abruptamente retirada del aire, en un despido masivo que
involucró a todo su equipo de investigaciones especiales. Ningún
funcionario público está bajo proceso penal por el delito en Guerrero,
aún cuando la Comisión Interamericana de Derechos Humanos calificara los
hechos violentos en Iguala como un acto de “desaparición forzada” y por
consiguiente un crimen de Estado. Hay que señalar que Estados Unidos
nunca condenó propiamente la desaparición de los 43 normalistas. Los
heraldos de Washington, incluida la prensa pretendidamente crítica,
urdieron un discurso de censura, pero rigurosamente concentrado en la
figura de Enrique Peña Nieto; una administración de la tragedia que hace
suponer que se trató de una típica reprimenda de un patrón a un
empleado, con el propósito de conseguir más docilidad u obsecuencia de
ese subalterno.
Venezuela, que ni por asomo atraviesa una crisis humanitaria
equiparable a la de México (aún cuando se acuse que los índices de
inseguridad son altos), que jamás insinuó agredir u ocupar militarmente
un país soberano, fue declarado, a través de un decreto expedido por el
presidente Barack Obama, una “amenaza para la seguridad de Estados
Unidos”.
Adviértase el doble rasero. En México, el propio Estado es una
amenaza para la seguridad de la población doméstica. Pero como el
gobierno de México es un aliado rastrero de Estados Unidos, allí la
solución a la crisis siguió un curso favorable para los poderes
públicos: el silenciamiento de la única informadora crítica en el ámbito
de la prensa comercial, y la disposición ex profeso de un manto de
opacidad e impunidad alrededor del caso Ayotzinapa. El mutismo de
Estados Unidos al respecto es un guiño de anuencia. En cambio Venezuela,
cuyo gobierno representa un freno para la agenda estadounidense en la
región del sur, es blanco de castigos e imposiciones (destaca la sanción
a siete funcionarios de ese país), por cuanto constituye, según
Washington, “una amenaza extraordinaria (sic) para la seguridad nacional
y política exterior de Estados Unidos”, que es como un revival de
aquella declaratoria de Ronald Reagan que terminó en una impresentable
intriga de corrupción, crimen y contrainsurgencia en Nicaragua
(Irán-Contra). Reagan dijo: “Yo, Ronald Reagan, encuentro que las
políticas y acciones del gobierno de Nicaragua constituyen una inusual y
extraordinaria amenaza a la seguridad nacional y a la política exterior
de Estados Unidos, y declaro una emergencia nacional para enfrentar esa
amenaza”.
En el fondo, Estados Unidos está obstinado con cambiar esa situación
que oportunamente describe Evo Morales: “Washington debe saber que no
estamos en tiempos de reparto imperial y el modelo neoliberal ya no
sirve para América Latina”.
Con base en la evidencia disponible se pueden anticipar algunas inercias en la acción intervencionista de Estados Unidos.
El modelo más efectivo para hacer avanzar la agenda de Washington es
el de la guerra, especialmente en la modalidad colombo-mexicana. Estados
Unidos entrena a grupos paramilitares de origen venezolano en
territorio mexicano y colombiano. No es ninguna novedad que ese país
escoja el paramilitarismo como estrategia de insurgencia y/o
desestabilización de gobiernos legítimos adversos a la injerencia
estadounidense. La apuesta de los barones en Washington es introducir
suficientes células de insurgencia paramilitar en Venezuela, con el
apoyo de las élites de este país (históricamente disciplinadas),
sabotear la economía de la nación sudamericana, y desestabilizar el
gobierno en turno con base en tácticas multifactoriales. El
derrocamiento de un régimen por la vía paramilitar es altamente rentable
para la segunda etapa del golpe: arrastra una estela de violencia,
delincuencia e inseguridad que justifica una eventual guerra contra el
crimen que, como se ha visto en Colombia y México, es el preámbulo de
una usurpación de patrimonios y recursos.
Dawn Paley, periodista independiente, resume este procedimiento
rutinario: “Inmediatamente después del Plan Colombia, la compañía
estatal de petróleo, Ecopetrol, fue privatizada, y nuevas leyes fueron
promulgadas para alentar la inversión extranjera directa… batallones
especiales del ejército fueron entrenados para proteger los oleoductos
que pertenecían a compañías estadounidenses. En el marco del Plan
Colombia, la inversión foránea en las industrias extractivas se elevó a
los cielos, y se firmaron nuevos acuerdos comerciales”.
¿Acaso no es la misma fórmula que se usó en México? Primero la
guerra; luego la militarización o el Plan México (Iniciativa Mérida); y
por último el ciclo de reformas que abarcó la privatización de la
industria petrolera.
En Colombia y México todo está organizado alrededor de la rapiña. Los
intentos de desestabilización en Argentina, Brasil, Venezuela y otras
naciones de Centro y Suramérica, aspiran a la restauración oligárquica
en esos países. Básicamente apuntan a la instauración de regímenes con
vocación entreguista, como Colombia y México. Él propósito es que todo
se organice alrededor de la desposesión, de tal modo que Estados Unidos
conserve una posición dominante en esa carrera por la supremacía que
sostiene con China, Rusia, y en menor medida Europa.
Y aunque es cierto que estos eventos descritos traen a la memoria el
fantasma de la Doctrina Monroe, cabe recordar, acaso a modo de aliento,
la advertencia del viejo Marx: “Hegel señala que a veces los hechos y
personajes de gran importancia en la historia mundial se repiten dos
veces. Olvidó agregar: la primera vez como tragedia, la segunda como
farsa”.
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