Por
Una vez más, Jerusalén vuelve a estar en el ojo del huracán.
Una oleada de acuchillamientos, respondida con la ejecución sumaria de los
atacantes, ha extendido un clima de psicosis generalizada entre los israelíes.
Está por ver si los llamamientos a la calma de las escasas voces que todavía
siguen apostando por el diálogo y la negociación surten algún efecto o, por el
contrario, nos deslizamos peligrosamente hacia una tercera intifada.
Desde hace siglos, Jerusalén ha sido el centro de gravedad político,
espiritual, económico y cultural de Palestina. La guerra de los Seis Días cambió
las tornas, ya que Israel se anexionó formalmente la parte árabe de la ciudad y
emprendió diversas medidas para alterar su composición demográfica por medio de
la expropiación de tierras y la construcción de asentamientos. En el último
medio siglo, Israel ha multiplicado por diez los límites municipales de
Jerusalén hasta convertirla en una vasta extensión de más de 350 kilómetros
cuadrados que parte en dos Cisjordania y rompe la continuidad territorial de un
eventual Estado palestino.
Los jerusalemitas palestinos han pasado a ser una especie en
extinción. Su propio estatuto como ‘residentes permanentes’ da cuenta de la
provisionalidad en la que viven, siempre con la espada de Damocles de la
expulsión sobre su cabeza. En el caso de que se ausenten de la ciudad por largos
periodos pueden perder su residencia, tal y como les ha ocurrido ya a 15.000
palestinos que han sido privados de sus permisos de residencia. Tras la firma
de los Acuerdos de Oslo, hace ya veinte años, las condiciones de vida de estos
jerusalemitas se deterioraron hasta el punto de que hoy en día, más del 75 por
100 de los 300.000 palestinos que viven en la ciudad viven bajo el umbral de la
pobreza.
Sin duda, la principal agresión de la que han sido objeto es
la colonización de la parte árabe de la ciudad, donde se han instalado cerca de
300.000 colonos israelíes, en una flagrante violación del Derecho Internacional
puesto que el artículo 49 de la Cuarta Convención de Ginebra deja claro que la
potencia ocupante no puede desplazar a su población al territorio ocupado. El
proceso de paz relegó la cuestión de Jerusalén Este para la última fase de las
negociaciones. Los diferentes gobiernos israelíes, independientemente de su
signo, aprovecharon esta circunstancia para desconectar a la parte árabe de la
ciudad de Cisjordania, situación que se agravó con la construcción del muro de
separación que ha dejado a una cuarta parte de los jerusalemitas palestinos aislados
de su propia ciudad.
El resultado de esta política es que Jerusalén Este ha sido
rodeada por varios anillos de asentamientos que la separan de su tradicional entorno
palestino. En los últimos años, el alcalde Nir Barkat, un hombre de negocios
reconvertido en político, ha lanzado un ambicioso plan destinado a aislar aún
más a los barrios palestinos: una muestra más del ya conocido ‘divide y
gobierna’ que tan buenos resultados ha deparado a lo largo de la historia. La
construcción de una gran autopista de ocho carriles que parte en dos la
localidad palestina de Beit Safafa es un claro ejemplo de este proceder. En
otras ocasiones se opta por infiltrar a colonos radicales, los denominados
nuevos zelotes, en los barrios palestinos con el objeto de enturbiar las ya de
por sí complicadas relaciones entre judíos y palestinos, tal y como ha ocurrido
en Silwan y Sheij Yarrar. Todos aquellos que hayan tenido la oportunidad de
pasear por la Ciudad Vieja de Jerusalén en los últimos años habrán advertido la
proliferación de banderas israelíes en los barrios cristiano, musulmán y
armenio. A esta mezcla explosiva han de añadirse las reivindicaciones de los grupos
ultraortodoxos que pretenden construir el Tercer Templo sobre la mezquita
del Aqsa con la intención de propiciar la llegada del nuevo mesías.
El hostigamiento a la población palestina no acaba ahí: la
lista de agravios es extensa. A pesar de que los palestinos representan el 36
por 100 de la población y que pagan escrupulosamente sus impuestos, la municipalidad
apenas dedica a Jerusalén Este un 10.7 por 100 de su presupuesto, lo que se ha traducido
en el abandono de los barrios árabes. Como es de imaginar, esta discriminación también
repercute negativamente en la educación o la sanidad. De hecho sólo el 41 por
100 de los niños palestinos tienen plaza en las escuelas municipales y sólo el
64 por 100 de las viviendas tienen acceso a la red de agua potable. Además, el
ayuntamiento persigue con celo infatigable lo que denomina construcciones
ilegales: todas aquellas a las que niega el permiso de edificación. Tan sólo en
la década pasada, el Ayuntamiento de Jerusalén ordenó la demolición de 7.392
viviendas palestinas.
Los palestinos de Jerusalén, ya sean cristianos o
musulmanes, se encuentran, por lo tanto, en una situación completamente desesperada.
Es en este contexto en el que se inscribe este repunte de la violencia que
presenta no pocas diferencias con las anteriores intifadas, entre otras el
carácter improvisado y desorganizado de los ataques, puesto que no existe nada
parecido a un liderazgo político jerusalemita ya que las organizaciones
palestinas que operaban en Jerusalén han sido combatidas y descabezadas por las
fuerzas ocupantes. Tratar de explicar la actual escalada de tensión sin aludir
a este contexto es una misión del todo imposible. Parafraseando a Bill Clinton
en la campaña electoral en la que derrotó a George Bush padre podríamos concluir
señalando: «Es la ocupación, estúpidos».
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