Por Diego Rodríguez Molina
Nuevas luces del joven deportado
A 145 años de la llegada de José Martí a Isla de Pinos, hoy Isla de la Juventud, y uno de los pocos lugares de Cuba donde viviera el revolucionario que con el tiempo sería el más universal de los cubanos.
Para los cubanos octubre está cargado de
recordaciones, pero la del 13 de octubre es especial por el aniversario
145 de la llegada del joven José Martí a la entonces Isla de Pinos,
donde permaneció hasta ese 18 de diciembre, camino a su destierro
definitivo a España.
Más allá de las celebraciones locales como
las marchas hasta el Monumento Nacional de El Abra, la velada por la
fecha y otras actividades, se impone rememorar qué significó aquella
estancia del patriota con apenas 17 años de edad y recién salido de la
cárcel habanera y los trabajos forzados en las canteras de San Lázaro.
Tras su arribo ese día de 1870 y
presentarse en el Cuartel de Caballería para registrarse como deportado
político, los primeros días fueron de obligado reposo en la finca El
Abra, a escasos kilómetros de Nueva Gerona, y donde convivió con la
familia del catalán José María Sardá, su esposa –la morena cubana
Trinidad Valdés-- e hijos, todos establecidos dos años antes.
Además de recuperar su quebrantada salud
desde la cárcel y curar los ojos dañados por la cal y el resplandor del
sol sobre las piedras que cortaba y cargaba durante 16 horas en La
Habana, en El Abra meditó y seguramente bocetó su primer gran texto: El
Presidio Político en Cuba, que publicara a poco de llegar a España en
1971.
Contrariamente al joven apacible y pasivo
que presentaron algunos autores sobre la estancia de Martí en la Isla de
Pinos, nuevas referencias descubren un muchacho distinto, reflexivo
pero inquieto.
INQUIETO MUCHACHO
Estuvo tan lleno de sueños y deseos de
hacer que en ocasiones sobrepasaba las limitaciones de su salud y las
restricciones del tránsito al destierro definitivo a España, por la que
conmutarían la pena las autoridades colonialistas ante exigencias de su
familia.
Nuevas luces ofrece Cora Bellido de Luna,
hija de uno de los deportados: José Bellido de Luna, cuyo hogar pinero
visitara Martí. Ella tenía nueve años y ya anciana narró en 1953, que en
casa recibían escondidos periódicos revolucionarios, que leía Martí.
Luego de aclarar el permiso especial que
debía concederle Sardá, al que da la jerarquía de coronel, para que el
muchacho visitara a la familia, enfatiza Cora: “Mi papá le tomó cariño… y
lo hacía venir… a nuestra casa para que se entretuviera entre cubanos…
Venían muchos…, y se les hacía más llevadero el destierro…
“Leíamos periódicos –precisa en respuesta
al periodista sobre lo que allí hacían--. Todas las semanas mi papá
recibía periódicos de La Habana: El Diario de la Marina, El Diario de
Cuba y el Moro Muza…. Pero sus amigos mandaban, escondido entre los
periódicos españoles, otros periódicos de los revolucionarios. Hojas
impresas, proclamas. ... Entonces unos cuantos se ponían en el portal,
…mientras José Martí, que era el que mejor leía, se ponía en el último
cuarto de la casa para leer en voz alta…
“… Cuando ya lo había leído todo, los de
atrás se cambiaban con los del portal y Martí volvía a leerlo todo, para
los demás… ¡Había días que tenía que leer seis tandas!...
Por Rosa María Andreu Fonseca, nieta de la
confinada y con quien conversé en su casa de Santiago de Las Vegas, supe
de la entrevista hecha por el periodista J. R. González-Regueral en
ocasión del centenario del natalicio de Martí y publicara el periódico
Ataja, en que Cora relata sus impresiones de aquel 13 de octubre:
“– Él iba el primero… Parece que lo estoy
viendo… ¡Tan muchacho, tan niño, entre aquellos hombres!... Con su
pantaloncito de dril blanco y un saquito negro… alpaca… Llevaba
sombrerito de pajilla y la cabeza así… como pensando…”.
Fotocopia de una foto de Cora Bellido de Luna en 1953 con los aretes regalados por Martí |
LOS ARETES DE CAREY
“Después nos cuenta –relata el periodista— cómo su padre, impresionado…, se dirigió a él:
“¿Qué edad tienes, muchacho?...”.
“Diecisiete años”
“¿Y por qué estás aquí?”
“Vengo deportado por querer la libertad de mi Cuba”.
“¿Cómo te llamas?...
“José Martí, señor.”
Con sencillez que recuerdan a los versos
del Apóstol, me pide que prefiere que no le tomen fotografías, pero se
desvive por mostrarme las que conserva de la familia, junto a los
recortes de amarillentos periódicos que dan fe de patriótica herencia.
“Ella –rememora Rosa María sobre la abuela–
siempre hablaba con gran orgullo de Martí, a quien dijo que volvió a
ver en Cayo Hueso, Estados Unidos, a donde fue la familia como
emigrados, coincidiendo con los preparativos de la guerra de 1895, para
la que aportaron recursos y esfuerzos, y se admiraba de ver a aquel
muchacho hecho ya un gran guía por la independencia, que unía con fuerza
de imán y sobrecogía a todos con sus argumentos y verbo a favor de la
Patria, de Latinoamérica, y contra la injusticia…”.
Entre sus anécdotas evoca la visita de Cora
“a la finca El Abra en 1948, donde se quedó maravillada del museo hecho
allí por Elías Sardá, hijo del generoso catalán”, con apoyo de los
pineros, y el par de aretes de carey pulidos por Martí, que él le
regalara.
“En su lecho de muerte mi abuela me dijo
que esos aretes no los vendiera,,,,, que conservaran la pureza de quien
los obsequió y que los pusiera en las manos más seguras…”: el Museo de
la Casa Natal de Martí, a donde los donó la nieta, ya con más de 70
años, pero en plena juventud el patriótico orgullo de su familia.
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