Tomado de CubaDebate
Por Atilio Borón
Una de las lecciones que los halcones
norteamericanos aprendieron luego de la derrota sufrida en Vietnam es que el
control del frente interno -es decir, la orientación de la opinión pública en
la retaguardia- puede llegar a ser tan determinante como la fuerza del aparato
militar que se despliegue en el teatro bélico. De ahí que desde entonces la
industria cultural estadounidense se haya dedicado -salvo honrosas y marginales
excepciones- a “re-educar” a la población para que conciba a las guerras de
rapiña que conduce el imperio como heroicas cruzadas destinadas a perseguir a
monstruosos terroristas, instituir el primado de los valores fundamentales de
la así llamada “civilización” occidental (democracia, derechos humanos,
justicia y, por supuesto, libertad de mercado) y garantizar la seguridad
nacional norteamericana ante tan execrables enemigos. Uno de los componentes de
ese verdadero desarme moral –el reverso dialéctico del rearme militar- ha sido
el adormecimiento de la conciencia pública. Esto se expresa, por ejemplo, en la
intensa propaganda encaminada a naturalizar la tortura, presentada como el
único recurso eficaz a la hora de preservar la vida y la propiedad de
centenares de miles de honestos norteamericanos de los criminales designios de
los terroristas. Son innumerables las series de televisión, películas, programas
radiales y medios gráficos que se encargan de inocular, con perversa
meticulosidad, este veneno en la población estadounidense. Desgraciadamente, la
cada vez más conservatizada academia norteamericana no se queda atrás en tan
indignos propósitos.
Claro está que este masivo y
persistente lavado de cerebros no se limita tan solo a legitimar la tortura. Su
ambición es mucho mayor: se trata de “formatear” la conciencia pública a los
efectos de otorgar credibilidad al relato épico según el cual Dios le ha confiado
a la nación norteamericana la realización de un virtuoso “Destino Manifiesto”
de alcance universal. Ante él, cualquier disenso orilla peligrosamente en la
traición o la apostasía. La conquista de ese mundo feliz no es una empresa
fácil: exige sacrificios y la aceptación de dolorosas realidades, como la
tortura y los “daños colaterales” inevitables en toda guerra. Pero
recientemente el énfasis de la campaña propagandística se ha venido
concentrando sobre la eticidad y legalidad de los asesinatos selectivos
perpetrados contra los enemigos del sistema, cuyos nombres constan en una
tétrica nómina aprobada por la Casa Blanca. Instrumento fundamental de este
plan criminal son los aviones no tripulados: los drones.
La eficacia de ese proceso de
insensibilización moral ha sido notable. Tal como lo observa Nick Turse, uno de
los más reconocidos especialistas en cuestiones militares de los Estados
Unidos, este es el único país en el cual una mayoría de la población (56 %)
está abiertamente a favor de enviar drones a cualquier lugar del planeta con
tal de capturar o aniquilar terroristas. Una de las últimas encuestas
levantadas por la Pew Research en Marzo de este año señala que 68 por ciento de
los votantes o simpatizantes republicanos está de acuerdo con esa práctica
criminal, mientras que comparten este punto de vista el 58 por ciento de los
demócratas y el 50 por ciento de los independientes. En ningún otro país del
mundo se registran sentimientos de este tipo. La medición internacional
relevada por Pew Research demuestra que en Francia el 63 por ciento reprueba la
utilización de drones; 59 por ciento en Alemania y, ya fuera de Europa, el 73
por ciento en México; 81 por en Turquía, 89 por ciento en Egipto al paso que en
Pakistán, donde la actividad criminal de los drones es cosa de todos los días,
un previsible 97 por ciento de los encuestados condena el empleo de ese mortal
instrumento. No obstante, pese a esta generalizada repulsa fuera de Estados
Unidos las operaciones terroristas a cargo de aviones no tripulados crecieron
exponencialmente durante el mandato del inverosímil Premio Nobel de la Paz
Barack Obama. Esta opción presidencial es tan fuerte que en la actualidad la
Fuerza Aérea de Estados Unidos está entrenando un número mucho mayor de pilotos
de drones que de los convencionales, los que tripulan bombarderos y aviones
caza. Todo un signo de la virulencia de la actual de la contraofensiva
imperialista, que desmiente en los hechos, y con las pilas de víctimas que
crecen sin cesar, los discursos humanistas de Obama y la moralina de sus
aparatos nacionales e internacionales de manipulación de conciencias. Los
medios del sistema presentan al presidente como un hombre de bien cuando, como
lo afirma el brechtianamente imprescindible Noam Chomsky, se trata de otro asesino
serial más de los varios que han ocupado la Casa Blanca en las últimas décadas.
Un solo dato es suficiente para inculparlo: según un informe del Bureau of
Investigative Journalism por cada “terrorista” eliminado mediante ataques de
drones (dejando de lado un análisis de lo que el gobierno estadounidense
entiende por “terrorista”) mueren 49 civiles inocentes. Nada de esto es
ventilado por la prensa hegemónica dentro de Estados Unidos y sus secuaces de
ultramar.
La inesperada decisión del gobierno
colombiano de ingresar a la OTAN, o al menos de sellar varios acuerdos de
cooperación con esa organización terrorista internacional, sólo puede
entenderse al interior de los cambios operados en la doctrina y la estrategia
militar de los Estados Unidos. Turse señala que las operaciones militares que
ese país está llevando a cabo en estos momentos en Oriente Medio, Asia, África
y América Latina tienen seis componentes distintivos, los cuales fueron
diseñados para disimular o al menos encubrir la magnitud del esfuerzo bélico en
que incurre Washington y, de paso, deslindar sus responsabilidades por la
comisión de innumerables crímenes de guerra que podrían llevar a sus
responsables ante la Corte Penal Internacional. Estos seis elementos son los
siguientes: (a) robustecimiento de las fuerzas de operaciones especiales, como
los Seals, que fueron quienes dieron muerte a alguien que, dicen, era Osama bin
Laden; (b) la ya mencionada expansión de las operaciones de los drones, para
realizar asesinatos selectivos de “terroristas” o personajes molestos para
Estados Unidos; (c) intensificación del espionaje, algo que ha saltado
escandalosamente a la luz pública en los últimos días; (d) elección y promoción
de “socios civiles” que favorezcan los proyectos imperiales, lo que se realiza
bajo el disfraz del “empoderamiento” de la sociedad civil –ONGs, la NED y la
USAID canalizando millones de dólares para financiar a grupos para que se
opongan a Evo Morales, Rafael Correa y Nicolás Maduro- y entrenamiento de
líderes sociales y políticos, como Henrique Capriles, por ejemplo; (e)
ciberguerras y, finalmente, (f) reclutamiento de fuerzas de combate en proxies,
es decir, países cuyos gobiernos ejecutan las iniciativas que la Casa Blanca no
quiere asumir abierta y públicamente.
De estas seis facetas de las guerras
de última generación la que ha pasado más desapercibida ha sido la última: el
entrenamiento y empleo de fuerzas militares de los proxies, movilizados para
atacar targets enemigos de los Estados Unidos pero que Washington no estima
conveniente u oportuno hacerlo de modo directo, involucrando sus propias
fuerzas. Si los primeros cinco componentes gozaron de mucha visibilidad, no
ocurrió lo mismo con el último, cuya idea directriz es descargar cada vez más
el “trabajo sucio” del sostenimiento militar del imperio en los proxies
regionales. De este modo se preserva a la Casa Blanca de las condenas y
críticas que suscitaría una intervención militar directa en las “zonas
calientes” del sistema internacional a la vez que logra que los muertos los
pongan sus aliados, lo que reduce los costos domésticos –por ejemplo, ante la
opinión pública norteamericana- de las aventuras militares del imperio. Por
ejemplo, en Siria, apelando a los mercenarios enviados por las teocracias del
golfo para cumplir las tareas que tendrían que hacer las tropas imperiales. No
es demasiado difícil imaginar cual es el plan de operaciones que Washington
tiene preparado para América Latina y el Caribe, y cuál será el papel que en la
ejecución del mismo se le asigne a un país, Colombia, cuyo gobierno redobla sin
pausa su apuesta por la carta militar –ahora con la colaboración no sólo del
Pentágono sino también de la OTAN- y cuya clase dirigente tiene como una de sus
supremas aspiraciones convertir a su país en “la Israel de América Latina.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario