Por Tom Engelhardt (•)
En términos de proyección de poder puro nunca ha habido nada
parecido. Sus militares han dividido el mundo –todo el planeta– en seis
“comandos”.
Su armada, con 11 grupos de batalla de portaaviones, es la reina
de los mares y lo ha sido sin que nadie le haya disputado el puesto durante
casi siete décadas. Su Fuerza Aérea reina en los cielos del globo, y a pesar de
haber estado casi siempre en acción durante años, no ha se ha enfrentado a un
avión enemigo desde 1991 ni ha recibido un desafío serio desde principios de
los años setenta. Su flota de drones [aviones teledirigidos sin tripulación] ha
demostrado que es capaz de atacar y asesinar a presuntos enemigos en las
lejanías del planeta, de Afganistán y Pakistán a Yemen y Somalia, con poco
respeto por las fronteras nacionales y ninguno por la posibilidad de ser derribado.
Financia y entrena ejércitos que actúan por encargo en varios continentes y
tiene complejas relaciones de ayuda y entrenamiento con militares en todo el
planeta. En cientos de bases, algunas pequeñísimas y otras del tamaño de
ciudades estadounidenses, sus soldados están establecidos en todo el globo, de
Italia a Australia, de Honduras a Afganistán, y en las islas, de Okinawa en el
Océano Pacífico a Diego García en el Océano Índico. Sus fabricantes de armas
son los más avanzados en la Tierra y dominan el mercado global de armas. Su
armamento nuclear en silos, en bombarderos y en su flota de submarinos sería
capaz de destruir varios planetas del tamaño de la Tierra. Su sistema de
satélites espías no tiene igual y no es desafiado. Sus servicios de inteligencia
pueden intervenir los llamados telefónicos o leer los correos electrónicos de
casi todos en el mundo, desde altos dirigentes extranjeros a oscuros
insurgentes. La CIA y sus fuerzas paramilitares en expansión son capaces de
secuestrar a las personas que les interesan prácticamente en cualquier sitio,
de la Macedonia rural a las calles de Roma y Trípoli. Para sus numerosos
prisioneros ha establecido (y desmantelado) prisiones secretas en todo el
planeta y en sus naves. Gasta más en sus fuerzas armadas que los siguientes 13
Estados más poderosos juntos. Si se agregan los gastos para su Estado total de
seguridad nacional, es superior a cualquier posible grupo de naciones.
En términos de poder militar avanzado e indisputable, no ha
habido nada como las fuerzas armadas de EE.UU. desde que los mongoles barrieron
a través de Eurasia. No es sorprendente que los presidentes estadounidenses
utilicen regularmente frases como “la mejor fuerza de combate que el mundo ha
conocido” para describirlas. Por la lógica de la situación, el planeta debiera
ser pan comido. Naciones más pequeñas, con fuerzas mucho más pequeñas han
controlado, en el pasado, vastos territorios. Y a pesar de mucha discusión de
la decadencia de EE.UU. y de la disminución de su poder en un mundo “multipolar”,
su capacidad de pulverizar y destruir, matar y mutilar, hacer volar y aplastar
no ha hecho más que aumentar en este nuevo siglo.
Ningunas fuerzas armadas de otra nación le llegan a los talones.
Ningunas tienen más que un puñado de bases en el exterior. Ningunas tienen más
de dos grupos de batalla de portaaviones. Ningún enemigo potencial tiene una
flota semejante de aviones robóticos. Ninguno tiene más de 60.000 miembros en
sus fuerzas de operaciones especiales. País tras país, no hay competencia discutible.
El ejército ruso (ex “Rojo”) es una sombra de lo que fue. Los europeos no se
han rearmado significativamente. Las fuerzas de “autodefensa” de Japón son
poderosas y crecen lentamente, pero bajo el “paraguas” nuclear estadounidense.
Aunque China, regularmente identificada como el próximo Estado imperial
ascendente, está involucrada en un fortalecimiento militar del que se hace
mucho alboroto, con un portaaviones (reciclado de los días de la Unión
Soviética), sigue siendo solo una potencia regional.
A pesar de esa deslumbrante ecuación de poder global, durante
más de una década se nos ha dado una lección sobre lo que unas fuerzas armadas,
por aplastantes que sean, pueden y (en su mayoría) no pueden hacer en el Siglo
XXI, y en lo que unas fuerzas armadas, no importa cuán sorprendentemente
avanzadas, pueden y (en su mayoría) no pueden traducir en la actual versión del
planeta Tierra.
Una máquina de desestabilización
Comencemos por lo que EE.UU. puede hacer. Al respecto, el
historial reciente es claro: puede destruir y desestabilizar. De hecho, cada
vez que el poder militar de EE.UU. ha sido aplicado en los últimos años, cuando
ha habido algún tipo de efecto duradero, ha sido desestabilizar regiones
enteras.
En 2004, casi un año y medio después de que las tropas
estadounidenses entraran a un Bagdad saqueado y en llamas, AmrMussa, jefe de la
Liga Árabe, comentó animosamente, “las puertas del infierno se han abierto en
Irak”. Aunque para el gobierno de Bush, la situación en ese país ya se estaba
desarrollando, en la medida en que alguien prestara atención a la descripción
de Mussa, esta parecía exagerada, incluso ultrajante, al ser aplicada a Irak
ocupado por EE.UU. Hoy, con el último cálculo científico de muertes iraquíes
causadas por la invasión y la guerra ascendiente a 461.000, más los que siguen
muriendo allí, y con Siria en llamas, parece una especie de eufemismo.
Ahora es evidente que George W. Bush y sus principales
funcionarios, fervientes fundamentalistas en lo que se refiere al poder de las
fuerzas armadas de EE.UU. de alterar, controlar, y dominar el Gran Medio
Oriente (y posiblemente el planeta) lanzaron una transformación radical de la
región. Su invasión de Irak abrió un agujero en el corazón de Medio Oriente,
provocando una guerra civil suní-chií que ahora se ha propagado
catastróficamente a Siria, y ha costado más de 100.000 vidas en ese país.
Ayudaron a convertir la región en un agitado mar de refugiados, a otorgar vida
y significado a un Al Qaida en Irak previamente inexistente (y ahora a una
versión siria del mismo), y dejaron al país a la deriva en un mar de bombas al
borde de la ruta y de atacantes suicidas, y amenazado, como otros países de la
región, por la posibilidad de dividirse.
Y eso es solo una breve reseña. No importa si se habla de
desestabilización en Afganistán, donde las tropas de EE.UU. han estado en el
terreno durante casi 12 años y suma y sigue; Pakistán, donde una campaña aérea
de drones dirigida por la CIA en sus áreas tribales fronterizas ha tenido lugar
durante años mientras el país se hacía cada vez más convulso y más violento.
Yemen (lo mismo), mientras un grupo llamado al Qaida en la Península Arábiga
crece cada vez más; o Somalia, donde Washington apoyó repetidamente a ejércitos
por encargo que había entrenado y financiado, y apoyado incursiones extranjeras
mientras un país ya desestabilizado se despedazaba y la influencia de
al-Shabab, un grupo insurgente cada vez más radical y violento, comenzó a
filtrarse a través de fronteras regionales. Los resultados han sido los mismos:
desestabilización.
Consideremos Libia donde, ya no enamorado de intervenciones con
tropas en el terreno, el presidente Obama envió su Fuerza Aérea y los drones en
2011 en una intervención sin derramamiento de sangre (a menos, por supuesto,
que se estuviera en el terreno) que ayudó a derrocar a Muamar Gadafi, el
autócrata local y su régimen de policía secreta y prisiones, y lanzó una
vigorosa joven democracia… ¡oh!, esperad un momento, no exactamente. De hecho,
el resultado que, increíblemente, fue una sorpresa para Washington, fue un país
cada vez más dañado con un gobierno central desesperadamente débil, un
territorio controlado por una variedad de milicias –algunas islámicas, de
tendencias extremistas– una insurgencia y guerra a través de la frontera en el
vecino Malí (gracias a la llegada de armas saqueadas de los vastos arsenales de
Gadafi), un embajador estadounidense muerto, un país casi incapaz de exportar
su petróleo, etc.
Libia estaba, de hecho, tan totalmente desestabilizada, tan
carente de autoridad central, que Washington sintió recientemente que podía
despachar fuerzas de Operaciones Especiales de EE.UU. a las calles de su
capital a plena luz del día en una operación para capturar a un presunto
terrorista buscado hace tiempo, un acto que tuvo tanto “éxito” como el
derrocamiento del régimen de Gadafi y, de la misma manera, desestabilizó aún
más a un gobierno que todavía era, teóricamente, respaldado por Washington.
(Casi inmediatamente después, el propio primer ministro fue brevemente secuestrado
por una unidad de milicia como parte de lo que podría haber sido un intento de
golpe.)
Milagros del mundo moderno
Si el abrumador poder militar a disposición de Washington puede
desestabilizar regiones enteras del planeta, ¿qué, entonces, no puede hacer un
poder militar semejante? Al respecto, el historial no es menos claro e
igualmente decisivo. Como ha indicado cada acción militar significativa de
EE.UU. en este nuevo siglo, la aplicación de fuerza militar, no importa en qué
forma, ha resultado ser incapaz de lograr incluso los objetivos más mínimos de
Washington en ese momento.
Considerémoslo uno de los milagros del mundo moderno: acumula
tecnología militar, derrama dinero en tus fuerzas armadas, sobrepasa al resto
del mundo, y nada de esto es más que una fantasía cuando se trata de lograr que
el mundo actúe como deseas. Sí, en Irak, para tomar un ejemplo, el régimen de
Sadam Hussein fue rápidamente “decapitado” gracias a una demostración
abrumadora de poder y fuerza por los invasores estadounidenses. Su burocracia
estatal fue desmantelada, su ejército despedido, una autoridad ocupante fue
establecida respaldada por tropas extranjeras, rápidamente refugiada en
inmensas bases militares multimillonarias con la intención de ser guarnecidas
de tropas durante generaciones, y se instaló un gobierno local adecuadamente
“amistoso”.
Y entonces los sueños del gobierno de Bush terminaron en los
escombros creados por un conjunto de insurgencias de minorías mal armadas,
terrorismo, y una brutal guerra civil étnica/religiosa. Al final, casi nueve
años después de la invasión y a pesar del hecho de que el gobierno de Obama y
el Pentágono querían mantener tropas de EE.UU. estacionadas en el país en
cierta capacidad, un gobierno central relativamente débil se negó, y se fueron;
los últimos representantes de la mayor potencia del planeta que se escabulleron
en el silencio de la noche. Abandonadas entre las ruinas de zigurat históricos
quedaron los “pueblos fantasma” y bases estadounidenses despojadas o saqueadas
que debían ser nuestros monumentos en Irak.
Actualmente, en circunstancias aún más extraordinarias, parece
que un proceso similar se está desarrollando en Afganistán, otro espectáculo de
nuestros días que debería sorprendernos. Después de casi 12 años en el país, al
descubrir su incapacidad de reprimir una insurgencia minoritaria, Washington
está retirando lentamente sus tropas de combate, pero tal vez quiere mantener
en las bases gigantescas que hemos construido a unos 10.000 “entrenadores” para
los militares afganos y algunas fuerzas de Operaciones Especiales para
continuar la caza de al Qaida y otros tipos terroristas.
Para la única superpotencia del planeta, esto, de todas las
cosas, debería ser una clavada. El gobierno iraquí por lo menos tenía una
cierta fuerza propia (y la riqueza petrolera del país para respaldarla). Si hay
un gobierno en la tierra que merezca el término “títere”, debería ser el
gobierno afgano del presidente Hamid Karzai. Después de todo, por lo menos un
80% (y posiblemente 90%) de los gastos de ese gobierno son cubiertos por EE.UU.
y sus aliados, y sus fuerzas de seguridad son consideradas incapaces de
continuar la lucha contra los talibanes y otros grupos insurgentes sin el apoyo
y la ayuda de EE.UU. Si Washington se retirara totalmente (incluyendo su apoyo
financiero), cuesta imaginar que algún sucesor del gobierno de Karzai pueda
durar mucho tiempo.
¿Cómo, entonces, se puede explicar el hecho de que Karzai se
haya negado a firmar un futuro pacto de seguridad bilateral que se está
preparando? En su lugar, recientemente denunció acciones de EE.UU. en
Afganistán; como ha hecho repetidamente en el pasado, afirmó que simplemente no
firmará el acuerdo, y comenzó a negociar con funcionarios estadounidenses como
si fuera el líder de la otra superpotencia del planeta.
Washington, frustrado, tuvo que enviar al secretario de Estado
John Kerry a una repentina misión a Kabul para unas negociaciones de alto
nivel, cara a cara. El resultado, después de lo que se dice fue un maratón de
conversaciones y reuniones de 24 horas, fue saludado como un éxito: problema(s)
solucionados. ¡Upa!, todos menos uno. Resultó que era el mismo que hizo
tambalear la continuación de la presencia militar de EE.UU. en Irak, la demanda
de Washington de inmunidad legal ante la ley local para sus soldados.
Finalmente, Kerry se fue sin un acuerdo seguro.
Buscando un sentido para la guerra en el siglo XXI
Ya sea que los militares de EE.UU. duren o no unos años más en
Afganistán, la pura realidad es la siguiente: el presidente de uno de los
países más pobres y débiles del planeta, él mismo relativamente impotente,
dicta esencialmente condiciones a Washington, ¿y quién dirá si a fin de
cuentas, como en Irak, las tropas de EE.UU. no serán también obligadas a irse?
Una vez más, la fuerza militar no se ha impuesto. Sin embargo,
el poder militar, el armamento avanzado, la fuerza, y la destrucción como
instrumentos de la política, como medios para crear un mundo según su propia
imagen o a su propio gusto, han funcionado bastante bien en el pasado.
Preguntad a los mongoles, o a las potencias imperiales europeas desde España en
el siglo XVI a Gran Bretaña en el siglo XIX, que se apoderaron de sus imperios
por la fuerza y los mantuvieron exitosamente durante largos períodos.
¿En qué planeta nos encontramos ahora? ¿Por qué sucede que esta
potencia militar, la más poderosa imaginable, no puede derrotar, pacificar, o
simplemente destruir a potencias débiles, a movimientos de insurgencia menos
que impresionantes, o a los grupos harapientos de pueblos (a menudo tribales)
que calificamos de “terroristas”? ¿Por qué sucede que semejante potencia
militar ya no es transformadora o incluso razonablemente efectiva? ¿Será, para
usar una analogía, como los antibióticos? ¿Si se utilizan demasiado tiempo en
demasiadas situaciones, se genera una especie de inmunidad?
Seamos claros: fuerzas armadas semejantes siguen siendo un
poderoso instrumento potencial de destrucción, muerte y desestabilización. Muy
posiblemente –no es algo que hayamos visto en cierta medida en estos años–
también podría ser un poderoso instrumento de una auténtica defensa. Pero si la
historia reciente nos ha de servir de guía, lo que claramente no puede ser en
el siglo XXI es un instrumento de determinación de políticas, un medio de
alterar el mundo para que se ajuste a un proyecto desarrollado en Washington.
El propio planeta y la gente que se encuentra en casi todas partes en él
parecen oponer cada vez más resistencia y encontrar maneras de desechar a los
militares como instrumento de Estado efectivo para una superpotencia.
Los planes y tácticas militares de Washington desde el 11-S han
representado un espectacular accidente ferroviario. Cuando se mira hacia atrás,
la doctrina de contrainsurgencia, resucitada de las cenizas de la derrota de
EE.UU. en Vietnam, vuelve una vez más al montón de chatarra de la historia.
¿Quién llega a recordar alguna vez en la actualidad su frase organizadora
crucial –“despejar, retener, y construir”– que ahora parece el remate de algún
chiste maligno? “Oleadas”, aclamadas un día como una brillante estrategia
militar, ya han desaparecido en la bruma. “Construcción de la nación”, otrora
un término adecuado para los profesionales en Washington, ha caído en
desgracia. “Soldados en el terreno”, de los cuales EE.UU. tenía enormes
cantidades y sigue teniendo 51.000 en Afganistán, ya no están de moda. El
público estadounidense está, todos están de acuerdo, “fatigado” de la guerra.
¿Habrá grandes ejércitos estadounidenses que lleguen a combatir en algún sitio
en el continente eurasiático en el futuro previsible? No cuentes con ello.
¿Y las lecciones aprendidas del colapso de la política bélica?
No cuentes con ellas, tampoco. Es bastante obvio que Washington todavía no
puede absorber totalmente lo que ha sucedido. Su fe en la guerra permanece
notablemente intacta en un siglo en el cual el poder militar se ha convertido
en el equivalente político estadounidense de una religión de Estado. Nuestros
dirigentes todavía están intoxicados con las guerras de contraterrorismo del
futuro, incluso mientras se ahogan en sus esfuerzos militares del presente. Su
afán sigue siendo hacer ajustes y volver a imaginar qué sería una solución
militar aplicable.
Ahora el mensaje es: Pasad por alto esos soldados en masa –de
hecho, reducid su cantidad en la edad del secuestro– y entusiasmados por el
paquete de contraterrorismo. No más derramamiento de sangre (estadounidense).
Liquidad a “los malos”, a uno o a varios cada vez, usando el ejército privado
del presidente, las fuerzas de Operaciones Especiales, o su fuerza aérea
privada, los drones de la CIA. Construid nuevas bases de tamaño limitado en
todo el globo. Llevad esos grupos de batalla de portaaviones frente a la costa
de cualquier país que queráis intimidar.
Es obvio que estamos entrando en un nuevo período en términos
del modo estadounidense de hacer la guerra. Llamadlo la era de pequeñas
guerras, o micro-conflictos, especialmente en las áreas tribales pobres del
planeta.
Por lo tanto algo ciertamente está cambiando en reacción al
fracaso militar, pero lo que no cambia es la preferencia de Washington por la
guerra como opción predilecta, a menudo la opción preferida. Lo que no cambia
es la idea de que si se puede reajustar la estrategia y la táctica
correctamente, la fuerza funcionará. (Recientemente, Washington solo fue
salvado de caer en otro desastre militar predecible en Siria por un comentario
a la ligera del secretario de Estado John Kerry y la intervención oportuna del
presidente ruso Vladimir Putin).
Lo que no comprenden nuestros dirigentes es el hecho práctico
más básico del momento: la guerra simplemente no funciona, ni grande, ni micro,
no para Washington. Una superpotencia en guerra en lugares distantes de este
planeta ya no es una superpotencia ascendente sino una superpotencia con
problemas.
Las fuerzas armadas de EE.UU. podrán ser una máquina de
desestabilización. Podrán ser una máquina contraproducente. Ciertamente no son
una máquina de elaboración o ejecución de políticas.
(•) Cofundador del American Empire Project y autor de “ TheEnd
of VictoryCulture ”, una historia sobre la Guerra Fría y otros aspectos, así
como de la una novela: “TheLastDays of Publishing” y de “The American Way of
War: HowBush’sWarsBecameObama’s” (HaymarketBooks). Su últimolibro, escritojunto con Nick Tursees: “
Terminator Planet: The First History of Drone Warfare, 2001-2050 ” .
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