Por Pedro de la Hoz
Como antes lo hicieron tantos otros trovadores —atrás en el tiempo la
Longina de Corona, y más acá la María del Carmen de Noel—, Santiago Feliú
logró que muchos pusieran rostro y quisieran conocer y enamorar a la
mujer cantada. Ella se llamaba Bárbara y posiblemente en su corazón se
cruzaran los caminos de Shangó. Eran los años 80 y todos parecíamos
felices. El Concurso Adolfo Guzmán dejaba por un momento sus redobles
festivaleros y Silvio, por única vez en su vida, apareció en el
proscenio del teatro Karl Marx para defender la canción de Santiago, que
no ganó el primer lugar pero ganó un espacio permanente en el
imaginario de más de una generación.
Irrumpía entonces una nueva hornada trovadoresca en nuestro país, de
la cual han prolongado su obra en el tiempo, y de qué manera, Gerardo Alfonso, Carlos Varela y Frank Delgado, por suerte todos diversos y con anclaje personal.
Pero ya desde esos mismos años nos dimos cuenta de que Santiago no
era solamente un alma lírica, como cabría suponer por el vuelo de “Para
Bárbara”. A la ternura siguió la rabia: canciones duras, de acordes
violentos y metáforas descarnadas. Como quizá ningún otro, Santiago casó
la juglaresca insular con el rock, al modo en que por esa misma época
lo hacían en Argentina Juan Carlos Baglietto, León Gieco,
Luis Alberto Spinetta y Charly García. Tal vez por ello se identificó
con los músicos del país austral y tuvo tan buena acogida en aquellos
lados.
Lo singular de su trayectoria está en que no se dejó arrastrar por la
mímesis ni por el acomodamiento. Cada nueva canción fue un desafío a sí
mismo. Siempre tendré entre los temas más tremendos de la canción
cubana “Vida”, por su emoción desgarradora expresada en una melodía
escarpada y a la vez luminosa.
Pudiera comentar el cariz y alcance de varias de sus canciones
emblemáticas, pero no es el caso ahora, que escribo estas rápidas líneas
bajo el impacto de lo increíble: al despertar el miércoles 12 de
febrero de 2014 el flashazo de una emisora de radio cayó como un mazazo,
al anunciar la muerte de Santiago Feliú.
Vino entonces a mi memoria ese otro Santi con el que de vez en cuando
compartí: una interminable noche villaclareña de dominó en los predios
universitarios, donde acababa de ofrecer un concierto con una banda
formada entre otros por Miguelito Núñez, Dago González y Osmani Sánchez
(no es casualidad que fueran luego a integrar la banda de Pablo Milanés)
y el alma buena de Sandra Lora, al frente de la gira apuntando las
cifras de cada data; un encuentro en el Café del Cerro, de Santiago de
Chile, por los días en que Silvio conquistaba el Estadio Nacional de una
ciudad que celebraba el triunfo frágil de la democracia sobre una tenaz
dictadura cuyos personeros y sustentadores todavía se resisten a hacer
mutis y pagar sus deudas; y una tarde no muy lejana en la que me
convenció que la idea de revisitar viejos éxitos del pop que suele
privilegiar la radio podría ser un formidable pretexto para zarandear al
público habitual a los espacios nocturnos del Teatro Nacional.
Fui al rescate de la única entrevista formal que sostuvimos y hallé
palabras que valen por un arte poética: “No creo en fórmulas; cada
canción tiene vida propia y responde no solo a tu temperamento sino a la
idea que quieres transmitir. Lo difícil es apresar esa idea, que no se
te vaya por la tangente”.
Por ahí van los tiros del único consuelo que nos queda: en lo
adelante tendremos a Santi en la respiración de esa vida propia de sus
canciones.
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