Por Antonio Maestre
El Ayuntamiento de Barcelona anunció este jueves que paraliza las
obras de derribo de lo que queda de Can Vies y “mantiene su apuesta para
encontrar una solución acordada y satisfactoria para todas las partes”.
La asamblea de Can Vies, sin embargo, no tiene intención de negociar
con el ayuntamiento y este sábado ha convocado una “jornada de
reconstrucción” para rehabilitar el inmueble.
Can Vies llevaba 17 años ocupado por un colectivo que se dedicaba a
la promoción cultural. La ocupación de este inmueble, propiedad del
Ayuntamiento y por tanto de los barceloneses, nunca había provocado
ningún disturbio en la ciudad. Su taller literario nunca había causado
la quema de contenedores. Su ciclo de cine nunca había sido el detonante
de lanzamiento de piedras contra entidades financieras.
Los disturbios que durante cuatro días han dejado una imagen
desoladora de algunos barrios de la capital catalana se produjeron
después y con el motivo del desalojo de un centro social, que durante 17
años había funcionado sin incidentes y coexistido en paz con sus
vecinos dándoles una opción cultural que el Ayuntamiento había negado al
barrio.
El estallido de violencia social vino precedido de un ejercicio de
violencia estructural del Ayuntamiento de Barcelona, que con una actitud
caciquil y autoritaria pasó por encima de los intereses vecinales.
Xavier Trías, alcalde de Barcelona, menospreció e ignoró a los
ciudadanos a los que debe servir y actuó de una manera soberbia,
intransigente e irresponsable que provocó una reacción violenta al
negarse a los vecinos cualquier otro canal de expresión y negociación.
De la violencia que se ha producido en el barrio de Sants estos días
no sólo es responsable el que la ejerce, sino también el que en el
ejercicio de su cargo de gobierno ignora todos los elementos de riesgo y
actúa de forma imprudente. Valorar los peligros y las consecuencias de
una decisión política forma parte de la responsabilidad de un dirigente.
Cuando la Comunidad de Madrid quiso poner una pantalla en la Puerta
del Sol para que las aficiones del Real Madrid y el Atlético pudieran
ver la final de la Liga de Campeones estaba actuando de un modo
claramente negligente. Si las aficiones se hubieran juntado en un
espacio tan reducido y hubiera habido incidentes violentos entre las
aficiones, todos estaríamos de acuerdo en que los responsables habrían
sido los que tomaron la decisión de unir a las aficiones de dos equipos
rivales en torno a una plaza. La violencia no sólo se reprime, también
se deben evitar las condiciones para que esta surja.
Pero no solamente hay que valorar la responsabilidad política en la
sucesión de cuatro días de actos violentos y represión policial, sino
también la innegable eficacia de la protesta, incluyendo actitudes
violentas, a la hora de defender las posiciones sociales frente a los
abusos de poder y las formas autoritarias. Porque la percepción de la
violencia es un acto subjetivo.
Hay quien considera que desalojar por la fuerza un centro social,
ejerciendo la violencia, es un acto legítimo y legal, porque tiene el
respaldo de la ley, parte irrefutable del contrato social. Esta
percepción se basa en el monopolio de la violencia por parte del Estado.
Un elemento que no tiene en consideración la moralidad de la actuación,
es aceptable por el simple hecho del elemento que ejerce la violencia.
Es legal ergo es aceptable.
Esta apreciación de la violencia suele ir acompañada de la negación
absoluta del ejercicio de ésta por todo aquel que no pertenezca a los
cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Por lo tanto, quemar un
contenedor, un daño mínimo, es completamente condenable sin entrar a
valorar los motivos por los que ese acto se produce, no importa los
objetivos que persiga la protesta, es inaceptable por el autor que la
produce.
Sin embargo, la apreciación moral de la violencia no está sujeta a
las leyes. Algo moralmente aceptable puede ser ilegal, y a la inversa.
Desahuciar de forma violenta a una familia de un piso propiedad de una
entidad financiera rescatada para dejarlo vacío es completamente legal,
pero moralmente inaceptable. Hacer barricadas y quemar contenedores para
protestar por el derribo de un centro social que promocionaba la
cultura de un barrio es ilegal, pero moralmente aceptable. Al menos para
el escribiente.
La violencia es un camino peligroso, sólo a algunos psicópatas les
puede parecer la mejor forma de solucionar cualquier situación social.
Nadie quiere que la violencia sea el camino para mantener las conquistas
sociales y los espacios autogestionados que los ciudadanos se han
otorgado. Pero la violencia en las protestas sociales y en la larga
historia de la lucha obrera es reactiva.
Si no quieren violencia en las calles que no derriben Can Vies. Si no
quieren violencia en las cuencas mineras que no mermen los derechos ni
la seguridad de los mineros. Si no quieren violencia en los astilleros
que doten de carga de trabajo a las miles de familias que viven de
ellos. Si no quieren ciudadanos radicales, que les permitan vivir con
dignidad y los poderes públicos pasen a estar a su servicio.
Las protestas violentas en Sants han conseguido parar el derribo del
centro social. Otra victoria de las protestas violentas como ya ocurrió
en el barrio de Gamonal en Burgos. Una violencia que no se hubiera
producido si se hubiera mantenido el statu quo del centro cultural, si
se hubiera escuchado a los vecinos. La protesta violenta ha vuelto a ser
el único camino de expresión que han dejado a los ciudadanos, y mil
declaraciones de condena de la violencia con voz afectada no cambiarán
que cuando se presiona de forma sostenida a las clases populares, cuando
se les impide ejercer sus derechos y no se escucha sus reivindicaciones
pacíficas, acaba ejerciendo la violencia.
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