Por Enrique Ubieta Gómez.
Un concepto, al parecer sabio, va ganando adeptos entre colegas y
conocidos. Lo he escuchado en diferentes contextos, expuesto –pese a su
naturaleza negadora– en tono sentencioso: nadie tiene la verdad. Una
amiga, que citaba a otro amigo, lo dijo así: la verdad es un cristal que
se deshizo en mil pedazos, en cada persona hay una pequeña parte. La
sentencia trata de espantar los atrincheramientos dogmáticos y de
prevenir a quienes desprecian el diálogo, pero su reiteración pudiera
conducir a un equívoco fatal, desmovilizador. Diluir la verdad entre
todos –y aquí parecen caber todos, al margen de ideologías o
posiciones políticas– es decretar el fin de su búsqueda, el final del
viaje. Aunque no es absoluta, la verdad sí existe.
Prefiero decirlo de esta manera: todos tenemos nuestra perspectiva de la verdad, porque la observamos –nos relacionamos, somos parte de ella– desde ángulos diferentes, según nuestra pertenencia a una familia, a una clase social, a un género, a un grupo discriminado o enaltecido, a un país, a una región, a una época. Sin embargo, la Revolución, los revolucionarios, vemos (debemos ver) el mundo con los ojos de los oprimidos. El ángulo de los opresores no cuenta. Los consensos colectivos suelen aparecer en la historia como verdades, pero estos se construyen para liberar o para sojuzgar, la mayoría de las veces para lo segundo, y no de forma épica, sino en el goteo incesante, fríamente calculado, de los medios. Las ideas dominantes, hegemónicas, las coloca y reproduce el sistema dominador, es decir, el capitalismo, y nos hace creer que son nuestras. Si dejamos de debatir, de criticar, de combatir en términos ideológicos, si nos desmovilizamos, nos construirán consensos que parecerán verdades.
Hay que agradecer a Atilio A. Boron su breve nota de disconformidad ante las declaraciones de Leonardo Padura, porque nos obligó al debate. Boron es un intelectual revolucionario que tiene el derecho ganado y el deber de sentirse cubano. Puede que alguien se pregunte, con razón, ¿por qué ahora?, ¿qué es lo nuevo?, si desde hace años nuestro laureado escritor viene repitiendo más o menos lo mismo. Ese es el punto, nuestra irresponsable pereza –la poca costumbre o práctica– para encarar el debate. El gesto de Boron rompe el delgado tabique que ampara el silencio. Por eso resulta tan sorprendente que algunos enarbolen el derecho de Padura a la crítica (que nadie discute), condenen los silencios y simultáneamente, pretendan silenciar a los que no comparten los criterios de Padura. La crítica y el debate no pueden ser concebidos en una sola dirección. No vi por ninguna parte tropas de asalto a su integridad. Tanto Atilio como Guillermo Rodríguez Rivera son intelectuales que se convocan, cuando lo entienden, a sí mismos. Padura ha obtenido ya los premios literarios más importantes que otorga Cuba a sus consagrados. Todas sus novelas han sido publicadas en el país. Pero tenemos que acostumbrarnos a la sana idea de que lo que decimos en público se debate en público. No podemos “eximir al Estado de su responsabilidad histórica”, como afirma el escritor Juan Antonio García, y tampoco podemos eximirnos de la responsabilidad histórica que nos corresponde como individuos, como revolucionarios cubanos.
Necesitamos el debate permanente, no el que surge de coyunturas y se propaga como un incendio que todos desean sofocar con rapidez; por eso me detendré en algunas ideas que subyacen en los recientes intercambios de criterios. Se ha entronizado la peregrina idea de que todas las conductas del pasado (erróneas o no) fueron asumidas o ejecutadas desde el miedo o desde el fanatismo. El odio y el miedo, son los protagonistas de la novela El hombre que amaba los perros, y estos describen la conducta de Iván, el personaje cubano. El miedo engendra la doble moral: se hacen o se dicen cosas en las que no se cree. Juan Antonio, al hablar de una etapa de nuestra historia que algunos asocian a un quinquenio y otros a un decenio, llega a decir, benevolente: “Se me dirá que la represión estalinista en Cuba entonces era de temer (…) yo no sería capaz de apuntar con un dedo a los que entonces optaron por callar porque es muy fácil enjuiciar a los otros cuando se vive un momento histórico aparentemente más abierto a la tolerancia”. No me detendré ahora en definir hasta dónde era de temer aquella represión, sin dudas real. Cuando se descubre que alguien mantenía en su conducta una doble moral, comprendemos que nunca fue revolucionario: la visión del miedo que nos atribuyen como rector de nuestros actos, es la visión y la justificación que tiene de sí la contrarrevolución. Por lo general, los que hablan de doble moral se describen a sí mismos. Los revolucionarios no actuamos ni por odio, ni por miedo. Creemos en lo que defendemos. Existe y es históricamente legítimo, el odio de clase. El Che hace referencia a él, pero también escribe: “Déjenme decirles, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad”.
Puede que a un funcionario no le importen las palabras, pero los intelectuales sentimos un respeto casi místico por ellas. La retórica que incentiva la crítica e impide que se reflexione sobre ella, que exige ser escuchada y a la vez, ataca cualquier disenso, aplica paradójicamente un sutil mecanismo de intimidación: usted puede ser calificado de cobarde (no dice lo que realmente piensa o “sabe”, que en realidad es lo que piensa su contendiente), de oficialista, de dogmático, de extremista o de censor, calificativos todos que degradan la condición del intelectual, y provocan el instintivo alejamiento de los suyos, los que podían haberlo apoyado. Persiguen dividir a los revolucionarios, aislar a los que se insertan en el debate. El fantasma de aquella represión (la de los setenta), de aquel silenciamiento, es una y otra vez invocado como pretexto para coartar el debate, para silenciar. Pero ni los dirigentes, ni los artistas, tienen una patente de corso para la crítica: pueden, deben criticar, de la misma forma en que pueden y deben ser criticados, ellos y su obra. Otra cosa es que la crítica provoque una medida administrativa. No existe censura más ineficaz que la prohibición; ni censura más eficaz que la evidencia pública de la endeblez de un juicio.
Todos sentimos añoranza por aquel “hervidero de polémicas” revolucionarias que fue Cuba en la década de los sesenta. Juan Antonio García dice que entonces era natural que coexistiesen –a veces de forma “nada pacífica”– las vanguardias artísticas y las políticas. El término “coexistencia”, sin embargo, me parece errado. No resulta fácil definir en la distancia a los protagonistas de aquellos debates. El intelectual Alfredo Guevara, ¿no era sobre todo un político? ¿Eran políticos o intelectuales Fidel, el Che Guevara, Carlos Rafael, Raúl Roa, Marinello, García Espinosa, Blas Roca, Titón, Mirta Aguirre y los jóvenes redactores de Lunes de Revolución? Más que una coexistencia –como si fuesen cuerpos diferentes– existía, al menos así lo parece hoy, una identidad entre ambas vanguardias, a pesar de (o precisamente sobre) la real diversidad de miradas. Digámoslo con esa palabra que molesta: todos eran combatientes de la Revolución. Es verdad que la época que vivimos es otra, pero la condición del revolucionario no ha variado desde Martí hasta el más joven de los rebeldes “con causa”: su compromiso con la transformación de la sociedad a favor de los humildes (“con los pobres de la Tierra quiero yo mi suerte echar”), la construcción de una sociedad alternativa más humana. Ser un político revolucionario no es, desde luego, ocupar un cargo o aspirar a él (esa es la interpretación burguesa), ni siquiera militar en un Partido.
Es posible apreciar en las entrevistas a Padura que Guillermo comenta, de 2012 y de 2014, una idea que lo define, en un caso relacionada con los artistas y en el otro con los periodistas (no hay que olvidar que aunque habla en general y pone ejemplos de otros contextos, se refiere a Cuba): “Los artistas comprometidos de manera militante con un partido, filosofía, Estado o poder terminan siendo siempre –o casi– marionetas de ese poder. No se puede jugar a hacer política desde el arte porque al final los políticos son los que utilizan a los artistas para sus fines políticos” (2012) y ante la pregunta, ¿se puede hacer "periodismo militante"?, ¿en qué medida el militante se traga al periodista?, responde: “Se lo traga completo. El militante obedece al Partido. El Partido decide y manda. El periodista entonces desaparece” (2014). ¿Y los artistas que no son militantes y se comportan como marionetas de los que pagan?, ¿hay medios de prensa ajenos a la posición política y a los intereses de sus dueños? El escritor cubano se acoge a una interpretación estrecha de la militancia –ser miembro del Partido–, pero no renuncia a la política. Dice que “el compromiso del artista debe ser con la ética ciudadana, con su sentido de la verdad y de la justicia, o cuando menos, con su arte, con la mayor distancia posible de los círculos de decisión política y con la intención de hacer política desde el arte”. Pero lo reconozca o no, Padura hace política desde el arte y desde la prensa, aunque rechace la condición del militante. ¿Es posible tal cosa?
En un comentario breve que publiqué en mi blog, a propósito de esta polémica, apuntaba lo siguiente:
a. No existe periodismo no militante, solo periodistas ignorantes de su militancia (o cínicos).
b. Cuba no es paraíso ni infierno –ello supone entonces el ejercicio comprometido de la crítica–, pero hay que tener un ideal de paraíso y una idea clara de infierno: se critica para empujar la realidad hacia el ideal;
c. El ideal es mucho más que libertad de criticar: la crítica es un medio, no un fin.
d. Porque mi prioridad es Cuba, soy militante del Partido Comunista (escribo con orgullo su nombre) y no dejo de expresar mis criterios. Todos tenemos historias de incomprensiones, pero no me regodeo en ellas. Sé que algunos militantes de mi Partido no merecen pertenecer a sus filas, y que algunos que no llevan el carné son los militantes que yo desearía. Pero ser militante del Partido hoy en Cuba no propicia ventajas, menos aún estatus y Cuba necesita en esta nueva etapa, más que nunca, de una vanguardia organizada.
La crítica se convierte en acto narcisista, si el que la enuncia descontextualiza su objeto, si la lupa impide que veamos el entorno o el devenir histórico de lo criticado. A veces, como sucede en las entrevistas de Padura, no existen propiamente críticas, sino opiniones, y en las palabras del entrevistador que el entrevistado acepta, o en las de este último, definiciones descalificadoras de más largo alcance político. Me refiero a términos y a expresiones que supuestamente definen a la sociedad cubana: “con su experiencia de vida en el estalinismo” o en “el totalitarismo”, se dice, y en algunos pasajes se iguala de forma tácita o explícita capitalismo y socialismo, lo que solo deja la opción vergonzante de un regreso al primero. Pero si Padura o cualquier otro artista hace política desde el arte y en su actividad ciudadana –lo cual me parece legítimo–, debe esperar, al margen de una crítica artística de su obra, una apreciación y una eventual crítica políticas.
La creación artística se nutre de todos los sentimientos; la calidad de una obra la determina el talento de su creador, no los sentimientos que la inspiran. Para fundar la Patria –concepto más hondo que el de Nación, porque supone un proyecto colectivo de vida–, José Martí necesitaba de la arcilla de todos los poetas: en sus textos recuperaba a los desencantados y a los militantes, a los intimistas y a los épicos, a los aplaudidos en tertulias eruditas, y a los que escribían bajo el cielo de la manigua. Martí sabía que el espíritu de la Patria no se agotaba en Heredia, en Casal, o en Manzano. En política, sin embargo, las reglas son otras: el desaliento es, para un revolucionario, el breve instante que precede a la recomposición del aliento. Los desencantados del 68 se convirtieron en autonomistas. Los del socialismo europeo en neoliberales. Martí, el más grande escritor cubano (estuve tentado a escribir, hispano) de la segunda mitad del siglo XIX, era un militante de la Revolución. Escribió frases muy duras, como estas: “¡La justicia primero, el arte después! (…) ¡Todo al fuego, hasta el arte, para alimentar la hoguera!”. La identidad entre las vanguardias político-revolucionaria y artística fue resuelta en Cuba en el siglo XIX, en la vida y en la obra de José Martí. Hace algunos meses, sin embargo, sentí en el Congreso de los Jóvenes Escritores y Artistas cubanos que se refundaba una nueva identidad. Bienvenida sea.
Sinceramente, no veo en lo sucedido la intención de fabricar un “caso Padura”. No hay que inventar etiquetas, ni construir falsos apostolados. Que fluya el debate revolucionario. No podemos dejar que nos construyan consensos en la acumulación de ideas no debatidas.
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