martes, 21 de enero de 2014

Cincuenta y cinco años atrás (I y II Partes)

Cincuenta y cinco años atrás. Foto: LAZ


Tomado de Juventud Rebelde
Por Ciro Bianchi Ross.


I Parte.



Creo que todos los que tienen en Cuba edad suficiente para ello recuerdan cómo supieron de la fuga de Batista. El escribidor, con diez años cumplidos entonces, tiene vivo ese detalle, al igual que guarda memoria de otros acontecimientos de aquellos días iniciales de la Revolución: el llamado de Fidel a la huelga general; la componenda del general Cantillo para garantizar el batistato sin Batista; la efímera e inútil gestión, al frente del Ejército, del coronel Ramón Barquín; la fuga de los presos del castillo del Príncipe; las milicias del Movimiento 26 de Julio que patrullaban las calles; la captura de esbirros y soplones; la entrada del Comandante Camilo Cienfuegos en la Ciudad Militar de Columbia; la llegada del Che a la Cabaña; el avance desde Oriente de la Caravana de la Libertad y la presencia del Comandante en Jefe en La Habana…
Es increíble cómo a veces se memorizan hechos insignificantes, totalmente prescindibles, que se asocian a acontecimientos de relieve. Ese día 1ro. de enero mi padre salió temprano de la casa para buscar la carne del almuerzo y regresó con la noticia del desplome de la dictadura. No demoramos en sentarnos frente al televisor. La CMQ (Canal 6) hablaba sobre los sucesos trascendentales que ocurrían en esos momentos y de los que prometía información para más adelante, mientras que como fondo musical de aquella nota dejaba escuchar la versión instrumental de un danzón popularizado por Barbarito Diez: Se fue. «Se fue para no volver; se fue sin decir adiós…».
Por cierto, cuando casi a las diez de la mañana, la CMQ abordó los sucesos trascendentales anunciados, se refería todavía a Batista como al «Honorable Señor Presidente de la República» y hablaba de su fuga vergonzosa y precipitada como si se tratara de un viaje de vacaciones al exterior. Antes, en Tele-Mundo (Canal 2) Carlos Lechuga ponía a un lado el cauteloso protocolo y llamaba ladrón y asesino a Batista, y poco después el noticiero del Canal 12, dirigido por Lisandro Otero, empezaba a ofrecer un excepcional servicio informativo.
En una hilera interminable desfilaron ante las cámaras de la televisión madres que clamaban por sus hijos desaparecidos, muchachas que portaban los retratos de sus hermanos o novios asesinados, hombres destruidos por la tortura y el encierro que referían una historia espeluznante y acusaban públicamente a sus verdugos.
La noche vieja de 1958, a las 12, muchos cubanos tiraron a la calle el tradicional cubo de agua para que el año que se iba arrastrara consigo lo malo. El año se había llevado a Batista y, junto con él y su camarilla, a todo un régimen social. Por primera vez en la historia, la frase «Año nuevo. Vida nueva» era una realidad para los cubanos.
La llegada de Fidel a la capital, el ocho, fue apoteósica. Los corresponsales extranjeros acreditados en La Habana no salían de su asombro. Pese a que había entre ellos gente muy avezada, que había caminado mucho, ninguno recordaba haber visto nada similar en el ejercicio de su vida profesional. El reportero de la Columbia Broadcasting System lo reconocía explícitamente y eso que él presenció la bienvenida a los generales Eisenhower y McArthur al final de la II Guerra Mundial, muy inferior en público y en calor humano. Jules Dubois, a quien le tocó «cubrir» los derrocamientos de Juan Domingo Perón, en la Argentina; Gustavo Rojas Pinillas, en Colombia; y Marcos Pérez Jiménez, en Venezuela; estaba estupefacto. «Es el espectáculo más extraordinario que he visto en mis 30 años de periodista», aseguraba, y otro periodista norteamericano decía que lo que estaba viendo era muy superior al recibimiento del general De Gaulle en París tras la liberación.

Operación verdad

En estos días de aniversario, el escribidor revisó algunas publicaciones de hace 55 años en busca del acontecer que marcó el pulso de la época.
Impactó entonces a la opinión pública el entierro de los restos de 19 expedicionarios del Granma, caídos en combate o asesinados tras su captura después del desembarco. Se les rindió postrer tributo en el Salón de los Pasos Perdidos del Capitolio antes de que se les inhumara en la fosa que el Gobierno Revolucionario adquirió expresamente para eso en la zona suroeste de la necrópolis de Colón. Llegaron desde Niquero en pequeños féretros blancos cubiertos por la enseña nacional; cuatro de ellos sin identificar, y en La Habana los esperaban Fidel y Raúl, Camilo y el Che. Cada uno de ellos, ascendido de manera póstuma, mereció honores de comandante muerto en campaña, con lo que la Revolución los hermanó, también en grado, con las figuras principales del Ejército Rebelde.
Los procesos de los tribunales revolucionarios contra esbirros y criminales de guerra de la dictadura batistiana provocaron en el exterior, pese a su justeza y ejemplaridad, una campaña de descrédito contra la Revolución Cubana. Comenzaron las maniobras y presiones de Estados Unidos sobre Cuba, y el Congreso norteamericano, por un lado, y la Organización de Estados Americanos por otro, pretendieron arrogarse el derecho de supervisar los asuntos internos de la nación, inquietos ante el sesgo inusitado que tomaron los acontecimientos y preocupados, decían, «por el ejercicio de la democracia en el Caribe».
La respuesta de Fidel no se hizo esperar. Convocó a periodistas internacionales para que viajaran a Cuba y presenciaran los procesos judiciales. Fue la Operación Verdad. En respuesta a la invitación del Jefe Rebelde unos 300 periodistas del continente vinieron a la capital cubana y se hospedaron en su mayoría en el hotel Habana Riviera. A cada uno de los visitantes se le entregó una carpeta con fotos de asesinatos y torturas cometidos por sicarios de la dictadura recién derrocada.
Las sesiones de la Operación Verdad transcurrieron principalmente en el Copa Room del Riviera, los días 21 y 22 de enero de 1959. Fidel ofreció una conferencia de prensa en el hotel Habana Hilton (hoy Habana Libre) y respondió a las preguntas de los visitantes, que pudieron además asistir a los juicios contra los criminales de guerra y conversar con la población en la calle.
El día 21 el pueblo se concentró frente al Palacio Presidencial. Fue un acto sin precedentes, aseguró la prensa. Precisaba la revista Bohemia: «Más de un millón de cubanos ratificaron todo el apoyo de la patria al Gobierno de la Revolución».

Plebiscito colosal

El grito de «¡A Palacio!» llenó la ciudad, inundó la provincia y se extendió por los parajes más distantes de la Isla. No hubo organización ni propaganda. Todo fue espontáneo, sin comisiones, sin líderes, sin itinerario. Cada cual respondió a la cita como quiso o como pudo. Hubo gente, y no es una exageración, que llegó a pie desde Pinar del Río y desde Matanzas porque no había vehículos disponibles. A partir del mediodía la capital semejaba un desierto con los comercios cerrados y las calles vacías. En muchos barrios se expandía una quieta sensación de ciudad muerta. Por las rutas que conducen a Palacio, en cambio, se movía la enorme caravana popular. En medio de la multitud, vendedores ambulantes se las arreglaban para ofertar su mercancía, sobre todo retratos de Fidel, gorras, pasadores y distintivos del 26 de Julio y boinas como las que usaban el Che y Raúl.
La tribuna presidencial se instaló frente a la terraza norte del Palacio, a un nivel más bajo. Los periodistas extranjeros ocuparon las tribunas laterales. Muchos no pudieron hacerlo porque el pueblo se desbordó sobre estas, envolviendo a los reporteros, que se vieron aprisionados en una ola contagiosa de calor humano.
Habló el representante de la Central de Trabajadores de Cuba (entonces Confederación). También el representante de la Federación Estudiantil Universitaria y otros de organizaciones políticas; los representantes de los periodistas. Cuando se anunció que hablaría Fidel, la multitud, en un movimiento de oleaje, rompió la barrera que formaban los milicianos y llegó hasta el borde mismo de la tribuna. Comenzó su discurso el Jefe de la Revolución, pero poco después sacudía a los congregados el arribo a las inmediaciones del castillo de La Punta, a varias cuadras de distancia, de nuevos contingentes. La presión, como una onda expansiva, se estrelló contra la tribuna. Más allá, la armazón que sostenía la plataforma de las cámaras de la televisión, osciló como si la azotara un vendaval. Hubo mujeres y hombres desmayados. Las ambulancias hacían sonar sus sirenas en un esfuerzo por abrirse paso. Se vinieron al suelo las barreras de madera y el cordón de milicianos quedó diluido en medio de un mar de gente.
Fidel interrumpió el hilo de su pensamiento. Se percató de que cada minuto que permaneciera en la tribuna podía costar vidas. Sintetizaría entonces sus ideas. Afirmó que en Cuba se respetaban los derechos humanos y que el cubano no era un pueblo bárbaro, sino el más noble y sensible de todos. Si aquí se comete una injusticia, todo el pueblo estaría en contra de esa injusticia. Si intelectuales, obreros y campesinos han estado de acuerdo con el castigo de los culpables de la dictadura, es porque el castigo es justo y merecido. Hizo una pausa e intercambió algunas frases con el Comandante Camilo Cienfuegos. Quiso convertir aquella multitud de más de un millón de personas en un inmenso jurado. Dijo que quería hacer una consulta y la multitud hizo un silencio absoluto, cuajado de dramatismo.
«Los que estén de acuerdo con la justicia que se está aplicando; los que estén de acuerdo con que los esbirros sean fusilados, que levanten la mano…».
Escribía Enrique de la Osa en su sección En Cuba, de la revista Bohemia: «Antes de que terminara la frase ya se alzaba, como un resorte, la respuesta afirmativa. Eran cientos de miles de manos no solo dentro del campo visual de la terraza norte, sino por Malecón y Prado, en el parque Zayas, en el Parque Central, frente al Capitolio. A lo largo de la Isla, ante las pantallas de televisión o junto a la radio, otros cinco millones de cubanos, simbólicamente, también dijeron sí».
Fue un plebiscito colosal que hizo innecesarias las palabras.
Prosiguió Fidel: «Desde que bajé de la Sierra he escuchado muchas veces una frase. Miles de personas se han acercado a mí para decirme: «Gracias, Fidel, gracias, Fidel». Hoy, después de esta extraordinaria demostración, hoy, después de la satisfacción que experimentamos todos nosotros al ver este respaldo del pueblo, hoy al sentirnos tan orgullosos de ser cubanos y pertenecer a este pueblo que es uno de los pueblos más dignos del mundo, hoy soy yo, quien a nombre del Gobierno Revolucionario y de todos los compatriotas del Ejército Rebelde, quiero decir a mi pueblo: Muchas gracias, muchas gracias…». (Continuará)
Cincuenta y cinco años atrás. Foto: LAZ

II Parte y final

No se repitieron en los días iniciales de enero de 1959, hace ahora 55 años, las escenas macabras que vivió la Isla a la caída de la dictadura de Gerardo Machado. Las jornadas transcurrieron con una cuota mínima de excesos. La muchedumbre, con certero instinto, no se tomó la justicia por su mano, como sí sucedió tras el desplome del régimen machadista, y desahogó su cólera contra los garitos y casinos de juego, los parquímetros y las máquinas traganíqueles, llamadas también ladronas de un solo brazo. Tiempo en Cuba, el periódico del senador Rolando Masferrer, jefe del grupo paramilitar conocido como Los Tigres, fue saqueado, al igual que las salas de juego de hoteles como Plaza y Deauville. A pedradas fueron destrozadas las vidrieras de algunos establecimientos comerciales. Así ocurrió en la joyería El Gallo, de la calle San Rafael, sin embargo, nadie sustrajo ninguna de las alhajas en exhibición.
La prensa reportaba la aparición, uno tras otro, de cementerios clandestinos con los que los sicarios del batistato privaban a los familiares de sus víctimas del consuelo de sepultar a sus muertos y colocar flores sobre su tumba. Ocho cadáveres eran exhumados en las cercanías de Consolación del Norte (el actual municipio de La Palma ocupa parte de esa antigua demarcación), en la provincia de Pinar del Río, mientras otros 15 se descubrían en San Cristóbal, también en territorio pinareño, y 57 en Santa Cruz del Norte, en La Habana. Restos de 11 personas se exhumaban en el patio del cuartel de la Guardia Rural de Niquero, en Oriente; 25 aparecían en el cuartel del Servicio de Carreteras de Manzanillo y 67 en el polígono del fortín del Ejército en la localidad de Estrada Palma, en las estribaciones de la Sierra Maestra.
Uno solo de los esbirros capturados por las milicias del Movimiento 26 de Julio confesó su participación en 108 asesinatos. Aseveró con el mayor cinismo: «Una noche ahorcamos a 31 campesinos que estaban de acuerdo con la Revolución». Operaba en Pinar del Río y estaba a las órdenes del comandante Jacinto Menocal. Era apresada la gavilla de asesinos de este despreciable oficial, y en Manzanillo eran puestos a disposición de los tribunales revolucionarios integrantes de los tristemente célebres Tigres, en tanto que unas 800 personas, entre culpables y sospechosas, eran detenidas en la Habana. Los apodos que merecían algunas de ellas ponían de manifiesto sus «especialidades», como el oficial de la Policía al que llamaban Rompe Huesos, y otro, que se presentaba como el Niño Valdés, al igual que un boxeador cubano famoso en la época por su pegada descomunal y que, durante un entrenamiento, llegó a tirar a la lona a Rocky Marciano, campeón mundial de los pesos completos.
El intento de capturar esbirros y soplones provocaba desórdenes y sembraba la muerte a voleo. Varios chivatos, refugiados en una casa de la calle 70, en Marianao, se batieron a tiros durante casi cinco horas con los milicianos que llegaron para apresarlos, refriega que dejó muertos de parte y parte.

El hermano Hermelindo

En esa situación, un curioso personaje pedía protección en el campamento Libertad, la antigua Ciudad Militar de Columbia, sede del Estado Mayor del Ejército Rebelde. Era nada menos que Hermelindo Batista, uno de los hermanos del dictador. Al desplomarse el régimen batistiano buscó refugio en una modesta casa del Cerro y el matrimonio que la ocupaba fue a Columbia y pidió al comandante Camilo Cienfuegos, jefe del Ejército Rebelde, que lo recibiera. Era una cuestión de agradecimiento. Los dos hijos de la pareja habían sido detenidos por la Policía y Hermelindo, pese a lo escaso de su influencia, se los había arrebatado a la muerte.
Accedió Camilo a que el hermano de Batista fuera trasladado al campamento. Comisionó para ello a uno de sus ayudantes con su correspondiente escolta, no sin apercibirlos de que podía tratarse de una trampa. No lo fue. Lo encontraron en la habitación más apartada de la residencia, junto a un altar de Santa Bárbara. Flaco, de rostro afilado y tez oscura, sin afeitar, con la mirada humilde y palabra incoherente, Hermelindo era la estampa de la confusión y el desamparo, y su presencia en el campamento despertó la curiosidad de todos. La camisa entreabierta dejaba ver una camiseta del Partido Auténtico y lucía un brazalete rojinegro del Movimiento 26 de Julio. Portaba un misal romano y dos cañas barnizadas con las que evidenciaba su devoción por San Lázaro.
A diferencia de Panchín, el otro hermano de Batista, que fue alcalde de Marianao y gobernador de La Habana, el dictador vedó a Hermelindo presencia en la vida social, si bien lo hizo elegir en dos ocasiones representante a la Cámara por la provincia de Pinar del Río. A causa de la enfermedad incurable que padecía, el bajo nivel cultural y su vida desenfrenada, Martha Fernández, la Primera Dama, le negó la entrada a Palacio. Hermelindo, que nunca concurrió a una sesión del Congreso, se entregaba a todo tipo de excesos en los barrios bajos habaneros.
«Rogando pasaba el tiempo para que se acabara la sangre en Cuba», declaró, ya en Columbia, el hermano de Batista. Dijo simpatizar con los «valientes revolucionarios» e invitó a los que lo rodeaban a que visitasen el altar de santería que tenía en su casa. Temblaba como una hoja. Un oficial rebelde le dijo: «No tenga miedo. Está entre personas decentes y nada ha de pasarle». Camilo Cienfuegos no demoró en devolverlo a su casa con escolta policial y todas las garantías.

27 corsages en un día

El 10 de enero, dos días después de la llegada a La Habana del Comandante en Jefe Fidel Castro, desaparecieron los grupos armados de las calles de la capital y cesó el constante ajetreo de los automóviles erizados de fusiles y ametralladoras. El empeño pacificador se impuso por la persuasión, el análisis y la discusión serena de los problemas nacionales. No enraizó la anarquía y el ciudadano se sintió tranquilo y seguro. Por otra parte, el líder de la Revolución advertía sobre «los revolucionarios del 1ro. de enero» que, con pistola calibre 45 al cinto y el número de la Gaceta Oficial que contenía la ley de presupuesto bajo el brazo, parecían querer empezar a empujar las mamparas de los despachos de los ministros.
Un día de enero de 1959, Haydée Santamaría, heroína del Moncada y la Sierra Maestra a la que, en abril del propio año, le tocaría organizar y presidir la Casa de las Américas, recibió 27 corsages y jarras de flores. Al día siguiente, cuando la florida remesa parecía que superaría la marca de la jornada precedente, Haydée se comunicó por teléfono con una de las floristerías desde donde se enviaban y prohibió que siguieran haciéndolo. Dijo al empleado que la atendió: «Haga poner las flores en la tumba de Enrique Hart o en la de cualquier otro joven asesinado durante la dictadura». Otra vez la llamaron de un periódico. Querían su fotografía. «La única que tengo, respondió Haydée, fue tomada en la Sierra, porto un fusil, visto el uniforme rebelde y llevo dos granadas al cinto… ¿Le sirve?». Su interlocutor, en la otra punta del teléfono, quedó estupefacto. Dijo al fin: «Es para la crónica social, señora. ¿No podría hacerse la foto en un estudio?». Haydée respondió que carecía de tiempo para eso.
No todos los detenidos provenían de las filas del Ejército y la Policía. Se requería asimismo a funcionarios civiles, como a Joaquín Martínez Sáenz que convirtió el Banco Nacional, que presidió, en la sucursal financiera del Palacio Presidencial y fue el responsable número uno del vandalismo económico del batistato. Lo apresaron en su propia oficina del Banco, junto a su segundo, el historiador pinareño Emeterio Santovenia. Fueron remitidos a la fortaleza de La Cabaña. Allí, Santovenia alegó problemas de salud, reales o supuestos, y el comandante Ernesto Che Guevara permitió que, bajo palabra, esperara en su residencia el curso de los acontecimientos, oportunidad que aprovechó para refugiarse en una Embajada.
La investigación que se llevó a cabo en la sede de la Confederación de Trabajadores de Cuba (que el pueblo renombró como CTK, para diferenciarla de la CTC) sacó pronto a relucir negocios escandalosos hechos con los fondos de los obreros, cajas de retiro desfalcadas y apropiación de las recaudaciones de la cuota sindical obligatoria. Fincas y edificios levantados con la sangre y el sudor del trabajador. La finca de Eusebio Mujal, máximo personero de la CTK, se valoró en cuatro millones de pesos. En la casa de la viuda del brigadier general Rafael Salas Cañizares, que fuera jefe de la Policía Nacional, se encontraron, entre otros valores, medio millón de pesos en bonos al portador de una compañía inmobiliaria.

El cuarto de los tesoros

Batista dejaría chiquitos a todos sus seguidores. En Kuquine, su finca de recreo de 17 caballerías, enclavada al borde de la Autopista del Mediodía y encerrada en el triángulo de comunicaciones viales que forman la carretera Central, la carretera entre Cantarranas y el entronque del Guatao y la carretera de San Pedro a Punta Brava, quedaron 24 maletas que Batista y su esposa no cargaron en el momento de la huida. En 300 000 dólares se calculó, a ojo de buen cubero, los marfiles, cristales, porcelanas, platería y objetos de oro almacenados en el llamado Cuarto de los Tesoros de la casa de vivienda de la finca, en tanto que en un lugar destacado de la biblioteca se exhibía un ejemplar de Vie Politique et Militaires de Napoleón, obra de A. V. Arnault, publicada en 1822, y también el catalejo que usó el Emperador en Santa Elena, así como dos pistolas que pertenecieron al vencedor de Austerlitz. Sobresalía una vitrina con las condecoraciones que Batista recibió a lo largo de su vida militar y una abigarrada colección de bustos de celebridades en las que Ghandi alternaba con Montgomery y Churchill, Stalin con el mariscal Rommell y Benjamín Franklin, y Juana de Arco con Dante y Homero; galería en la que no faltaba un Batista de mármol en abierta camisa deportiva.
Lo mejor estaba aún por ver. En un cuarto de desahogo, sepultadas por una montaña de libros viejos, había cinco cajas de madera y apariencia insignificante. Los auditores demoraron tres días en inventariar el contenido de aquellos cajones. Guardaban 800 joyas, casi todas de la esposa del dictador, valoradas en dos millones de dólares. Relicarios de oro con incrustaciones de brillantes, abanicos de marfil, broches de brillantes y esmeraldas, polveras de oro, las arras de la boda de Batista y Martha efectuada en la capilla de la finca el 24 de diciembre de 1948. El indio había sido el símbolo del Gobierno de Batista. Pues entre esas alhajas había una sortija de oro puro con la efigie de un indio que adorna el penacho de su cabeza con brillantes y otras piedras preciosas. Con todo, esto no era más que una pequeña parte de la fortuna del dictador. Aquello, sin embargo, no era lo mejor. Lo más valioso, dijo una empleada de la casa, llevaba ya mucho rato en Nueva York.

Atentados

Algunos de los primeros atentados planificados contra la vida del Comandante en Jefe quedaron en claro en fecha tan temprana como el mes de enero de 1959, hace 55 años. Un soldado del Ejército derrotado, detenido en El Cobre, confesó que con otros ex militares se gestaba un plan contra Fidel y para derrocar al Gobierno. Mezclado con los peregrinos que se dirigían al santuario, acechaba la ocasión para atacar un carro patrullero y apoderarse de su armamento. Una granada que portaba lo delató al hacer explosión.
También en aquellos días iniciales era detenido Allan Roberts Nye, un norteamericano de 32 años de edad. Pagado por la dictadura, que le ofreció diez mil dólares por su misión, subió a la Sierra Maestra con el pretexto de ofrecer a los rebeldes su experiencia de piloto. Eran otros los fines que perseguía. Nunca vio al Comandante en Jefe. Fue capturado en la montaña cuando ya Fidel llevaba semanas en La Habana. Le ocuparon un rifle de mira telescópica, un revólver 38 y abundante parque. El Jefe de la Revolución puso a Nye en manos de su madre y le pidió que lo sacara de Cuba y nunca más regresara.

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