Por Luis Sexto
Solitaria y
arriscada, Playita de Cajobabo servía de caja de resonancia
cuando el agua se echaba un tanto airadamente contra las rocas.
El golpe de las olas acentuaba la sensación de soledad, como de
espacio sagrado, donde el pecho de Martí se le hinchaba por la
dicha íntima de estar pisando el polvo arenoso de la estrella
que lo había guiado hasta Cuba. Puede uno imaginarlo en aquella
noche tormentosa, mientras recogía, junto a sus cinco compañeros,
armas y jolongos antes de adentrarse en el monte inmediato para
seguir su destino bélico… Luego, trepará laderas, pisará rocas,
rozará espinas, truncará bejucos, apartará ramas con sus manos
finas.
En ese
itinerario, el genio de Martí se desdoblará en numerosas
facetas. Es la hora en que la acción y el riesgo extremos van a
exaltar aquel hombre de cuya palabra había que cuidarse, porque
lo acompañaba el don taumatúrgico de
“enredar” a los
hombres y transformarlos en héroes, o mártires. Posiblemente,
José Martí no reparara en la nueva fase de su deber agónico y no
pretendiese gozarse en su virilidad, o tal vez no tendría en
cuenta cuánto de inconsciente menosprecio pudo notar en aquel
título de “doctor Martí”
pronunciado en otros momentos por veteranos de la manigua.
Supongamos con certidumbre que actuaba en el monte con la misma
indisoluble integridad e integralidad que en su despacho de
Front Street.
Qué habría
preguntado o qué habría escrito de haber sido testigo de esta
epifanía patriótica, el periodista que soy y ahora se atreve a
escribir sobre el Apóstol del evangelio civil cubano.
Permítanme, pues, continuar en las claves de la imaginación.
El periodista se aproxima y camina al lado de los seis
expedicionarios. Y pregunta... El Delegado, con la delicadeza
como de miel que humedece su voz, responde que él también es
periodista y ahora redacta su más útil crónica. El recién
aparecido mira hacia la chaqueta de su entrevistado y ve la
pluma y el cuaderno de notas en el bolsillo. Sobre sus
espaldas, la mochila abultada, y de su hombro izquierdo cuelga
un fusil, casi del tamaño físico del Apóstol. Máximo Gómez
advierte que las palabras ahora no hacen falta. Ni siquiera el
Delegado las necesita, él, tan señor del verbo. Hoy Martí supera
su grandeza: Nunca antes –escribirá Gómez el 19 de mayo de
1902, en El Mundo- lo he visto tan grande como cuando
se dobla bajo un peso que le excede el cuerpo frágil.
En el
primer descanso con menos angustias, Martí se sienta, tal vez
sobre las raíces de cualquier árbol copudo, y abre su cuaderno
de apuntes. ¿Quién escribirá las primeras notas en Cuba: el
memorialista, el organizador, el político, el poeta?
Posiblemente, todos a la vez, aunque ahora predomine la índole
del periodista encargado de rescatar los pormenores de su
desembarco y la ruta hacia los tiros insurrectos junto a
“una mano de valientes”,
para hacer combativamente visible el liderazgo de la revolución
reiniciada el 24 de febrero último. Las frases se adaptan al
salto de mata de las circunstancias de los perseguidos. El
Diario de campaña. De Cabo Haitiano a Dos Ríos se articula
sobre la rectoría de la frase breve, unimembre, rápida,
nominal, variante estilística contrapuesta a su prosa sintética,
de largos períodos -barroca y opulenta como la calificó Manuel
Pedro González[i]-
y parecida a la otra variante concentrada y aforística
señalada también por el mismo crítico, aunque las tres se
mezclasen en el oleaje estilístico que se abalanza sobre el
lector acariciándolo o desgarrándolo en un misterio
irresistible. Pero ese que hoy llamamos estilo analítico o
cortado no resulta ahora usual sólo por la prisa con que la
manigua insurrecta reclama del que resume su diario andar en
circunstancias de excepción. Más bien, responde a un oficio
sabedor del inviolable ajuste entre el concepto, incluso
las circunstancias, y la forma. Martí cumplía la regla tonal
que impone que el escritor o el orador alcen la voz si el
discurso pretende enardecer, pero si convoca, o intenta
persuadir la palabra ha enternecerse como si se echaran flores
a los pies de una mujer. Lo antes dicho es una idea martiana
que ahora esclarezco con esta otra cita:
“La dote suprema en el arte de
escribir” es “la
de ajustar la forma al pensamiento”.
Actualmente, ello significa lo mismo en la teoría del estilo:
adecuar el lenguaje al tema. Y así esos apuntes asmáticos,
como esculpidos a tajos jadeantes, se adecuan estilísticamente
en su Diario al tono del que anda acuciado por los quebrantos
de la guerra.
Entre las
variantes martianas, el periodismo, particularmente en crónicas
y reportajes, suele adscribirse a la barroca, de matiz
cromático, de arquitectura imponente. Hoy, sea recordado, ningún
especialista recomendaría escribir como Martí, ni siquiera en su
espíritu literario, para un medio impreso. Ciertos editores y
teóricos exigen cumplir la norma de escribir
“para todos”,
que por el descrédito de su elemental composición implica un
escribir “para nadie”.
Por ello, el periodismo ha derivado, entre nosotros, y fuera de
nosotros los cubanos, en un caldo ligero, sin sabor, ni
sustancia. Hay, sin embargo, otra razón: Martí es inimitable por
único. Quien intente copiarle el ritmo, la música y el caudal
tropológico, pondrá en solfa el origen de su presunta
originalidad, como el rey desnudo de la fábula ridiculizó la
majestad que representaba.
Gabriela
Mistral confesó que “solamente en
Martí no me fatiga el período, a fuerza de estar vivo desde la
cabeza hasta los pies”[ii]
Es exacta esa mujer hecha ángel y viento. En la vitalidad, el
vigor, está la esencial definición del estilo martiano,
tachado de impropio para el periodismo por algunos incapaces de
entenderlo o de tomarle el impulso febril. Dice la chilena: está
“vivo desde la cabeza hasta los pies”; es decir, desde arriba
hasta abajo, como roca que se despeña
y no se detiene ni se despedaza, sino arrastra consigo a otras
piedras. Pero advertimos, para prever equívocos, que el
periodismo martiano, su estilo, en fin, no se abroquela en lo
deslumbrante; no es ampuloso, ni se enjaeza como caballo
versallesco, aunque sí como potro de paso fino, plástico,
seguro, envuelto en el sudor que destaca el color de su piel y
su crin cuando fluye como en un galopar hipnótico.
La prosa de Martí habrá de ser para hoy, como lo fue para ayer,
una invitación a levantar el periodismo a función profética
y literaria. Alianza entre idea y arte, entre pasión y letra.
Por ello lo viste con la clámide del fecundo y culto decir de
quien no puede escribir de manera opuesta, porque cree en la
misión socializadora y humanamente transformadora de un
periódico. En esos tiempos renovadores de finales del XIX, ya
los tratadistas hablaban del gancho periodístico en el primer
párrafo, y de la estructura interesante al ordenar y
distribuir el contenido. Pero en Martí el primer atractivo será
la servicial reciedumbre de un estilo que no se extravía en
poses, oropeles, y vaciedades parnasianas, en un decir por
decir.
Fue a veces incomprendido ayer, como hoy. En el vespertino
caraqueño La Opinión Nacional, Martí escribió una columna
eminentemente informativa, cuyo título indicaba su periodicidad
y su alcance: Sección Constante. Los Aldrey, padre e hijo, se
consideraron afortunados al contar con ese periodista tan culto,
audaz, imaginativo, hondo que una vez en Venezuela y ahora desde
Nueva York les entregaba sus colaboraciones, aunque a veces le
mutilaban o le corregían lo estimado inconveniente, demostrando
que en todo tiempo los medios se han sometido a los intereses
crematísticos y a los compromisos políticos y clasistas de
propietarios y directores. No obstante cualquier disgusto
previo, los Aldrey lo habían elegido para la Sección Constante.
Martí cumplía a gusto haciéndose degustable en una columna
breve, armónica, cargada de información y de las opiniones de
quien, más que ver y oír como un reportero de cuerpo
presente, ve y oye mediante la acumulación de lecturas y
vivencias que le favorecen reconstruir hechos y personajes de
Francia o de España. Martí se adelantaba a lo que Máximo Gorki
propondrá a principios del siglo XX: la intuición del escritor
cubre el vacío de algún detalle secundario desconocido
mediante la función asociativa de la cultura. Y de ese modo lo
posible adoptaba la capacidad de lo verosímil: Si no resulta
verdadero el día nublado, puede serlo a causa de la estación
climática del instante informativo. Mas, por momentos, la
tendencia a perfilar culturalmente la conciencia de los
lectores, o los repetidos juicios sobre las fuerzas destructivas
que se recalentaban en los sótanos de la sociedad
estadounidense, evitaban que la Sección Constante diera
constancia de sí durante toda la semana. Por momentos, el pulgar
de los directores apuntaba hacia abajo.
Como podría entonces parecer previsible, los dueños de La
Opinión Nacional comenzaron a quejarse de que ciertos
juicios, ciertas metáforas de su colaborador –al que pidieron
firmara con el seudónimo de M de Z para no inquietar al
gobierno, que había expulsado a Martí de Venezuela - entorpecían
también las relaciones del periódico con el presidente Guzmán
Blanco, y de éste con la Casa Blanca. Martí fue presionado,
porque profundizaba, porque instruía y escribía demasiado bien,
y demasiado bien significa en el lenguaje de los mercaderes o
curanderos de la prensa, rehuir la superficialidad del
periodismo de cascabeles y abanico. Lo sabemos: cuando queremos
desprendernos de alguien que nos desborda, acudimos a la técnica
de perturbarlo, zaherirlo, negarlo. Y no hubo necesidad de
cesantearlo, aunque de hecho lo botaron. El corresponsal
inoportuno, pero digno, renunció. Y ese episodio ubica a Martí
entre los periodistas de antes y de ahora en el largo trecho de
la incomprensión formal y de la hostilidad contra la
independencia de criterio y la superioridad del intelecto.
Hemos dicho: Martí ejerció el magisterio, la diplomacia, la
poesía, la narrativa; pensó en economía, en filosofía, en ética,
en política. Y se expresó fundamentalmente en periodismo. Sus
libros escritos y publicados como libros, son escasos. Sin
embargo, los textos de la prensa le colman varios tomos de sus
obras completas, y componen
el alegato
martiano a favor de un periodismo que se niegue a aceptar como
“cosa mala”
el halago de la forma. Nunca estuvo dispuesto a echar en el
rincón menos visitado de las redacciones, el esmero que tiene
en cuenta la sencillez, sin que haya que obligarla
“a excluir del traje un
elegante adorno”. Y en el
vocabulario martiano, ni el
adjetivo elegante, ni el sustantivo adorno
significan banalidad o baratija. Significan asumir el
periodismo como una formación estilística pragmática que
necesita igualmente del dato informativo actual, jerarquizado
por importancia e interés, y de la apropiación desde la
estética, desde un espíritu de creación aun dentro de lo
práctico. Citemos a El Terremoto de Charleston.
Contrariamente a exégetas y martiólatras que recurren al
término crónica, un tanto acomodaticio, para encasillar los
textos que no caben en un molde más preciso, yo lo clasifico de
reportaje siguiendo a José Antonio Benítez en su Técnica
periodística, manual donde muchos cubanos hemos aprendido
los resortes del oficio. El terremoto de Charleston
compone todavía, como tantas páginas, una muestra antológica de
la narrativa periodística, en cuya estructura las descripciones
se anticipan, por su exactitud, ritmo y secuencia, a la cámara
noticiosa del cine. Desde la entrada, el corresponsal acusa el
empeño de contar en clave periodístico literaria una historia
de actualidad informativa: “Un
terremoto ha destrozado a Charleston. Ruina es hoy lo que ayer
era flor”.
En
Martí, el apóstol, Jorge Mañach reconoce que “Martí escribe
de todo con un color y riqueza de datos cual si lo hiciera
desde un mentidero madrileño”. Ese
escribir de todo lo aproxima a la concepción renacentista de un
genio como Leonardo: pensar y hacer de todo. Y no me parece un
símil estrujado. Porque ensanchar el conocimiento, macerarlo de
modo que se asimile a la ductilidad, resulta todavía un rasgo de
los periodistas más aptos e influyentes. La especialización, tan
recomendada, debe de ajustarse a la aparente paradoja de que la
visión parcial ha de tributar a la totalidad. El propio
Maestro lo escribió en uno de sus apuntes: “Muchos hombres saben
de Homero, y no de ardillas”. Sólo con uno de los dos extremos,
los ojos de la cultura serán impedidos de dar la vuelta
completa.
En un
intenso proceso, el Maestro flexibilizó las cuerdas de su
formación entre clásicos, románticos y modernos para que sonaran
en sus vibraciones diversos géneros y tonalidades, y con ello se
ubicó en la delantera de la modernidad, que el capitalismo, en
edad de la pujanza, dotaba de aciertos tecnológicos y de
desatinos y desequilibrios sociales. Ya el
periódico en sentido general completaba su desarrollo básico, y
se convertía, casi plenamente, en “la oración matutina del
hombre moderno”, según metonimia empleada por Hegel. La última
mitad del siglo XIX es la etapa en que se va desplazando de lo
editorial a lo informativo, para mezclar el articulo y la
noticia.
El
periodismo le valió de impulso vocacional desde la
adolescencia. Su primer artículo apareció en El diablo
cojuelo, dirigido por Fermín Valdés Domínguez, y en cuyo
único número Martí, casi con 16 años, redactó el editorial con
un título que proponía la disyuntiva del país en guerra: Yara o
Madrid. Desde entonces la prensa integró la concepción martiana
de la sociedad democrática, sin que aquella fuese únicamente
difusora de noticias, o palenque de polémicas baladíes, o
catapulta de intereses injustos, sino también alternativa de
opinión, variedad de propuestas, acicate de ética solidaria.
Proyectó periódicos y revistas. Y algunos cristalizaron, al
menos brevemente, como la Revista venezolana, y
Patria, periódico fundado para liberar a la par que soldaba
las articulaciones de Cuba independiente, esto es, Cuba en sí y
para sí, unida en la guerra que, como envión para trascender
la colonia, mereció la purificación mediante el atributo de
necesaria.
Resumiendo,
al principio de estas líneas me referí a la multiplicidad de
facetas de Martí. Y aunque el periodismo sobresalió como
expresión recurrente de su ideario y sus propósitos, y lo he
calificado como su medio de expresión básico, debo equilibrar
el juicio. Lo esencial en la cultura y la conducta martianas
fue la palabra, que según Fina García Marruz coincide con los
actos del Unificador de la nación. Coincidencia milagrosa,
asegura la sutil ensayista[iii]:
“La palabra, llena de la
majestad del acto; el acto de la palabra”.
Y la palabra, la palabra responsable es, a mi parecer, el
instrumento que conducido por una voluntad de estilo de ardiente
efusividad y compromiso profético, convirtió también el
ejercicio del periodismo en una propuesta para acrecentar el
intelecto y la sensibilidad de los lectores. Lo repito: algunos
confesaron no entenderlo o confiesan que no lo entienden;
siempre existen los que no entienden. Esos no entenderían al
político, ni al periodista si lo imaginaran, como hicimos al
principio durante aquel inicial momento, escribiendo las
primeras frases de su Diario de campaña
en tierra cubana. Desdoblándose, apartando su papel de santo y
seña de la Revolución en la manigua, traza apuntes de
corresponsal de guerra, ese que observa, oye, registra, y
encapsula el dato, el color, el rasgo, en la síntesis y la
concisión jadeante de su Diario. Pero insistamos en que
la escasez de las horas y los apremios de la contienda no lo
obligan a emborronar y aplazar la expresión definitiva. Para él,
y sabemos que lo presentía, no habrá más tiempo, salvo el que
mediará entre sus palabras ordenadoras de este día y los pocos
días siguientes, hasta su acto más integrador e iluminado: la
caída.
Tampoco, si
hubiese vivido, habría sido imprescindible tachar, sustituir y
cortar para una presunta forma definitiva. Aun en su prosa
urgente gobernó la palabra con el cabestro indoloro, aunque
exigente de la originalidad, y con el tino del que sabe que si
el periodismo se abaja, rebaja y se rebaja.
1
Serna Arnaiz, Mercedes: Evolución estilística de las
crónicas martianas (1875-1882), en El periodismo como
misión, ed. Pablo de la Torriente, La Habana, 2002.
2Mistral,
Gabriela, La lengua de Martí, Ediciones de la
Secretaría de Educación, La Habana. Prólogo de Jorge
Mañach.
3García
Marruz, Fina, El escritor, en El periodismo como
misión, ed. Pablo de la Torriente Brau, La Habana,
2002, pp.228 y 229.
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