Por Juana Carrasco Martín
Hace poco más de un año, la
Agencia Central de Inteligencia se vio obligada a enfrentar un reporte sobre
sus métodos de interrogatorio, puestos en práctica sistemática bajo el pretexto
de la protección de la seguridad nacional.
De forma detallada salieron a
relucir las torturas a que fueron sometidos los detenidos en el campo de
concentración instalado en la ilegal Base Naval de Guantánamo y en otras
cárceles, ocultas o amparadas por la reserva total sobre sus interioridades.
El retrato fiel de la infamia
resultó lo suficientemente escabroso y lacerante como para que algunos
senadores y altos personajes del asesoramiento y ex autoridades de la
inteligencia que lo conocieron, se declararan indignados, y solicitaran que el
informe secreto, presentado ante el Comité de Inteligencia del Senado, pasara a
ser de dominio público, con el objetivo de que no volvieran a repetirse tamañas
violaciones de los derechos humanos y de las leyes y convenciones
internacionales.
A pesar de los detalles y
pormenores, el texto dejó todavía muchas dudas y preguntas sin contestar, y se
habló de las mentiras de la CIA al Comité, de ahí el interés que muchos otros
especialistas, historiadores, activistas de los derechos civiles, organismos
nacionales e internacionales, tienen en que se muestre públicamente el
documento en todo su contenido.
Sin embargo, la solicitud cayó
en saco roto, y el equipo de Barack Obama apañó los crímenes del team de su
predecesor, George W. Bush, el hijo, cuyas demenciales respuestas a los actos
terroristas del 11 de septiembre de 2011 —guerras incluidas-— han tenido
continuidad en la administración demócrata que había prometido «cambio» y
«transparencia».
De ahí la interpelación: ¿Aún
hoy la CIA emplea los degradantes, crueles e inhumanos programas de rendición,
detención, condiciones de confinamiento, custodia e interrogación clasificados
como torturas?
En realidad, solo la total
desclasificación de los reportes y el juicio y condena de los culpables pudiera
cerrar ese capítulo vergonzoso del quehacer imperial de Estados Unidos, que
hasta ahora goza de inmunidad e impunidad.
A mediados del pasado diciembre,
el informe salió a relucir cuando el senador Mark Udall pidió su revelación
durante la audiencia de confirmación de Caroline Krass, nominada por el
Gobierno de Obama para el cargo de consejera general de la CIA. Pero de nuevo
quedó velada, e incluso apenas tuvo repercusión en la prensa esa petición,
solapada por las festividades y etapa vacacional de los poderes gubernamentales
en la época del año.
La indagación a la Krass dio
lugar a nuevas dudas fundamentales, pues se supo que una investigación interna
de la propia CIA de hacía varios años —y que nunca se le había dado a conocer
al Comité senatorial que debe «controlar» a la agencia de inteligencia— tenía
elementos diferentes al estudio preparado para la junta del Senado sobre el
comportamiento brutal, ilegal e inmoral contra los encarcelados durante la
administración Bush.
Algunos señalaban que en ese
Comité son cada vez más raras las audiencias públicas y lo califican de
«bastión soporte de la CIA y sus agencias de inteligencia primas», y que es una
excepción esta confrontación de ahora con la institución que dirige John
Brennan, quien en los años bajo escrutinio era un alto oficial de la CIA, razón
de más para mantener oculto el informe, que a decir de los voceros contiene
numerosos «errores factuales».
Mientras tanto, la versión de
los funcionarios involucrados en esa política y práctica durante la
administración Bush —y quién sabe hasta cuánto más acá— siguen argumentando
como justificación para las aberrantes arbitrariedades y violaciones, que las
técnicas mejoradas de interrogatorios (enhanced interrogation techniques)
fueron efectivas para garantizar que no se produjeran ataques terroristas
contra Estados Unidos, como el senador Mark Udall puntualizó que había sido
dado a conocer en un reciente video durante la presentación de la Biblioteca y
Museo Presidencial George Bush.
Aún más, en 2009 Obama dejó
claro que el programa de detención e interrogatorio de la CIA y sus técnicas
mejoradas no tenían lugar en su administración. Este espaldarazo, al permitir
que sigan siendo secretos los informes, reportes y documentos que lo exponen,
dice exactamente lo contrario.
Por cierto, producir esas seis
mil páginas sobre la CIA y sus torturas, que no se dejan ver, costó nada menos
que 40 millones de dólares, y claro que los pagaron los contribuyentes, la
ciudadanía con derecho a saber, pero a quienes se les miente y oculta.
Así son las cosas en el imperio.
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