Foto: Jorge Luis González |
(Versiones Taquigráficas-Consejo de Estado)
Querido General Presidente Raúl Castro Ruz;
Queridos compañeros Gerardo, Antonio, Ramón, Fernando y René;
Queridos compañeras y compañeros;
Cubanas y cubanos:
Un día como hoy, como se ha dicho, hace 120 años comenzó el
levantamiento del pueblo cubano para alcanzar su definitiva y total
independencia. El amor a esa libertad, a esa soberanía, a esa esperanza,
se inició mucho tiempo atrás, quizás desde el instante mismo en que
empezó a formarse lo que llamamos comúnmente la identidad. Los que
llegaron de distintas latitudes de Europa, ya de la España conquistadora
o del África, o los vestigios de las comunidades indígenas, en trance
de extinción pero sobrevivientes, unieron sus sangres para formar algo
que José Martí llamaría en palabras emotivas “dulcísimo misterio”.
El concepto de cubano viene del nombre de nuestra isla, Cuba. Nunca
pudo ser cambiado, prevaleció por sobre el intento de darle otros
nombres, otras atribuciones. El nombre, sonoro y breve, quedó prendido
en el corazón de los que lo escucharon por vez primera. Más allá del
mar azul del Caribe, que se descubre desde la orilla de nuestras playas o
desde el aire, Cuba aparece con la forma tan hermosa con que a las
puertas del golfo de México establece la isla su presencia y su
naturaleza.
En realidad nunca nos llamamos isleños, a pesar de que no es una,
sino muchas islas las que conforman nuestra realidad. En el seno de
ellas fueron surgiendo, a lo largo de los años, percepciones donde todo
lo anterior que traía el conquistador o el conquistado como memoria fue
cediendo lugar a algo diferente, que surgió en la manera de construir,
que siendo igual o pareciéndolo era distinta. Surgió en el horizonte de
la poesía, del canto campesino, de la voz de los poetas de más vuelo.
Surgió también, tempranamente, en el pensamiento de los más inquietos,
entre los que comenzaron a llamarse criollos.
Entonces éramos solamente un país. El país es un espacio. La patria
comenzó a ser un sueño, una aspiración, y la nación, un derecho por el
que había que luchar, una nación con leyes, una nación que sería
depositaria y respetuosa de su propia cultura, una nación que sabría ir
al futuro desde el pasado.
Allá en su retiro, muy cerca de Cuba, adonde quiso ir a morir ante la
imposibilidad de llegar a ella, el presbítero Félix Varela exclamaba:
“No hay patria sin virtud ni virtud con impiedad”. Pero, además, los
últimos que le vieron afirman que les dijo: “Ofrezco todos mis
sufrimientos y sacrificios por Cuba”.
Ese mismo sentimiento llevó a Heredia, en el padecimiento de su
destierro, a sembrar en el alma cubana el espíritu de una patria, y eso
alentó a los primeros que se rebelaron y encontraron que no había
fronteras que cruzar más que el océano, que la lucha en última instancia
sería aquí; que contra el cepo, el látigo, la discriminación, la
humillación y la negación propia de la humanidad surgiría un día de
redención y de libertad.
José Martí, autor del intento y del fundamento de la unidad de la
nación cubana, creyó firmemente que no venía nuestra América ni de
Rousseau ni de Washington, venía de sí misma. Al mismo tiempo, en la
medida en que aún muy joven fue madurando su pensamiento, se acercó más a
esa sufriente raíz de los orígenes: a Guaicaipuro, a Hatuey, a Guarina,
a Caonabo, a todos los que enfrentaron el saber, como ha afirmado un
pensador latinoamericano, que un determinado día y en una determinada
hora nos habíamos enterado de que, primero, éramos indios; segundo, que
nuestras teologías y nuestras ideas del bien o del mal eran distintas;
que debíamos soberanía a un rey distante y que todo debía ser cambiado.
Sin embargo, más allá del dolor y el sufrimiento de aquellas primeras
comunidades, que soportaron la mordida de los lebreles, el hierro de
las cadenas y el fuego, como Hatuey, en Yara, donde vivía por los siglos
la tradición de que en tiempos de tribulación o de esperanza un fuego
misterioso se encendía en la noche iluminando el monte, Cuba fue
forjándose, fue haciéndose y fue, desde lo que Martí juzga “la inocencia
culpable” de un patriciado que, obteniendo su riqueza de la esclavitud,
comenzó sin embargo a darse cuenta de que ya sus hijos no
necesariamente pensaban como ellos, que necesitaban ardorosamente un
cambio y que ese cambio pasaba por una autentificación de su identidad.
Cada pueblo nombrado, o cada una de las siete primeras ciudades, excepto tres, llevaron la impronta del lar indígena.
Así, Santa María del Puerto del Príncipe sobre el Camagüey, San
Salvador sobre el Bayamo, La Habana sobre las huellas de Habaguanex, y
así cada uno de los rincones y lugares repetían en la toponimia del
suelo una presencia más antigua que empezaba a convertirse ya solo en
una arqueología. O confundida con la sangre del conquistador dio a luz,
como ha señalado el que fuera ilustre diputado de nuestra Asamblea,
Cintio Vitier, el primer maestro, Miguel Velázquez que allá en Santiago
de Cuba, donde tiene un modesto monumento, hablaba de que era tierra
dominada y como de señorío. Un sentido de rebeldía antiguo vino desde
abajo, y ese sentimiento rebelde se fue convirtiendo en más fuerte en la
medida en que la esperanza de cualquier cambio político, fundado en la
consideración del conquistador sobre el conquistado, era prácticamente
imposible.
A la sublevación de los esclavos que primero llevaron los nombres de
su lugar de origen: Juan Congo, Antonio Carabalí, Miguel Fula; sucedió
el apellido que en la pila recibieron de sus amos: Morales, Armenteros,
Cárdenas y así de esa gran cofusión y amalgama indo-hispano-africana,
fue surgiendo nuestra identidad orgullosamente mestiza de la sangre y de
la cultura.
Se hizo pronto realidad en la música, como lo fue en la poesía; era
diferente en el paisaje tan distinto a las áridas pero hermosas tierras
de Castilla, o la brumosa Galicia o Asturias, o las Islas Canarias… era
otra cosa. Y para los propios africanos la tierra tenía sus misterios:
ciertos árboles les recordaban los suyos, algunos que consideraban
sagrados fueron objeto de sus cultos. Y muy pronto fue naciendo,
lentamente, lentamente, lentamente, una aspiración que fue convirtiendo
el país en el sueño de una patria.
A los grandes precursores, a los que murieron con la esperanza de construirla, debe Cuba todavía sentidos homenajes.
Y como decía hace unas horas un juicioso historiador: la historia de nuestras luchas todavía, a pesar de todo lo que está escrito, está por escribirse. Faltan muchas biografías, muchos heroísmos, muchos silencios, muchas lágrimas que nadie enjugó que deben ser cantadas por los poetas, como pedía José Martí a José Joaquín Palma, cuando le decía a su ilustre amigo, biógrafo de Céspedes, bayamés de cuna: “Lloren los trovadores republicanos sobre la cuna apuntalada de sus repúblicas de gérmenes podridos; lloren los bardos de los pueblos viejos sobre los cetros despedazados, los monumentos derruidos, la perdida virtud, el desaliento aterrador: el delito de haber sabido ser esclavo, se paga siéndolo mucho tiempo todavía”.
Y luego dirá: “Nosotros tenemos héroes que eternizar, heroínas que enaltecer, admirables pujanzas que encomiar: tenemos agraviada a la legión gloriosa de nuestros mártires que nos pide, quejosa de nosotros, sus trenos y sus himnos”.
Y los que se anticiparon y se conjuraron, estuvieron dispuestos a perderlo todo, a sacrificarlo todo.
Ya a principios del siglo XIX la América parecía haber resuelto el
problema y una inquietud profunda sacudía de una u otra parte el
continente. Valientes pensadores explicaron los derechos de una América
independiente, y algunos líderes se atrevieron a de-safiar el poder y a
morir como Gual y España en una plaza de Caracas, siendo ejecutados
antes de que llegara la hora.
Exactamente en Cuba, en el silencio de las logias, trabajaron
“Frasquito” Agüero y otros para hacer un texto constitucional de una
república ideal, utópica y futura. Los años pasaron y al parecer para
muchos, unido a la trata esclavista, el destino de Cuba pasaba
necesariamente por ser una estrella más de la unión del sur de Estados
Unidos, algunos invocaban hasta la providencia divina para asegurarlo.
Sin embargo, otros creían todo lo contrario: Cuba no debe esperar más
que solidaridad; pero nuestro problema debemos resolverlo nosotros
mismos, y esa solución, invocada ya por Varela y enseñada por Luz en su
escuela, como educador y formador de una juventud rebelde, adquirió
dimensión en lo que él llamó “el sol del mundo moral” que caerían reyes e
imperios, pero que jamás caería del pecho humano.
Mucho debe Cuba a Luz, y Martí afirma que lloró dos veces, por Luz y por Lincoln, dice, sin haber conocido a Luz ni a Lincoln. Luego, del segundo, dice que supo, y aconsejado por un mal político y por un mal hombre, quiso lanzar sobre Cuba toda la hez del Sur derrotado.
Sin embargo, venidos de allá?? de América, donde habían
presenciado el gran debate en el Sur y el Norte, no pocos cubanos
quisieron luchar también por la libertad de su patria. En Cuba el
movimiento de búsqueda de la anexión a la nación norteamericana se fue
debilitando en la medida en que el Sur iba siendo derrotado. Otros
creían que era posible un camino: reformas, reformas y solo reformas. La
aspiración a una concesión política, más que a una conquista política.
De esa ardua batalla entre dos corrientes surgió una victoriosa que se empezó a manifestar en distintos puntos del occidente, el centro y el oriente.
Ya en 1851, en una plaza de Camagüey, Joaquín de Agüero era
ejecutado. Se dice que un joven, un adolescente fue llevado al dramático
escenario de su ejecución y que mojó en su sangre su pañuelo; sería el
que algunos llamarían: Bayardo y otros El Mayor, el letrado, el poderoso
defensor de las ideas políticas y sociales, el que sería Mayor General
del Ejército Libertador y líder del pensamiento abolicionista en
Camagüey.
Mientras, en Oriente, más allá de Jobabo se reunían una y otra vez, y
así lo hicieron por penúltima vez en lo que llamaron la Convención de
Tirsán, en un lugar nombrado San Miguel del Rompe. Allí se escuchó la
voz del más inquieto, del hombre de pequeña estatura, de grande y
variado talento, abogado que había recorrido el mundo, buen jinete,
jugador, afortunado, amante del amor y los placeres de la vida, pero
dispuesto a renunciar a todo clamó por un levantamiento sin esperar más.
Otros con más riqueza, pero con no menos determinación aspiraban a un
nuevo periodo de zafra para reunir con qué hacer la batalla definitiva,
y sin embargo un juramento surgió de todos los conjurados: Si esta
conspiración es descubierta, el primero al que intenten apresar, se
levantará.
La madrugada del 9 al 10 de octubre Céspedes, en el patio de su
ingenio La Demajagua, con apenas 37 hombres, a la vista del Golfo de
Guacanayabo y contemplando en el horizonte la sierra magnífica, se
dirigió a aquellos compañeros suyos proclamando no solamente la
necesidad de luchar y arrebatar las armas del adversario, único camino
posible, sino lanzando un tizón encendido sobre una isla esclavista.
Sus propios esclavos serían libres y tendrían el derecho a luchar por su
libertad y por su patria.
El concepto de patria se había unido a la ambición por una nación y
en una fecha venturosa tomaron la primera de las ciudades orientales.
Esa primera ciudad fue Bayamo, que después entregaron a las llamas en el
momento en que todo parecía perdido. A las puertas de las casas de los
conjurados o de los jóvenes más comprometidos llegaron los primeros
guerrilleros solicitando pan y armas. En San Luis uno tocó a la puerta
de Marcos y de Mariana, la insigne Mariana —este año es el bicentenario
de su nacimiento—. Poderosa madre de una nación que en ese momento pone a
sus hijos de rodillas y les hace jurar, ante el Cristo que toma de la
pared del aposento, que lucharán hasta morir por su patria, juramento
que se cumplió para casi todos.
Años de lucha y de sacrificio. Ninguna historia, ni española ni
cubana, ha logrado hablar en toda su magnitud de lo que sufrió la
familia, el niño, la mujer cubana, el campesino cubano. Peleábamos
contra un ejército aguerrido y batallador, que venía de vindicar sus
querellas en la península, en las largas guerras carlistas y ahora, en
Cuba, por decenas de miles enfrentaban el levantamiento de los cubanos.
Ya habían surgido entre nosotros guerrilleros temibles. Ante el temor
de la toma inexorable de Bayamo, esperó con un puñado de hombres
escogidos, en un punto llamado las Ventas de Casanova, un guerrero
dominicano acostumbrado a combatir en la guerra de restauración de su
propia patria y contra el invasor extranjero; allí demostró que esa
arma, usada hasta ahora para vindicaciones de honor o cortar caña, sería
la más importante en la lucha. Todavía se conserva en un museo en la
península, una carabina cortada de un solo golpe por un machetazo fiero;
tal fue el combate que duró segundos, que duró momentos, lo que
permitió dar cuenta al enemigo de que había nacido un adversario, hijo
de su sangre, que sería capaz de luchar por su libertad y alcanzarla.
Bayamo fue incendiada como una nueva Numancia y eso les anunció el
futuro y el destino. Ya en 1853, en una humilde casa de la calle Paula,
hijo de español y de española, había nacido José Martí. En ese mismo
año muere el Padre Varela, en San Agustín de la Florida, y muere Domingo
del Monte, en Barcelona, dos poderosos pensadores se extinguen. Pero
más me interesa el primero; el segundo, hombre de gusto, literato,
diseñador de vida social y pensador agudo. El primero, revolucionario
integral, que opta por la abolición de la esclavitud, por el
reconocimiento de la independencia americana, que se convierte en
defensor de los pobres, que publica su periódico y lo envía a Cuba.
Sus discípulos le lloraron, pero nadie sabía entonces que en la
propia pila bautismal en que había sido bautizado José Julián, había
sido también bautizado el Padre Varela. Cuando desapareció uno, nació
el otro.
Y ese joven llamado a un poderoso destino es el que hoy evocamos, al
conmemorar la hazaña de la unidad de la nación que él hizo nacer de la
desesperación por el fracaso del magno esfuerzo después de tanto
sacrificio; él, que leyó con amargura lo que ocurrió en los Mangos de
Baraguá y escribió al General Antonio que tenía ante sí una de las
páginas más hermosas de la historia de Cuba; él, que sintió como propio
el honor de todo el pueblo y las lágrimas de ese pueblo; él, que sufrió
las reconvenciones en su hogar; él, que llegó a tener una relación tan
intensa y profunda con un padre, que siendo soldado y español, alcanzó a
entender, al verlo herido y llagado, prisionero y enflaquecido, que su
destino era otro, quizás diseñado en su hermoso poema Abdala, cuando
presenta el duelo entre el yugo y la estrella y pide lo uno y lo otro, y
está convencido, como afirma, de que esa estrella ilumina y mata.
Exilio, Centroamérica, la América del Sur, los cubanos dispersos, las
acusaciones recíprocas, finalmente España, los Estados Unidos. Allí
vivió 14 años, y fue, como han afirmado sus cronistas, el cubano que más
entendió en su tiempo aquella nación. Admiró las virtudes de Emerson,
las del padre Flanagan. Admiró la obra colosal de la construcción del
puente de Brooklyn. Asistió puntualmente a las conferencias de Oscar
Wilde, a las exposiciones de teatro; enamorose candorosamente de la
hermosa bailarina española Charito Otero. Pero más que todo, se dio
cuenta del gran fenómeno que en aquella nación se forjaba y que, como
había afirmado Bolívar en un momento de extraordinaria lucidez, parece
llamada por la providencia a colmar a la América Latina de pobreza y
miseria en nombre de la libertad. Se dio cuenta de que si en 1868 nada
pudieron esperar, de que, a pesar de que allí siempre existieron,
existen y existirán amigos poderosos de Cuba, hubo una dicotomía entre
el sentimiento de los amigos y la voluntad de un Estado que siempre
quiso de una manera manifiesta impedir la realización de una
independencia que creyó inoportuna. Creyó más bien en el cumplimiento de
una doctrina trazada por uno de sus políticos, que planteaba que
solamente extendiendo la mano en el momento de la madurez de la fruta,
esta caería sencillamente en sus palmas.
No obstante todo ello, pasó de ser el orador de última fila, al
primero. Cada acto del 10 de Octubre, cada conmemoración cubana, el
horroroso recuerdo del 27 de Noviembre, terrible suceso que le
sorprendió en España, vuelve todos los años a llevar al orador a la
tribuna y a unir lo que estaba desunido. Y de mil octavillas surgió un
periódico, Patria, y de mil discursos surgió una orientación política, y
de mil disposiciones y pequeñas organizaciones soñó con la creación de
un partido político para dirigir una guerra de liberación nacional,
anticipándose al concepto de que es imposible hacer una revolución sin
una teoría revolucionaria. Su teoría no era otra que nuestra historia,
nuestro sacrificio, nuestro esfuerzo. Éramos una nación en ciernes, de
derecho, pero no de hecho.
Llamado a poner empatía en la discordia, unió a Gómez y a Maceo. Es
inocultable que después del fracaso de 1884 y del encontronazo de Nueva
York, ya no había posibilidad de una amistad fecunda para iniciar un
nuevo proceso. Hoy diríamos: no hay condiciones objetivas. Sin
embargo, Maceo, en Costa Rica, preparaba a su contingente. Preparaba
Gómez, en la soledad de Montecristi, en República Dominicana, o cuando
antes se encontraron en la construcción del canal de Panamá amigos
dispuestos a ayudar, a dar amparo, a ofrecer techo y pan a los emigrados
que por todas partes soñaban y querían su patria. Y de esa forma surgió
la organización un 10 de abril, que es un día crítico en la historia de
Cuba, el día de la gloriosa Asamblea Constituyente de Guáimaro, donde
nació la utopía democrática del pueblo cubano; pero donde también se le
puso plomo a las alas de la revolución, donde se pensó que era posible
hacer una república de leyes cuando no éramos dueños más que del espacio
que pisaban los campamentos y los caballos de los libertadores. En
medio de esa realidad, un 10 de abril hace nacer su creación más
completa: el partido político, un partido unitario que convocaría al
pueblo cubano a una guerra que él consideró inevitable y, después,
necesaria.
Inevitable, porque en sus sentimientos nobles, generosos, en su
íntima y profunda convicción él había reclamado en su famoso Manifiesto a
la República Española, que no le pediría lo imposible, pero le pedía lo
posible: los derechos conculcados de Cuba, la representación de Cuba,
el derecho de estudiar, de interpretar, de conocer que éramos
diferentes. Nada de esto fue escuchado, solamente muchos solidarios en
España y en otras partes del mundo creían en la causa de Cuba.
Ahora todo sería más difícil: había un alto desarrollo de la
tecnología militar, una situación nueva en el continente americano, las
repúblicas sufrían los padecimientos de sus propias divisiones cuando
habían dejado intactos trono y altar después del esfuerzo inmenso de la
primera batalla.
Recordaban aún las dolorosas palabras de Bolívar en Santa Marta: “He
arado en el mar”; la tristeza de San Martín al regresar y encontrar su
país dividido; la pena de O’Higgins al morir en Lima, apartado de su
tierra amada; el dolor tremendo de Francisco de Morazán al verse
capturado y ejecutado por sus propios compañeros, y aún pesaba aquella
maldición casi bíblica que había lanzado Miranda, cuando el gran
precursor al ser entregado prisionero a las puertas de una nave
española, que lo llevará a una prisión perpetua y definitiva, al
reconocer los que cometen aquel parricidio, responde: “Bochinche y solo
bochinche es lo que saben hacer ustedes”.
Por sobre toda esa historia se levantó Martí, era vasta y grande su
cultura como ha señalado uno de sus biógrafos, subía y bajaba escaleras
como quien no tenía pulmones, su voz era clara y nítida, su poder de
convencimiento grande. Era, al mismo tiempo, un escritor incansable,
cuya hermosa letra inicial se había transformado prácticamente en
líneas inteligibles solo para los paleógrafos. Faltaba tiempo, le
faltaba tiempo.
Cuando todo estuvo preparado y dispuesto, cuando creyó que todo
estaba organizado, cuando había logrado visitar a Mariana Grajales en
Jamaica, que ya ciega le acaricia la cabeza y prácticamente con este
gesto noble y de rodillas envía un abrazo fraterno al hijo que tanto
amaba, a la madre que nunca pudo ver su patria libre; cuando ya separado
de todo bien personal, lejos su esposa, apartado de su hijo, muerto su
padre, dispersos sus amigos, se le vio pobre en Estados Unidos,
trabajando en el invierno ganando el pan, fundando la Liga para educar a
los negros cubanos, que bajo la orientación de Rafael Serra se reunían y
le llamaban, con cariño y con devoción, Maestro y Apóstol. ¡Qué torpeza
tratar de despojarlo de un título tan importante, Apóstol: el que
lleva la palabra, el que trasmite un mensaje nuevo y ese fue su mensaje!
Cuando en el puerto de Fernandina se perdieron las naves creyó
enloquecer, pero transformándose de José Martí en Orestes, que fue
siempre el seudónimo de sus escritos y su seudónimo político, viajó de
inmediato a la República Dominicana para buscar al general Gómez en
Montecristi, en aquella casa donde en breves días, el 25 de marzo, se
cumplirán también 120 años de la firma del poderoso Manifiesto llamando a
las armas al pueblo cubano, a los españoles que nada debían de temer si
respetaban la patria que había de fundarse. Hubo discordias, no se
lograba entender qué estaba ocurriendo. Hoy es fácil para nosotros
hacerlo a través de un teléfono, de un mensaje; entonces solamente era
el telégrafo con su lenguaje críptico el que anunciaba que la hora había
llegado.
Maceo había estado años antes en Cuba y conocía el estado político
del país, y en este momento, vacilaba en poder salir hacia Cuba, porque
no sabía qué estaba pasando en Estados Unidos y el dinero que se ofrecía
para fletar una nave y llegar sanos y salvos no aparecía.
Gómez estaba igualmente pobre en Santo Domingo, apenas unos centavos
para poder tomar esa determinación, y otros patriotas esperando en
distintos lugares, y en Cuba mucha gente avisada en Oriente, en el
Occidente, en Matanzas. De pronto el General dio la orden: “Es
necesario el alzamiento”, y Martí no vaciló en enviar el telegrama, que
su amigo recoge en la estación de la Western Union en la calle Obispo,
en La Habana Vieja: “Giros agotados”, lo cual significaba que se había
agotado el tiempo. Era la noche del 24 de febrero; el Capitán General
tenía la convicción y las informaciones de que se tramaba realmente un
movimiento.
Algunos dirigentes fueron capturados en La Habana. Juan Gualberto
Gómez, comprometido con su hermano y amigo José Martí, se fue a
Matanzas, a Ibarra, en busca del ingenio Vellocino de Oro donde había
nacido, para levantarse con un grupo de compañeros y cumplir su palabra.
En Santiago, Guillermo Moncada quiso morir cumpliendo su palabra, enfermo de tisis, pero en el campo de Cuba libre.
En Baire se levantaron, y en Bayate se alzó también Bartolomé Masó, y todo el mundo esperaba solamente la llegada de los líderes. Allá en España la conmoción fue grande, se había desmentido la propaganda autonomista, se había desmentido la propaganda anticubana de que todos eran sueños disparatados de un profeta enloquecido. Ahora solamente faltaba el arribo.
En admirable disciplina y en presencia de los generales y oficiales
que estaban en Costa Rica, juraron Antonio y Flor aceptar las
condiciones de viajar en las que el segundo le planteaba al primero, y
así salieron hasta tomar la goleta Honor y arribar el 1ro. de abril a
las costas de Cuba, en un punto del litoral baracoano: “Soy yo, Antonio
Maceo, que he vuelto”, gritó en lo alto del camino, mientras fogoneaba
con su arma a los guerrilleros de Baracoa. El 11 de abril, día glorioso y
memorable, en Playitas de Cajobabo desembarcaban Máximo Gómez y José
Martí.
Hace 20 años el Jefe de la Revolución me pidió contar esta historia.
Con profunda emoción y como se sube a encender la llama en lo alto del
cenotafio donde están los restos de los caídos, traté de cumplir mi
deber. Confieso que ha sido un gran honor aquel y este que usted,
General Presidente, hoy me ha conferido.
Pero algo más debo decir: El hecho importante y trascendental es que
entonces concluí mis palabras clamando porque se levantaran de las
tumbas los muertos gloriosos del 10 de Octubre y del 24 de Febrero;
clamé por los mártires, por las heroínas, por las cubanas que bordaron
banderas pidiéndoles atravesarnos en el camino de un enemigo y
adversario implacable que, todo parecía indicar, venía esta vez a
cercenar de forma definitiva, jugando con los azares de la historia, el
destino de Cuba; pero no fue posible.
Hoy, 20 años después, estamos aquí de pie, en una coyuntura
diferente. Nos hemos presentado con hidalguía bajo los mismos mangos
orientales, para enfrentarnos con el caballeroso adversario que ofrece
al menos detener por un tiempo la mano agresora y darnos la oportunidad
de discutir lo que lógicamente será necesario debatir bastante.
Ahora más que nunca hace falta la unidad de la nación, ahora más que
nunca la prenda más preciosa debe ser conservada. La fortaleza que nos
ha permitido llegar hasta aquí fue aquella que vi esa otra noche de
abril en Playitas de Cajobabo cuando, convocados por el líder de la
Revolución, llegamos a aquella hora oscura de la noche a la orilla de la
playa. Él llevaba la bandera cubana en el asta que le trajo uno de sus
ayudantes, y entonces, entrando en el agua a la altura prácticamente
del tobillo, se abrió de pronto en el cielo la luna blanca y movió la
bandera de Cuba hacia el Sur, hacia el Norte, hacia el Este y hacia el
Oeste, diciendo: ¡Aquí estamos!
Y aquí estamos hoy, ¡oh, patria amada!, ¡oh, bandera dulce, por la
cual tantos lucharon! No importa que tú, Maestro generoso, te hayas ido
tan pronto, aquel 19 de mayo, tuviste una profunda convicción,
convicción profunda: “Yo sé desaparecer, pero mis ideas prevalecerán”.
Y esas ideas han prevalecido. Fueron las ideas que se defendieron en
el proceso histórico del Moncada. Fueron las que conquistaron a los
muchachos que se reunían en la calle de Prado para escuchar la voz de
aquel joven que había irrumpido en la universidad como un torbellino, y
de quien me dijo una de sus hermanas: un día volvió a la casa y papá ya
lo sabía: “Vienes a buscar al chiquito”. El chiquito está aquí con
nosotros, y el grande está con nosotros todavía.
¡Viva Cuba! (Ovación)
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