Dictadura, tiranía o poder totalitario son
nociones habitualmente asociadas con individuos en función de gobernantes, y no
pocas veces manipuladas por la propaganda contra afanes populares de justicia y
dignificación humana. Uno de los blancos en que más se ha ensañado esa
propaganda ha sido el concepto marxista dictadura del proletariado, que no se
tratará en estas páginas, salvo para aludir ahora a maniobras con que las
derechas del mundo han procurado y procuran satanizar todo lo que huela a
búsqueda de equidad social.
Cabe asimismo apuntar que a las aspiraciones justicieras les resultará sano no asumir para sí términos que, aunque pensados para revertir viejos males, faciliten el trabajo de quienes fabrican ardides contra ellas. Decirlo no supone creer que, por muy cuidadosos y sinceros que sean, los escrúpulos verbales de los movimientos de izquierda bastarán para que la maquinaria propagandística montada contra ellos, potente y ajena al pudor, deje de promover formas de gobierno y de estados idealizadas para servir a cúpulas de fuerzas cuyo poder se basa en la opresión de las mayorías. Tales cúpulas que, en tanto opresoras, son esencialmente dictatoriales, capitalizan recursos mediáticos con los cuales edulcoran su imagen para presentarse como supuestas garantes de una democracia que, en realidad, las respalda y las beneficia a ellas y, por tanto, no es democracia verdaderamente.
Las presentes páginas solo exploran una zona en
la que José Martí caló temprana y profundamente: la realidad de los Estados Unidos,
nación que —mercadeo de imágenes mediante— ya se promovía como el modelo
democrático por excelencia. En 1876, con su perspectiva de hijo de nuestra
América —amenazada y ya víctima de la voracidad de la entonces potencia
emergente, que le había arrebatado a México más de la mitad de su territorio—,
Martí sostuvo sobre la cuestión del propio México y la de Cuba: “dependen en
gran parte en los Estados Unidos de la imponente y tenaz voluntad de un número
no pequeño ni despreciable de afortunados agiotistas, que son los dueños
naturales de un país en que todo se sacrifica al logro de una riqueza material”[1].
Situaba así en términos políticos y de base
económica el distanciamiento que por lo menos desde 1871 venía teniendo con
respecto a la pujante nación norteña. En ese año, cuando él contaba dieciocho y
empezó en Madrid el que sería su primer destierro español, se ubica el cuaderno
de apuntes donde escribió:
Los norteamericanos posponen a la utilidad el
sentimiento. —Nosotros posponemos al sentimiento la utilidad. // Y si hay esta
diferencia de organización, de vida, de ser, si ellos vendían mientras nosotros
llorábamos, si nosotros reemplazamos su cabeza fría y calculadora por nuestra
cabeza imaginativa, y su corazón de algodón y de buques por un corazón tan
especial, tan sensible, tan nuevo que solo puede llamarse corazón cubano, ¿cómo
queréis que nosotros nos legislemos por las leyes con que ellos se legislan?
Y añadió un juicio inseparable del hecho de
que, tras el estallido —el 10 de octubre de 1868— de la primera guerra de Cuba
por su independencia, los Estados Unidos tuvieron un comportamiento
representativo de la que seguiría siendo su actitud con respecto al país
antillano. Refiriéndose al hecho de que, además de no reconocer la legitimidad
de la causa cubana, siguieron vendiendo pertrechos a España, anotó: “ellos
vendían mientras nosotros llorábamos”[2].
La historia en la pupila
En general, la visión de Martí sobre el país
que, como se verá en textos citados más adelante, calificará con expresiones
tan elocuentes como “la Roma americana”, “república […] cesárea e invasora” y
“monstruo”, no se basó únicamente en su extraordinaria capacidad de intuición.
De modo determinante se afianzó en el conocimiento de la historia y el rumbo de
aquella nación, que, desde su fragua a partir de las que fueran Trece Colonias
británicas, se había propuesto apoderarse de Cuba[3].
Su condición de desterrado político, obligado a
pasar más de la mitad de su vida fuera de su patria, a la que se consagraba,
puso a Martí en camino de residir durante cerca de quince años en los Estados
Unidos[4].
Allí fue testigo de la política diaria de ese país, de los manejos de su
prensa, de la actitud y los pronunciamientos de sus políticos, de su
idiosincrasia rectora. Y conoció y denunció las pretensiones y la marcha de una
potencia en desarrollo que se aprestaba no solo a dominar a las Américas en su
conjunto, sino también a imponerse hegemónicamente sobre el mundo todo. En pos
de tales fines se confabulaban las fuerzas internas que la regían.
De 1881 data el siguiente ejemplo de cómo
calaba Martí en la sociedad estadounidense:
Una aristocracia política ha nacido de esta
aristocracia pecuniaria, y domina periódicos, vence en elecciones, y suele
imperar en asambleas sobre esa casta soberbia, que disimula mal la impaciencia
con que aguarda la hora en que el número de sus sectarios le permita poner mano
fuerte sobre el libro sagrado de la patria, y reformar para el favor y
privilegio de una clase, la magna carta de generosas libertades, al amparo de
las cuales crearon estos vulgares poderosos la fortuna que anhelan emplear hoy
en herirlas gravemente[5].
En 1884 describió la institución —realidad y
símbolo— que concentraba y continuaría concentrando la fuerza de esa
aristocrática fusión entre política y economía: “El monopolio está sentado,
como un gigante implacable, a la puerta de todos los pobres. Todo aquello en
que se puede emprender está en manos de corporaciones invencibles”, sostuvo, y
de ello extrajo conclusiones rotundas: “Este país industrial tiene un tirano
industrial. Este problema, apuntado aquí de pasada, es uno de aquellos graves y
sombríos que acaso en paz no puedan decidirse, y ha de ser decidido aquí donde
se plantea, antes tal vez de que termine el siglo”[6].
La posibilidad, asumida como esperanza, de que
ese problema se dirimiese antes de que terminara la centuria, se explica por un
hecho: como seguirá viéndose en estas páginas, ponerles freno a los planes
expansionistas de los Estados Unidos era una tarea central en el proyecto de
liberación concebido por Martí para Cuba. Tenía claro que se trataba no solo de
independizar a este país, sino de asegurar con esa independencia la de los
pueblos que él llamó nuestra América, y equilibrar el mundo. Ese equilibrio
sería fundamental para la paz y la soberanía de los demás pueblos del planeta, y
para un funcionamiento sano de la propia sociedad estadounidense.
En sus denuncias de entonces sobre esa
sociedad, Martí podía tener presente que la primera de sus colaboraciones para
La Nación, de Buenos Aires, suscitó alarma en el director propietario del
periódico, Bartolomé Mitre y Vedia. Este mutiló el texto por temor a que
pareciera que en sus páginas “se abría una campaña de denunciation [sic] contra
los Estados Unidos como cuerpo político, como entidad social”, dados los
criterios emitidos sobre “ciertos puntos y detalles de la organización política
y social y la marcha de ese país”[7].
A pesar de los temores de Mitre, lo publicado del
texto de Martí —con fecha 15 de julio de 1882, pero incluido en el diario el 13
de septiembre siguiente: demora que habla de las preocupaciones del director—
mostró serias impugnaciones a la realidad estadounidense[8].
De hecho, seguirían siendo apreciables en la generalidad de lo publicado por
Martí en aquel rotativo, y en otros.
En particular, la crónica fechada 8 de abril de
1888 y publicada en La Nación el siguiente 17 de mayo, tiene el sabor de una
respuesta al temeroso editor. Circunstancias internacionales diversas
—Argentina tenía entonces nexos preferentes con Inglaterra, no con los Estados
Unidos—, y especialmente el prestigio ganado por el periodista revolucionario
en el ámbito de la lengua española, le permitían sostener un juicio como este:
“Se ve ahora de cerca lo que La Nación ha visto, desde hace años, que la república
popular se va trocando en una república de clases”. Y añadió esta valoración
abarcadora:
Se ve que no bastan las instituciones pomposas,
los sistemas refinados, las estadísticas deslumbrantes, las leyes benévolas,
las escuelas vastas, la parafernalia exterior, para contrastar el empuje de una
nación que pasa con desdén por junto a ellas, arrebatada por un concepto
premioso y egoísta de la vida. Se ve que ese defecto público que en México
comienza a llamarse el “dinerismo”, el afán desmedido por las riquezas
materiales, el desprecio de quien no las posee, el culto indigno a los que las
logran, sea a costa de la honra, sea con el crimen, ¡brutaliza y corrompe a las
repúblicas![9]
Procede observar en la cita algunos elementos
de la composición interna que preparaba a los Estados Unidos como escenario de
un sistema dictatorial, aunque enjaezado con la presentación de ese país como
cuna y garantía de la democracia. Para eso la potencia se hizo de una
maquinaria propagandística cada vez más poderosa, y falseadora. Todo ello se
apreciaría de manera palmaria en las relaciones de los Estados Unidos con el
resto del mundo, que partían de las fuerzas internas y los modos de poder en
que esa realidad se cimentaba.
A bordo del May Flower llegaron a la América
del Norte portadores de una conciencia de superioridad en que se mezclarían el
culto de la libertad para sí y una ideología “mesiánica” que, con ostensibles
ingredientes de sesgo místico, se ubicaría en la cima de la misión
civilizatoria de la que Occidente se ha creído protagonista iluminado. Aquellos
peregrinos fundadores abandonaron una Inglaterra monárquica donde sentían
menguados sus derechos, y se dieron a adueñarse de un espacio que conquistarían
masacrando o marginando a los pobladores originarios, y explotando a esclavos
importados de África y a cuyos descendientes les inocularían la noción de que
siempre serían ajenos al país.
De ahí la prosperidad del concepto de
Afroamerican, que debe traducirse como afroestadounidense. Ese constructo se
afianzó calzado por la discriminación ejercida contra los pobladores que
tuvieran ancestros africanos, y por la propia voluntad de estos de reclamar sus
derechos y el reconocimiento de la dignidad de sus particularidades étnicas y
culturales. No fueron los únicos integrantes de sectores poblacionales
rudamente discriminados. Otro tanto sufrieron, de distintos modos, los
inmigrantes en general, en una escala de “valores” impuestos desde la cúpula
dominante, y de los que las personas de origen chino serían víctimas cercanas a
los de antepasados africanos. Da fe de ello una expresión como yellow niggers,
traducible al español como niches amarillos.
La conquista del Oeste —sublimada por sagas de
todo tipo que satanizaban o aún satanizan a los aborígenes despojados de sus
tierras, asesinados o sometidos al apartheid de entonces, las reservas en las
cuales se les confinó— fue una de las mayores vías para el crecimiento de la
nación. Pero el carácter de esta lo consolidaría y lo reflejaría la guerra que
puso fin formal a la esclavitud como un paso para unificar el Norte y el Sur.
De ese proceso han llegado a la actualidad atavismos políticos de fuertes
implicaciones en las normas electorales, junto con herencias de la
discriminación y el supremacismo que tienen símbolo terrorífico, y realidad, en
el Ku Klux Klan.
Observando las pugnas que se daban dentro del
gobierno en busca de alzarse cada quien, o cada fuerza política, con más poder
cada vez, el agudo veedor llegó a esta conclusión, que se lee en su crónica
fechada 9 enero 1889 y publicada en La Nación el 28 de febrero siguiente:
lo que se ve es que va cambiando en lo real la
esencia del gobierno norteamericano, y que, bajo los nombres viejos de
republicanos y demócratas, sin más novedad que la de los accidentes de lugar y
carácter, la república se hace cesárea e invasora, y sus métodos de gobierno
vuelven, con el espíritu de clases de las monarquías, a las formas monárquicas[10].
Libertad señorial y sectaria
De la penetración de Martí en esa historia dan
cuenta diversos textos suyos, y de modo especialmente concentrado el discurso
que se conoce como “Madre América”. Lo pronunció el 19 de diciembre de 1889 en
circunstancias estrechamente vinculadas con el desarrollo de los Estados Unidos
como un sistema tiránico. Supo repasar, para favorecer su desvanecimiento,
mitos que justificaban la adoración acrítica de ese país por parte de
latinoamericanos que lo veían como un modelo digno de imitarse, y algunos de
los cuales podían hallarse en el auditorio. No fue casual que, en
contraposición con una América española que había nacido “del perro de presa”,
dijera:
De lo más vehemente de la libertad nació en
días apostólicos la América del Norte. No querían los hombres nuevos, coronados
de luz, inclinar ante ninguna otra su corona. De todas partes, al ímpetu de la
frente, saltaba hecho pedazos, en las naciones nacidas de la agrupación de
pueblos pequeños, el yugo de la razón humana, envilecida en los imperios
creados a punta de lanza, o de diplomacia, por la gran república que se alocó
con el poder […]
Además de definir a los Estados Unidos como “la
gran república que se alocó con el poder” —locura que no debe verse, ni la
vería él, como una anomalía, sino como expresión propia de un sistema—, Martí
ratificó su posición como hijo de una América necesitada de completar su
independencia y desarrollarse: “Pero por grande que esta tierra sea, y por
ungida que esté para los hombres libres la América en que nació Lincoln, para
nosotros, en el secreto de nuestro pecho, sin que nadie ose tachárnoslo ni nos
lo pueda tener a mal, es más grande, porque es la nuestra y porque ha sido más
infeliz, la América en que nació Juárez”.
Desde esa perspectiva ahondó en la formación de
los Estados Unidos:
El pueblo que luego había de negarse a ayudar,
acepta ayuda. La libertad que triunfa es como él, señorial y sectaria, de puño
de encaje y de dosel de terciopelo, más de la localidad que de la humanidad,
una libertad que bambolea, egoísta e injusta, sobre los hombros de una raza
esclava, que antes de un siglo echa en tierra las andas de una sacudida; ¡y
surge, con un hacha en la mano, el leñador de ojos piadosos, entre el estruendo
y el polvo que levantan al caer las cadenas de un millón de hombres emancipados!
Se ocupó de precisar que nada de eso —ni el
propio Abraham Lincoln, “el leñador de ojos piadosos”— fue suficiente para que
emergiese de la guerra una nación justiciera:
Por entre los cimientos desencajados en la
estupenda convulsión se pasea, codiciosa y soberbia, la victoria; reaparecen,
acentuados por la guerra, los factores que constituyeron la nación; y junto al
cadáver del caballero, muerto sobre sus esclavos, luchan por el predominio en
la república, y en el universo, el peregrino que no consentía señor sobre él,
ni criado bajo él, ni más conquistas que la que hace el grano en la tierra y el
amor en los corazones,—y el aventurero sagaz y rapante, hecho a adquirir y
adelantar en la selva, sin más ley que su deseo, ni más límite que el de su
brazo, compañero solitario y temible del leopardo y el águila[11].
Fortalecido en la contienda, el señorío pondría
en peligro las libertades en la república allí constituida y —lo dice el
orador— “en el universo”. Tal era la emergente potencia que había convocado a
los pueblos de nuestra América ya independientes a reunirse en Washington. Con
sesiones que se extendieron entre 1889 y 1890, tuvo lugar allí un Congreso
Internacional concebido para fomentar relaciones comerciales de falsa
reciprocidad, que uncirían a esos pueblos a los intereses y manejos del ya
poderoso anfitrión. Este auspició en 1891, en la estela del Congreso, una
Comisión Monetaria pensada para imponer su moneda en el comercio con dichos
pueblos, plan a cuyo naufragio entonces coadyuvó Martí como representante de
Uruguay[12].
La velada del 19 de diciembre de 1889
—celebrada en Nueva York, en la Sociedad Literaria Hispanoamericana, a cuya
junta directiva pertenecía Martí, quien será electo presidente en diciembre del
siguiente año— se realizó para agasajar a los delegados hispanoamericanos al
foro, cuna institucional del panamericanismo imperialista. Fue una señal de que
el anfitrión y organizador del encuentro se preparaba para imponer su tiranía
sistémica a toda nuestra América. En su discurso dijo Martí:
De la tiranía de España supo salvarse la
América española; y ahora, después de ver con ojos judiciales los antecedentes,
causas y factores del convite, urge decir, porque es la verdad, que ha llegado
para la América española la hora de declarar su segunda independencia. En cosas
de tanto interés, la alarma falsa fuera tan culpable como el disimulo. Ni se ha
de exagerar lo que se ve, ni de torcerlo, ni de callarlo. Los peligros no se
han de ver cuando se les tiene encima, sino cuando se los puede evitar. Lo
primero en política, es aclarar y prever.
Él, que aclaraba y preveía, al hablar de
tiranía en esa crónica no pensaba en un hecho aislado ni en una abstracción,
sino en una realidad sistémica. De ahí que, en la misma crónica —extensa, y que
los editores del diario La Nación publicaron en dos partes—, vaticinara que los
Estados Unidos se disponían a “ensayar en pueblos libres su sistema de
colonización”[13].
No fue casual que, cuando plasmó esos criterios, ya estuviera uniendo cabos
para preparar la guerra de independencia con que procurará librar a Cuba de la
tiranía de España, y de la tiranía de los Estados Unidos.
Para organizar esa guerra fundará el Partido
Revolucionario Cubano, que se proclamó constituido el 10 de abril de 1892, pero
fue —como de distintos modos dijo en más de un texto el fundador— “obra de doce
años callada e incesante”[14].
En el artículo con que en el periódico Patria, vocero y soldado de la
revolución, celebra la entrada de ese Partido en su tercer año de existencia,
sostuvo:
En el fiel de América están las Antillas, que
serían, si esclavas, mero pontón de la guerra de una república imperial contra
el mundo celoso y superior que se prepara ya a negarle el poder,—mero fortín de
la Roma americana;—y si libres—y dignas de serlo por el orden de la libertad
equitativa y trabajadora—serían en el continente la garantía del equilibrio, la
de la independencia para la América española aún amenazada y la del honor para
la gran república del Norte, que en el desarrollo de su territorio—por
desdicha, feudal ya, y repartido en secciones hostiles—hallará más segura
grandeza que en la innoble conquista de sus vecinos menores, y en la pelea
inhumana que con la posesión de ellas abriría contra las potencias del orbe por
el predominio del mundo[15].
Esa idea reaparece en el Manifiesto de
Montecristi, escrito por él el 25 de marzo de 1895, como primer programa
público de la gesta, que había estallado el 24 de febrero:
La guerra de independencia de Cuba, nudo del
haz de islas donde se ha de cruzar, en plazo de pocos años, el comercio de los
continentes, es suceso de gran alcance humano, y servicio oportuno que el
heroísmo juicioso de las Antillas presta a la firmeza y trato justo de las
naciones americanas, y al equilibrio aún vacilante del mundo. Honra y conmueve
pensar que cuando cae en tierra de Cuba un guerrero de la independencia,
abandonado tal vez por los pueblos incautos o indiferentes a quienes se inmola,
cae por el bien mayor del hombre, la confirmación de la república moral en
América, y la creación de un archipiélago libre donde las naciones respetuosas
derramen las riquezas que a su paso han de caer sobre el crucero del mundo[16].
Notas:
* Original en español, inédito hasta hoy, del ensayo
traducido al inglés por Keith Ellis para el volumen colectivo Dictatorship
in Fact and in Fiction [Dictadura en la realidad y en la ficción], Edited
by Keith Ellis, Cambridge Scholars Publishing,
2023.
[1] José
Martí: “México y los Estados Unidos”, Obras completas. Edición crítica [en lo
adelante, O.C.E.C.], La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2000, t. 2, p.
276. (No aparece en O.C. Ver nota 2.)
[2] José
Martí: Cuadernos de apuntes, O.C., t. 21, pp. 15-16. (Para simplificar las
notas, en lo adelante se remite con la sigla O.C. a las Obras completas de José
Martí publicadas en La Habana entre 1963 y 1966, y con varias reimpresiones.)
[3] Que
Martí calaba en la historia de los Estados Unidos para valorar la realidad de
su tiempo, lo han sustentado, entre otros estudiosos, los historiadores Philip
S. Foner, estadounidense: “Visión martiana de los dos rostros de los Estados
Unidos”, volumen colectivo José Martí antimperialista, La Habana, Centro de
Estudios Martianos y Editorial de Ciencias Sociales, 1984; Hebert Pérez
Concepción, cubano: José Martí y la práctica política norteamericana
(1881-1889), Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 1996, y Paul Estrade,
francés: José Martí: 1853-1895, ou Des fondements de la democratie en Amerique
Latine, Paris, Caribéennes, 1987; José Martí: Los fundamentos de la democracia
en Latinoamérica, Madrid, Doce Calles, 2000.
[4] Entre
las biografías de José Martí se halla, del autor del presente ensayo, Cesto de
llamas, con varias ediciones en español y traducida al inglés y al chino.
[5] José
Martí: “Cartas de Nueva York. Pueblos perezosos […]”, O.C., t. 9, p. 108.
[6] José
Martí: “Cartas de Martí. La procesión moderna”, O.C., t. 10, pp. 84-85.
[7] José
Martí: Carta de Bartolomé Mitre Vedia a José Martí, Papeles de Martí (Archivo
de Gonzalo de Quesada), recopilación, introducción y apéndices de Gonzalo de
Quesada Miranda, La Habana, Academia de la Historia, 1933-1935, vol. 3, pp.
83-85.
[8] José
Martí: “Carta de los Estados Unidos”, O.C., t. 9, pp. 315-327.
[9] José
Martí: “La religión en los Estados Unidos”, O.C.E.C., t. 28, p. 151. Se cita
por esta edición, que hace leves correcciones a la de O.C., t. 11, p. 425.
[10] José
Martí: “En los Estados Unidos. Variedades […]”, O.C., t. 12, p. 135.
[11] José
Martí: “Discurso pronunciado en la velada artístico-literaria de la Sociedad
Literaria Hispanoamericana, el 19 de diciembre de 1889, a la que asistieron los
delegados a la Conferencia Internacional Americana”, O.C., t. 6, pp. 131-140.
Las citas empleadas se hallan en las pp. 134-136.
[12] Martí,
quien fue cónsul a la vez, en Nueva York, de Argentina, Paraguay y Uruguay,
representó a este último país en la Comisión Monetaria Internacional Americana.
El 30 de marzo presentó en ese foro el Informe (O.C., t. 6, pp. 147-154) que él
redactó por encargo del grupo de delegados que se formó para valorar las
propuestas estadounidenses, que incluían implantar una moneda única —obviamente
el dólar— en los países de nuestra América. Contra esas propuestas resumió
Martí en ese Informe argumentos fundamentales, y para ratificar sus propios
criterios publicó en el número de mayo de 1891 de La Revista Ilustrada de Nueva
York el artículo “La Conferencia Monetaria de las Repúblicas de América”, O.C.,
t. 6, pp. 155-167. De entrada, el título borra el equívoco del gentilicio
Americana (American) puesto en el nombre de la reunión por el país que la
patrocinó.
[13] José
Martí: “Congreso Internacional de Washington. Su historia, sus elementos y sus
tendencias (I y II)”, O.C., t. 6, pp. 46 y 57, respectivamente.
[14] José
Martí: “El Partido Revolucionario Cubano”, O.C., t. 1, p. 369. Publicado en
Patria el 3 de abril de 1892.
[15] José
Martí: “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano. El alma de la
Revolución, y el deber de Cuba en América”, O.C., t. 3, p. 142.
[16] José Martí: “Manifiesto de Montecristi. El Partido Revolucionario Cubano a Cuba”, O.C., t. 4, pp. 100-101.
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