Imagen tomada de internet |
Por Gustavo de la Torre
Morales.
Desde hace un tiempo
atrás, las redes se han disparado con el avance del movimiento feminista y el auge de condena a conductas machistas y la filosofía patriarcal.
La emancipación de la
mujer, el respeto a sus derechos como persona, la lucha por la igualdad de
género, la aceptación del espacio indiscutible por el que la mujer ha tenido
que luchar duramente y sumida, en la mayoría de los casos, en condiciones
difíciles o indescriptibles. Es evidente que no se han podido romper todos los
eslabones de esa cadena que nos ata a un pasado prosaico y denigrante, donde la
mujer ha sido maltratada, vejada y reducida a, casi, el papel de servidumbre
hogareña y fábrica reproductora.
Para hacerse una mera
idea, seria y sensible, del tema, haría falta hacer una radiografía del nivel
de sensibilidad de uno mismo puede tener con el tema, como la voluntad de hacernos
consciencia al respecto. Incluso, la aceptación de la necesaria transformación
radical de la sociedad, con la consiguiente transformación del sistema, si es
imprescindible.
La sociedad patriarcal
no es el producto de construcción moderno, sino un rezago hereditario de
sociedades explotadoras, discriminatorias, cuyos rasgos culturales de exclusión
y desigualdades se arrastran camuflados a la modernidad de las nuevas
sociedades del presente siglo.
Aborto: ¿Un problema de legalidad o de opción?
El tema no se puede enfocar, con ligereza, desde un ángulo netamente social; también se debe analizar
desde una visión política de clase. Un ejemplo que sostendría esta afirmación
anterior se da con la ilegalización del aborto, ya que, por lo general, la
defensa de esta posición proceden de la clase alta católica, de sociedades bajo
sistemas liberales y de clase pudiente capitalista, con gran arraigo religioso,
de grandes recursos económicos para afrontar medidas de prevención y, también,
la interrupción inducida del embarazo (tanto médico como quirúrgico) fuera de
las fronteras legales prohibitivas que se sostienen en su ámbito nacional.
Una clase social que
conduce siempre el debate por los caminos del falso moralismo, sin reparar en
las consecuencias socio-económicas que se afrontan para cumplir con las
obligaciones que se dan para las atenciones adecuadas a hijas e hijos y la
salud de la mujer. Es muy común que en estas sociedades, donde las mayorías
menos afortunadas económicamente, estén forzadas a buscar alternativas no
legales para poder afrontar un futuro casi inmediato y, por ende, es
criminalizada porque se vuelve, a su vez, en delictiva y víctima de prácticas
abortivas inseguras e ilegales.
Generalmente los
gobiernos capitalistas que imponen la adopción de leyes judiciales que
ilegalizan el aborto, son administraciones que facilitan políticas con un alto
carácter patriarcal.
El análisis y debate del
aborto no es sólo una cuestión de seguridad legal y sanitaria, sino también del
derecho ético de libre decisión de la mujer gestante y, a su vez, un acto de
total responsabilidad jurídica con la llegada a la vida de un nuevo ser humano.
Otro ejemplo que
sustenta la razón y prueba que el análisis no debe ser solamente social y sí
político-económico y de clase, es la existencia de esa porción poblacional de niñas, niños y adolescentes, procedentes de una gestación
indeseada, que terminan abandonados o entregados en centros de acogida, tutelados por las administración pública, desprovistos
de la debida protección parental. Igualmente, es frecuente el nacimiento de
infantes procedentes de embarazos sin las atenciones adecuadas y que pueden
nacer con diferentes patologías: desde el
Síndrome de Alcoholismo Fetal (SAF), cardiopatías o esquizofrenia, hasta depresión y bipolaridad heredadas
genéticamente de padres que están inhabilitados para educar a un hijo. Lo que
para colmo, además de abandonados, mayoritariamente con problemas físicos o
conductuales, también terminan siendo declarados como “niños no adoptables”.
En
España, esto último se une a otras cuestiones de lucro por parte de los
orfanatos.
UNICEF
cita en un informe del 2017, según las cifras dadas por Child Abuse & Neglect, que en el mundo hay cerca de
2.7 millones de menores que viven acogidos en instituciones. Estas cifras se
basan en datos de 140 países. Europa
Central y del Este tienen las mayores tasas
del mundo, con 666 niños de cada 100.000 viviendo en instituciones,
5 veces más que la media mundial (120 niños por cada 100.000). Los países
industrializados, Asia oriental y la región del Pacífico ocupan el segundo y
tercer lugar, con 192 y 153 niños por cada 100.000, respectivamente.
En
dicho informe se cita que en España hay cerca de 40 mil menores en centros de
acogida.
En el
documento, Cornelius Williams, director asociado de Protección Infantil en
UNICEF, explicó que como problema fundamental se especifica que “con la acogida
en orfanatos o instituciones, los niños que ya son vulnerables debido a la
separación familiar, están en un mayor riesgo de sufrir violencia, abusos o
daños a largo plazo en su desarrollo cognitivo, social y emocional”. Agregando
que “la prioridad es evitar la acogida institucional y mantenerlos con sus
familias, especialmente en los primeros años”.
¿Cómo
poder mantener una infancia que nace fuera de la voluntad de sus procreadores
y, además, con posibles desventajas económicas que no le asegurarán una vida
segura y sana?
Podría
sonar muy rebuscado y truculento, pero las políticas capitalistas sobre la
administración del manejo social se acuerdan para ejercer, también, un control
de reproducción y desarrollo demográfico y familiar de la clase trabajadora. El
objetivo es mantener un control del cuerpo de la mujer como fuente productiva y
que así cumpla su papel fundamental para los intereses del sistema.
Al final, la derecha
busca sus estrategias para retomar la Ley condenatoria del Aborto de 1985;
cuando la misma forzó el tránsito de muchas mujeres al extranjero,
fundamentalmente Reino Unido, Francia u Holanda,
y la carga económica que ello representaba, con el único propósito de
abortar.
Por lo tanto, el debate no debe centrarse solamente en
cuestiones netamente sociales o moralistas, sino en cuestiones ideológicas y
humanistas: un debate de clase.
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