Por Francisco Arias Fernández.
Los antecedentes de esta historia se remontan a 1942 cuando, como parte de una alianza estratégica, la mafia radicada en Cuba interactuó con los servicios especiales estadounidenses y los gobiernos corruptos de la época prestando grandes servicios en la manipulación de complejas situaciones políticas en la represión al movimiento obrero y revolucionario en la Isla en diversas coyunturas.
Desde aquellos años comenzaron a trascender los lazos que se entretejían entre senadores locales, mafiosos italianos y estadounidenses que compartían negocios de drogas con los cubanos, todos conectados con el gobierno de turno en La Habana y la embajada de los Estados Unidos y los representantes de la Agencia Central de Inteligencia desde su surgimiento en 1947, heredera de la Oficina de Asuntos Estratégicos (OSS).
En esa mescolanza retumbaron por escandalosos los vínculos comerciales entre Manuel Antonio Varona Loredo, primer ministro y presidente del Senado durante el gobierno de Carlos Prío Socarrás (1948-1952), con connotados mafiosos internacionales como Meyer Lansky y Santos Trafficante (hijo), e incluso con Lucky Luciano quien, con el pretexto de supuestas exploraciones comerciales, viajó a La Habana en 1948 para tratar de abrir una sucursal para el tráfico de cocaína en territorio cubano, a partir de las apreciaciones de las organizaciones criminales internacionales del papel que Cuba podría desempeñar en el lucrativo negocio del tráfico ilícito de drogas a partir de su posición geográfica y potencialidades turísticas.
En una reunión secreta de la mafia celebrada en los Montes Apalaches en 1954, además de dividirse las zonas de influencia entre los principales capos de confianza de Lucky Luciano: Joe Colombo, Alberto Anastasia, Meyer Lansky y otros mafiosos, surgió la idea de convertir a Cuba en la meca turística del Caribe.
Lansky, considerado segundo en la línea después de Luciano, pasó a ser el gran jefe de la mafia en Cuba, respaldado por Fulgencio Batista, quien con la maquinaria grupos financieros-mafia-servicios especiales había dado el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952, y en estrecha colaboración con los mafiosos Jack Rubi en Dallas (EE.UU.) y Santos Trafficante (hijo) en La Habana.
En un pacto con el gobierno de Batista, la mafia concibió la construcción de una gran cadena de hoteles y casinos, fundamentalmente en La Habana y Varadero, con el fin de aprovechar todos los puertos de la costa norte. También se había previsto tener a Cuba, en un futuro cercano, para que funcionara como un “portaaviones” para el flujo del tráfico de drogas entre América Latina y Estados Unidos, en proporciones superiores a la que se había alcanzado hasta ese momento.
Cuando estaba por concluir la década de 1950 del siglo pasado, la inversión estadounidense en Cuba ascendía a mil millones de dólares. Esta inversión fluía, más o menos, de dos vertientes principales: el capital masivo de poderosos consorcios y corporaciones dominantes en la economía del país y los recursos de la mafia norteamericana.
Mientras transcurrían los días sangrientos de la tiranía batistiana, los negocios de la mafia marchaban con prosperidad.
Investigadores que estudian los orígenes de los cárteles colombianos de la cocaína y de la conversión de ese país en un imperio del narcotráfico internacional, señalan que todo comenzó a mediados de los años de 1950, cuando un grupo de contrabandistas antioqueños se lanzaron al mercado mundial de la cocaína en conexión con la mafia estadounidense que operaba en Cuba.
Un estudio de los colombianos Mario Arango y Jorge Child, plantea que en 1958 agentes del Buró Federal de Investigaciones (FBI) detectaron en La Habana la existencia de la “Medellín-Habana Connection”, que importaba desde laboratorios en Colombia morfina, heroína y cocaína, para el cuartel general de Santos Trafficante (hijo) en la capital cubana, que luego era trasladada a territorio norteamericano.
En esos años, los gobiernos estadounidenses habían vuelto a poner en práctica el recurso de sus alianzas con grupos delincuenciales internacionales para tratar de materializar objetivos políticos estratégicos, mediante la instalación de un imperio mafioso, donde funcionarios del gobierno, jefes militares, policías, aeropuertos y aviones del régimen estaban al servicio de la represión contra el pueblo y del florecimiento del narcotráfico internacional, a la vez que los capos protegidos por la dictadura y la Casa Blanca, contribuían al sostenimiento de un régimen que se tambaleaba por el avance y los triunfos del Ejército Rebelde y del movimiento revolucionario.
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