Fuente: Rebelion.org
Por James Petras
En los últimos 50 años Estados Unidos y las potencias europeas han 
desatado incontables guerras imperiales en todo el mundo. La ofensiva 
hacia la supremacía mundial ha estado envuelta en la retórica del 
“liderazgo mundial”, y las consecuencias han sido devastadoras para los 
pueblos contra los que se han dirigido esas guerras. Las más grandes, 
largas y numerosas las ha llevado a cabo Estados Unidos. Presidentes de 
ambos partidos han estado al frente de esta cruzada por el poder 
mundial. La ideología que anima el imperialismo ha ido cambiando del 
“anticomunismo” del pasado al “antiterrorismo” actual.
Como parte de su proyecto de dominación mundial, Washington ha 
utilizado y combinado muchas formas de guerra, incluyendo invasiones 
militares y ocupaciones; ejércitos mercenarios y golpes militares; 
además de financiar partidos políticos, ONGs y multitudes en las calles 
para derrocar gobiernos debidamente constituidos. Los motores de esta 
cruzada por el poder mundial varían según la localización geográfica y 
la composición económica de los países destinatarios.
Lo que queda claro cuando se analiza la construcción del imperio 
estadounidense en el último medio siglo es el relativo declive de los 
intereses económicos y la aparición de consideraciones de tipo político y
 militar. Esto se debe en parte a la desaparición de los regímenes 
colectivistas (la URSS y Europa Oriental) y a la conversión al 
capitalismo de China y los regímenes de izquierdas en Asia, África y 
Latinoamérica. El declive de las fuerzas económicas como motor del 
imperialismo es el resultado de la llegada del neoliberalismo global. La
 mayoría de las multinacionales de Estados Unidos y la Unión Europea no 
están amenazadas por nacionalizaciones o expropiaciones que podrían 
desencadenar una intervención política imperial. De hecho, incluso los 
regímenes posneoliberales invitan a las multinacionales a invertir, 
comerciar y explotar recursos naturales. Los intereses económicos entran
 en juego en la formulación de políticas imperiales solo si (y cuando) 
surgen regímenes nacionalistas que desafían a las multinacionales 
estadounidenses, como en el caso de Venezuela bajo el presidente Chávez.
La clave de la construcción del imperio estadounidense en el último 
medio siglo se halla en las configuraciones del poder político, militar e
 ideológico que se han hecho con el control de las palancas del estado 
imperial. La historia reciente de las guerras imperiales estadounidenses
 ha demostrado que las prioridades militares estratégicas –bases 
militares, presupuestos y burocracia– han estado muy por encima de 
cualquier interés económico localizado de las multinacionales. Por otra 
parte, la mayoría de los gastos y las largas y costosas intervenciones 
militares del estado imperial estadounidense en Oriente Medio han sido a
 instancias de Israel. El acaparamiento de posiciones políticas 
estratégicas en el Ejecutivo y en el Congreso por parte de la 
configuración del poder sionista estadounidense ha reforzado la 
centralidad de los intereses militares en detrimento de los económicos.
La “privatización” de las guerras imperiales –el gran aumento y uso 
de mercenarios contratados por el Pentágono– ha supuesto el saqueo de 
decenas de miles de millones de dólares del Tesoro estadounidense. La 
industria militar privada, que provee de combatientes mercenarios, se ha
 convertido en una fuerza muy “influyente” que está moldeando la 
naturaleza y las consecuencias del proceso de construcción del imperio 
estadounidense.
Los estrategas militares, los defensores de los intereses coloniales 
israelíes en Oriente Medio y las corporaciones militares y de 
inteligencia son actores fundamentales del estado imperial, y es su 
influencia en la toma de decisiones la que explica porqué el resultado 
de las guerras imperiales estadounidenses no ha sido un imperio 
económico próspero y políticamente estable. En vez de eso, sus políticas
 han tenido como resultado economías devastadas e inestables que se 
rebelan continuamente.
Vamos a empezar identificando las cambiantes áreas y regiones 
implicadas en la construcción del imperio estadounidense desde mediados 
de los setenta hasta la actualidad. Luego examinaremos los métodos, las 
fuerzas impulsoras y los resultados de la expansión imperial. A 
continuación pasaremos a describir el actual mapa geopolítico de la 
construcción imperial y el carácter variado de la resistencia 
antiimperialista. Concluiremos examinando el porqué y el cómo de la 
construcción del imperio y, más concretamente, las consecuencias y los 
resultados de medio siglo de expansión imperial estadounidense.
Imperialismo en el periodo post Vietnam: guerras por poderes en América Central, Afganistán y el sur de África.
La derrota del imperialismo estadounidense en Indochina marca el 
final de una fase de construcción del imperio y el comienzo de otra: el 
paso de invasiones territoriales a guerras por poderes. A partir de las 
presidencias de Gerald Ford y James Carter, el estado imperialista 
estadounidense empezó a recurrir cada vez más a apoderados. Reclutó, 
financió y armó ejércitos por poderes para destruir una gran variedad de
 regímenes y movimientos nacionalistas y social-revolucionarios en tres 
continentes. Con el apoyo logístico del ejército y las agencias de 
inteligencia paquistaníes, y con el respaldo económico de Arabia 
Saudita, Washington financió y armó fuerzas extremistas islámicas en 
todo el mundo para invadir y destrozar el régimen afgano, laico, 
progresista y apoyado por la Unión Soviética.
La segunda intervención por poderes tuvo lugar en el sur de África, 
donde el estado imperial estadounidense, aliado con Sudáfrica, financió y
 armó ejércitos por poderes contra los regímenes antiimperialistas de 
Angola y Mozambique.
La tercera ocurrió en América Central, donde Estados Unidos financió,
 armó y entrenó escuadrones de la muerte en Nicaragua, El Salvador, 
Guatemala y Honduras para acabar con los movimientos populares y las 
insurgencias armadas, causando más de 300.000 civiles muertos.
La “estrategia de guerra por poderes” del estado imperial de Estados 
Unidos se extendió a América del Sur: la CIA y el Pentágono apoyaron 
golpes de Estado en Uruguay (general Álvarez), Chile (general Pinochet),
 Argentina (general Videla), Bolivia (general Banzer) y Perú (general 
Morales). La construcción del imperio por poderes se hizo en gran medida
 a instancias de las multinacionales estadounidenses, que durante ese 
periodo tuvieron un papel destacado a la hora de establecer las 
prioridades del estado imperial.
Las guerras por poderes estuvieron acompañadas por invasiones 
militares directas: la diminuta isla de Granada (1983) y Panamá (1989) 
bajo los presidentes Reagan y Bush padre. Blancos fáciles, con pocas 
víctimas y pocos gastos militares: ensayos generales para relanzar 
importantes operaciones militares en un futuro cercano.
Lo que sorprende de las “guerras por poderes” son sus resultados 
contrapuestos. En América Central, Afganistán y África esas guerras no 
desembocaron en prósperas neo-colonias ni resultaron lucrativas para las
 corporaciones estadounidenses. En cambio, los golpes de Estado por 
poderes en América del Sur se tradujeron en extensas privatizaciones y 
abultados beneficios para las multinacionales estadounidenses.
La guerra por poderes en Afganistán trajo consigo el ascenso y la 
consolidación del “régimen islámico” talibán, que se oponía tanto a la 
influencia soviética como a la expansión imperial estadounidense. Con el
 tiempo el ascenso y la consolidación del nacionalismo islámico 
desafiaría a los aliados de Estados Unidos en el sur de Asia y en la 
región del Golfo, y conduciría a la invasión militar estadounidense de 
2001 y a una larga guerra (15 años) que aún no ha terminado, y que 
probablemente supondrá la derrota y retirada militar de Estados Unidos. 
Los principales beneficiarios desde el punto de vista económico fueron 
los clientes políticos afganos de Washington, los “contratistas” 
mercenarios estadounidenses, los funcionarios militares responsables de 
adquisiciones y los administradores coloniales que saquearon cientos de 
miles de millones de dólares del Tesoro estadounidense a través de 
transacciones ilegales o fraudulentas.
Las multinacionales no-militares no se beneficiaron en absoluto del 
saqueo del Tesoro de Estados Unidos. De hecho, la guerra y el movimiento
 de resistencia dificultaron la entrada de capital privado 
estadounidense a largo plazo en Afganistán y las regiones fronterizas 
limítrofes de Pakistán.
La guerra por poderes en el sur de África arrasó las economías 
locales, especialmente las economías agrícolas nacionales, desarraigó a 
millones de trabajadores y campesinos e impidió la entrada de las 
empresas petrolíferas estadounidenses durante más de dos décadas. El 
resultado “positivo” fue la des-radicalización de la elite nacionalista 
revolucionaria. Sin embargo, la conversión política de los 
“revolucionarios” del sur de África al neoliberalismo no benefició 
demasiado a las multinacionales estadounidenses, pues los nuevos 
gobernantes se volvieron oligarcas cleptócratas y pusieron en marcha 
regímenes patrimoniales asociándose con diversas multinacionales, sobre 
todo asiáticas y europeas.
Las guerras por poderes en América Central también tuvieron 
resultados contrapuestos. En Nicaragua la revolución sandinista derrotó 
al régimen de Somoza apoyado conjuntamente por Estados Unidos e Israel, 
pero inmediatamente después tuvo que enfrentarse a un ejército 
mercenario contrarrevolucionario financiado, armado y entrenado por 
Estados Unidos (“la contra”) con base en Honduras. La guerra 
estadounidense destrozó muchos proyectos económicos progresistas, socavó
 la economía y eventualmente derivó en la victoria electoral de Violeta 
Chamorro, que contó con el patrocinio y el respaldo de Estados Unidos. 
Dos décadas más tarde los apoderados de Estados Unidos fueron derrotados
 por una coalición política liderada por sandinistas des-radicalizados.
En El Salvador, Guatemala y Honduras, las guerras por poderes 
estadounidenses terminaron consolidando regímenes clientelistas que se 
encargaron de destruir la economía productiva y provocaron la huida de 
millones de refugiados de guerra hacia Estados Unidos. El dominio 
imperial estadounidense erosionó las bases del mercado laboral 
productivo y engendró bandas asesinas de narcotraficantes.
En resumen, en la mayoría de los casos las guerras por poderes de 
Estados Unidos lograron evitar el ascenso de regímenes nacionalistas de 
izquierdas, pero también condujeron a la destrucción de las bases 
económicas y políticas de un imperio neocolonial próspero y estable.
El imperialismo estadounidense en América Latina: estructura 
variable, contingencias internas y externas, prioridades cambiantes y 
restricciones globales.
Para entender las operaciones, la estructura y la actuación del 
imperialismo estadounidense en América Latina es necesario reconocer la 
constelación de fuerzas rivales que ha moldeado las políticas del estado
 imperial. A diferencia de lo que ha ocurrido en Oriente Medio, donde la
 facción militarista-sionista ha establecido su hegemonía, en América 
Latina las multinacionales han jugado un papel fundamental dirigiendo la
 política del estado imperial. En América Latina, los militaristas 
desempeñaron un papel mucho menos destacado, limitado por (1) el poder 
de las multinacionales, (2) el giro del poder político de la derecha a 
la centro-izquierda, y (3) el impacto de la crisis económica y el auge 
de las materias primas.
Al contrario que en Oriente Medio, la configuración del poder 
sionista ha tenido poca influencia en la política del estado imperial en
 esta región, ya que los intereses israelíes se concentran en Oriente 
Medio y, con la posible excepción de Argentina, América Latina no es una
 prioridad.
Durante más de un siglo y medio, las multinacionales y los bancos 
estadounidenses dominaron y dictaron la política imperial de Estados 
Unidos hacia América Latina. Las fuerzas armadas estadounidenses y la 
CIA fueron instrumentos del imperialismo económico mediante la 
intervención directa (invasiones), “golpes militares” por poderes, o la 
combinación de ambos.
El poder económico imperial estadounidense en América Latina alcanzó 
su punto más alto entre 1975 y 1999. Por medio de golpes militares por 
poderes, invasiones militares directas (República Dominicana, Panamá, 
Granada) y elecciones controladas civil y militarmente se crearon 
estados vasallos y se impusieron nuevos gobernantes clientelistas.
Los resultados fueron el desmantelamiento del estado de bienestar y 
la imposición de políticas neoliberales. El estado imperial dirigido por
 las multinacionales, y sus apéndices financieros internacionales (FMI, 
BM, BID) se encargaron de privatizar sectores económicos estratégicos 
muy lucrativos, se hicieron con el control del comercio y proyectaron un
 plan de integración regional que afianzó el dominio imperial de Estados
 Unidos.
La expansión económica imperial en América Latina no fue simplemente 
el resultado de las estructuras y las dinámicas internas de las 
multinacionales, sino que dependió de (1) la receptividad del país 
“anfitrión” o, más exactamente, de la correlación interna de las fuerzas
 de clase en América Latina, las cuales a su vez giraban en torno al (2)
 desempeño de la economía: su crecimiento o su susceptibilidad a las 
crisis.
América Latina demuestra que contingencias como la desaparición de 
los regímenes clientelistas y de las clases colaboradoras pueden tener 
un impacto negativo enorme en las dinámicas del imperialismo, socavando 
el poder del estado imperial y revirtiendo el avance económico de las 
multinacionales.
El avance del imperialismo económico de Estados Unidos durante el 
periodo que va desde 1975 hasta el año 2000 quedó patente en la adopción
 de políticas neoliberales, el saqueo de los recursos nacionales, el 
incremento de deudas ilícitas y la transferencia de miles de millones de
 dólares al exterior. Sin embargo, la concentración de riqueza y 
propiedad desencadenó una profunda crisis socioeconómica en toda la 
región, la cual eventualmente condujo al derrocamiento o destitución de 
los colaboradores imperiales en Ecuador, Bolivia, Venezuela, Argentina, 
Brasil, Uruguay, Paraguay y Nicaragua. En Brasil y en los países andinos
 surgieron poderosos movimientos sociales antiimperialistas, sobre todo 
en el campo. En las ciudades, los movimientos de trabajadores 
desempleados y los sindicatos de empleados públicos de Argentina y 
Uruguay encabezaron cambios electorales, instalando en el poder 
gobiernos de centro-izquierda que “re-negociaron” las relaciones con el 
estado imperial estadounidense.
La influencia de las multinacionales estadounidenses en América 
Latina se fue debilitando. Ya no podían contar con la batería completa 
de recursos militares del estado imperial para intervenir e imponer de 
nuevo presidentes clientelistas neoliberales, pues sus prioridades 
militares estaban en otra parte: Oriente Medio, el sur de Asia y el 
norte de África.
A diferencia del pasado, las multinacionales estadounidenses en 
América Latina no contaron con dos puntales esenciales del poder: el 
pleno respaldo de las fuerzas armadas estadounidenses y los poderosos 
regímenes cívico-militares clientelistas de Estados Unidos en América 
Latina.
El plan de las multinacionales estadounidenses de una integración en 
torno a Estados Unidos fue rechazado por los gobiernos de 
centro-izquierda. El estado imperial recurrió entonces a los acuerdos de
 libre comercio con México, Chile, Colombia, Panamá y Perú. Como 
resultado de la crisis económica y del colapso de la mayoría de las 
economías latinoamericanas, el “neoliberalismo”, la ideología de la 
penetración económica imperial, quedó desacreditado y sus partidarios 
fueron marginados.
Los cambios en la economía mundial tuvieron un impacto profundo en 
las relaciones comerciales y de inversión entre Estados Unidos y América
 Latina. El crecimiento dinámico de China, el subsiguiente auge de la 
demanda y el aumento de los precios de las materias primas condujo a un 
considerable debilitamiento del dominio estadounidense en los mercados 
latinoamericanos.
Los países latinoamericanos diversificaron el comercio, buscaron y 
encontraron nuevos mercados exteriores, especialmente China. El 
incremento de los ingresos de las exportaciones se tradujo en una mayor 
capacidad de autofinanciación. Y tanto el FMI, como el BM y el BID, los 
instrumentos económicos que sirvieron para impulsar las imposiciones 
económicas de Estados Unidos (“condicionalidad”), fueron orillados.
El estado imperial estadounidense se enfrentó a regímenes 
latinoamericanos que adoptaron opciones económicas, mercados y medidas 
de financiamiento muy diversas. Con considerable apoyo popular en sus 
países y los mandos civil y militar unificados, América Latina fue 
saliendo tímidamente de la esfera estadounidense de dominación 
imperialista.
El estado imperial y sus multinacionales, enormemente inspirados por 
los “éxitos” cosechados en los noventa, respondieron al debilitamiento 
de su influencia utilizando el método de “ensayo y error” para enfrentar
 los nuevos obstáculos del siglo XXI. Los responsables de la política 
estadounidense, con el respaldo de las multinacionales, continuaron 
apoyando a los fracasados regímenes neoliberales, perdiendo toda 
credibilidad en América Latina. El estado imperial no supo adaptarse a 
los cambios, lo que hizo que aumentara la oposición popular y de los 
gobiernos de centro-izquierda a los “mercados libres” y la desregulación
 bancaria. A diferencia de las reformas sociales promovidas por el 
presidente Kennedy vía la “Alianza para el Progreso” para contrarrestar 
el impacto generado por la revolución cubana, esta vez no se diseñaron 
programas de ayuda económica a gran escala para imponerse a la 
centro-izquierda, quizás debido a las restricciones presupuestarias 
derivadas de las costosas guerras en otros lugares.
La desaparición de los regímenes neoliberales, el pegamento que 
mantuvo unidas a las diferentes facciones del estado imperial, dio lugar
 a propuestas rivales de cómo recuperar el dominio. La “facción 
militarista” recurrió a (y revivió) la fórmula del golpe militar para 
llevar a cabo la restauración: se organizaron golpes de Estado en 
Venezuela, Ecuador, Bolivia, Honduras y Paraguay; salvo los dos últimos,
 todos fracasaron. La derrota de los representantes de Estados Unidos 
consolidó los regímenes independientes y antiimperialistas de 
centro-izquierda. Incluso el “éxito” del golpe estadounidense en 
Honduras tuvo como consecuencia una importante derrota diplomática: los 
gobiernos latinoamericanos condenaron el golpe de Estado y el papel de 
Estados Unidos, lo que terminó aislando a Washington todavía más.
La derrota de la estrategia militarista reforzó la facción 
político-diplomática del estado imperial. Con propuestas positivas hacia
 los en apariencia “regímenes de centro-izquierda”, esta facción ganó 
influencia diplomática, mantuvo los vínculos militares y contribuyó a la
 expansión de las multinacionales en Uruguay, Brasil, Chile y Perú. Con 
los dos últimos países la facción económica del estado imperial 
consolidó acuerdos bilaterales de libre comercio.
Una tercera facción corporativo-militar, que se solapa con las otras 
dos, combinó cambios diplomático-políticos hacia Cuba con una estrategia
 muy agresiva de desestabilización política dirigida al “cambio de 
régimen” (golpe de Estado) en Venezuela.
La heterogeneidad de las facciones del estado imperial y sus 
orientaciones enfrentadas refleja la complejidad de los intereses 
implicados en la construcción del imperio en América Latina y tiene como
 consecuencia políticas aparentemente contradictorias, un fenómeno que 
resulta menos evidente en Oriente Medio, donde la configuración del 
poder militarista-sionista domina la formulación de políticas 
imperiales.
Por ejemplo, el aumento de las bases militares y las operaciones 
contrainsurgentes en Colombia (una prioridad de la facción militarista) 
se acompaña de acuerdos bilaterales de libre comercio y negociaciones de
 paz entre el gobierno de Santos y la insurgencia armada de las FARC 
(una prioridad de la facción de las multinacionales).
Recuperar el dominio imperial en Argentina supone (1) maximizar las 
posibilidades electorales del jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos 
Aires, el neoliberal Mauricio Macri; (2) apoyar al conglomerado 
mediático imperial, Clarín, enfrentando la legislación que desconcentra 
el monopolio mediático; (3) explotar la muerte del fiscal Alberto 
Nisman, colaborador de la CIA y el Mossad, para desacreditar al gobierno
 de Kirchner-Fernández; y (4) respaldar a los fondos de inversión 
especuladores (buitres) en Nueva York para exigir el pago de intereses 
desorbitados y, con la ayuda de resoluciones judiciales cuestionables, 
bloquear el acceso de Argentina a los mercados internacionales.
Tanto la facción militarista como la de las multinacionales del 
estado imperial coinciden en apoyar una estrategia electoral y golpista 
con múltiples flancos, la cual busca restaurar el poder de un régimen 
neoliberal controlado por Estados Unidos.
Las contingencias que evitaron la recuperación del poder imperial 
durante la pasada década actúan ahora a la inversa. La caída del precio 
de las materias primas ha debilitado a los gobiernos posneoliberales en 
Venezuela, Argentina y Ecuador. La decadencia de los movimientos 
antiimperialistas a consecuencia de las tácticas de cooptación de 
centro-izquierda ha reforzado las protestas y a los movimientos de 
derechas apoyados por el estado imperial. El menor crecimiento de China 
ha afectado a las estrategias de diversificación del mercado 
latinoamericano. El equilibrio interno de las fuerzas de clase se ha 
desplazado hacia la derecha, hacia los clientes políticos de Estados 
Unidos en Brasil, Argentina, Perú y Paraguay.
Reflexiones teóricas sobre la construcción del imperio en América Latina.
La construcción del imperio estadounidense en América Latina es un 
proceso cíclico que refleja los cambios estructurales registrados en el 
poder político y la reestructuración de la economía mundial: fuerzas y 
factores que “ignoran” el estado imperial y la tendencia del capital a 
acumularse. La acumulación y expansión del capital no dependen 
simplemente de las fuerzas impersonales “del mercado”, pues las 
relaciones sociales bajo las cuales funciona el “mercado” operan dentro 
de los límites de la lucha de clase.
La pieza central de las acciones del estado imperial, a saber, las 
largas guerras territoriales en Oriente Medio, están ausentes en América
 Latina. Lo que mueve la política del estado imperial estadounidense es 
la búsqueda de recursos (agro-mineros), fuerza de trabajo (empleados por
 cuenta propia con bajos ingresos) y mercados (tamaño y poder 
adquisitivo de 600 millones de consumidores). Detrás de la expansión 
imperial se hallan los intereses económicos de las multinacionales.
Aun cuando en este caso se hubiera podido sacar partido de una 
posición geoestratégica ventajosa –el Caribe, América Central y América 
del Sur están situados más cerca de Estados Unidos– predominan los 
objetivos económicos, no los militares.
Sin embargo, la facción militarista-sionista del estado imperial 
ignora estos motivos económicos tradicionales y deliberadamente opta por
 actuar teniendo en cuenta otras prioridades: el control de las zonas 
productoras de petróleo, la destrucción de las naciones o los 
movimientos islámicos, o simplemente acabar con los adversarios 
antiimperialistas. La facción militarista-sionista consideró que los 
“beneficios” para Israel, su supremacía militar en Oriente Medio, eran 
más importantes que asegurar la supremacía económica de Estados Unidos 
en América Latina. Este hecho se observa claramente si analizamos las 
prioridades imperiales en función de los recursos estatales utilizados 
para fines políticos.
Incluso si tenemos en cuenta el objetivo de la “seguridad nacional” y
 lo interpretamos en su sentido más amplio de garantizar la seguridad de
 los territorios nacionales del imperio, el ataque militar 
estadounidense a países islámicos impulsado por la ideología 
islamofóbica concomitante, los asesinatos masivos y el desarraigo de 
millones de musulmanes resultantes han producido el efecto contrario: 
terrorismo recíproco. Las “guerras totales” de Estados Unidos contra 
civiles han provocado ataques islamistas contra ciudadanos occidentales.
Los países latinoamericanos a los que apunta el imperialismo 
económico son menos beligerantes que los países de Oriente Medio que 
están en la mira de los militaristas estadounidenses. Un análisis 
coste/beneficio demostraría el carácter absolutamente “irracional” de la
 estrategia militarista. Sin embargo, si tenemos en cuenta la 
composición y los intereses concretos que mueven individualmente a los 
responsables de las políticas del estado imperial, vemos que existe algo
 así como una perversa “racionalidad”. Los militaristas defienden la 
“racionalidad” de costosas e interminables guerras esgrimiendo las 
ventajas de adueñarse de “las puertas al petróleo” mientras que los 
sionistas esgrimen el mayor poder regional alcanzado por Israel.
Si bien durante más de un siglo América Latina fue un objetivo 
prioritario de la conquista económica imperial, en el siglo XXI ha 
perdido su primacía a favor de Oriente Medio.
La desaparición de la URSS y la conversión de China al capitalismo.
El mayor impulso hacia la exitosa expansión imperial de Estados 
Unidos no se lo dieron las guerras por poderes ni las invasiones 
militares. Más bien, el imperio estadounidense logró su mayor 
crecimiento y conquista con la ayuda de líderes políticos clientelistas,
 organizaciones y estados vasallos en la URSS, Europa del Este, los 
estados bálticos, los Balcanes y el Cáucaso. La estrategia de 
penetración política y financiación a gran escala y a largo plazo que 
llevaron a cabo Estados Unidos y la Unión Europea contribuyó de manera 
exitosa al derrumbe de los regímenes colectivistas de Rusia y la URSS y a
 la aparición de estados vasallos. Estos pronto estarían a disposición 
de la OTAN y serían incorporados a la Unión Europea. Bonn se anexionó 
Alemania Oriental y dominó los mercados de Polonia, la República Checa y
 otros estados de Europa Central. Los banqueros de Estados Unidos y 
Londres colaboraron con los mafiosos oligarcas ruso-israelíes en 
actividades conjuntas para llevar a cabo el expolio de recursos, 
industrias, bienes inmuebles y fondos de pensiones. La Unión Europea 
explotó a decenas de millones de científicos, ingenieros y trabajadores 
altamente cualificados importándolos, o bien despojándolos de los 
derechos laborales y las prestaciones del estado de bienestar y 
sirviéndose de ellos como mano de obra barata en sus propios países.
El “imperialismo por invitación” avalado por el régimen vasallo de 
Yeltsin se apropió muy fácilmente de la riqueza rusa. Las fuerzas 
militares del Pacto de Varsovia entraron a formar parte de una legión 
extranjera en las guerras imperiales de Estados Unidos en Afganistán, 
Iraq y Siria. Sus instalaciones militares fueron convertidas en bases 
militares y emplazamientos de misiles para cercar a Rusia.
La conquista imperial estadounidense del Este creó un “mundo 
unipolar”, en el cual los responsables de la toma de decisiones y 
estrategas de Washington creyeron que, como potencia mundial suprema, 
podrían intervenir impunemente.
El alcance y la profundidad del imperio mundial estadounidense se 
ampliaron con la incorporación de China al capitalismo y la invitación 
de su gobierno a las multinacionales de Estados Unidos y la Unión 
Europea a entrar y explotar la mano de obra barata del país. La 
expansión global del imperio estadounidense reforzó la sensación de 
poder ilimitado, alentando a sus gobernantes a ejercer dicho poder 
contra cualquier adversario o competidor.
Entre 1990 y 2000, Estados Unidos llevó sus bases militares hasta la 
frontera de Rusia. Las multinacionales estadounidenses fortalecieron su 
posición en China e Indochina. Los regímenes clientelistas de Estados 
Unidos en América Latina desmantelaron sus economías nacionales, 
privatizando y desnacionalizando más de cinco mil empresas públicas de 
sectores estratégicos lucrativas. Todos los sectores se vieron 
afectados: recursos naturales, transportes, telecomunicaciones y 
finanzas.
A lo largo de los años noventa, Estados Unidos siguió expandiéndose 
mediante la estrategia de la penetración política y la fuerza militar. 
El presidente George H. W. Bush emprendió una guerra contra Iraq. 
Clinton bombardeó Yugoslavia, y Alemania y la Unión Europea se unieron a
 Estados Unidos para dividir Yugoslavia en “mini-estados”.
El crucial año 2000: la cima y el declive del imperio.
El rápido y amplio proceso de expansión imperial, entre 1989 y 1999, 
las conquistas fáciles y el expolio concomitante crearon las condiciones
 para el declive del imperio de Estados Unidos.
El saqueo y empobrecimiento de Rusia condujo a la aparición de un 
nuevo liderazgo bajo el presidente Putin, que estaba decidido a 
reconstruir el estado y la economía y poner fin al vasallaje.
El liderazgo chino aprovechó su dependencia del capital y la 
tecnología de Occidente para crear una poderosa economía exportadora e 
impulsar el crecimiento de un dinámico complejo industrial nacional 
público-privado. Los centros financieros imperiales que habían florecido
 al calor de una regulación excesivamente laxa quebraron. Los cimientos 
domésticos del imperio se estremecieron. La máquina de guerra imperial 
tuvo que competir con el sector financiero por las partidas 
presupuestarias y los subsidios federales.
El crecimiento fácil condujo a la expansión excesiva del imperio. Las
 zonas de conflicto se multiplicaron en todo el mundo, reflejo del 
resentimiento y la hostilidad ante la destrucción provocada por los 
bombardeos y las invasiones. Los gobernantes clientelistas, estrechos 
colaboradores del imperio, vieron debilitado su poder. El imperio 
mundial superó la capacidad de Estados Unidos para controlar 
satisfactoriamente a sus nuevos estados vasallos. Los puestos avanzados 
coloniales reclamaron nuevos envíos de tropas y armas y nuevas 
inyecciones de dinero, en un momento en el que contrarrestar las 
tensiones internas exigía el recorte y el repliegue.
Todas las conquistas recientes –fuera de Europa– fueron muy costosas.
 La sensación de invencibilidad e impunidad llevó a los diseñadores del 
imperio a sobrestimar su capacidad de expandirse, de mantener el control
 y de contener la inevitable resistencia antiimperialista.
Las crisis y el colapso de los estados vasallos neoliberales en 
América Latina se aceleraron. Las revueltas antiimperialistas se 
extendieron desde Venezuela (1999) hasta Argentina (2001), Ecuador 
(2000-2005) y Bolivia (2003-2005). Surgieron regímenes de 
centro-izquierda en Brasil, Uruguay y Honduras. Los movimientos de masas
 conformados por comunidades indígenas y mineras tomaron un nuevo 
impulso en las zonas rurales. Los planes imperiales que se habían 
elaborado para garantizar la integración centrada en Estados Unidos 
fueron rechazados. En su lugar proliferaron múltiples acuerdos 
regionales que excluían a Estados Unidos: ALBA, UNASUR, CELAC. La 
rebelión interna de América Latina coincidió con el ascenso económico de
 China. Un prolongado auge de las materias primas debilitó seriamente la
 supremacía imperial estadounidense. Estados Unidos tenía pocos aliados 
locales en América Latina y compromisos excesivamente ambiciosos para 
controlar Oriente Medio, el sur de Asia y el norte de África.
Washington perdió su mayoría automática en América Latina: su apoyo a
 los golpes de Estado en Honduras y Paraguay, su intervención en 
Venezuela (2001) y el embargo en contra de Cuba fueron repudiados por 
todos los gobiernos, incluso por los aliados conservadores.
Washington se dio cuenta de que resultaba mucho menos sencillo 
defender un imperio global que establecerlo. Los estrategas imperiales 
en Washington vieron las guerras de Oriente Medio a través del prisma de
 las prioridades militares israelíes, ignorando los intereses económicos
 globales de las multinacionales.
Los estrategas militares imperiales sobrestimaron la capacidad 
militar de vasallos y clientes, a los que Estados Unidos preparó muy mal
 para gobernar en países con movimientos armados de resistencia 
nacional. Aumentaron las guerras, las invasiones y las ocupaciones 
militares. A Iraq y Afganistán se sumaron Yemen, Somalia, Libia, Siria y
 Paquistán. Los gastos del estado imperial estadounidense excedieron con
 mucho cualquier transferencia de riqueza desde los países ocupados.
Cientos de miles de millones de dólares del Tesoro estadounidense 
fueron saqueados por una enorme burocracia mercenaria civil y militar.
El papel central de las guerras de conquista destrozó la 
infraestructura institucional y las bases económicas necesarias para que
 las multinacionales pudieran instalarse y ganar dinero.
Aferrado a las ideas estratégicas militares de imperio, el liderazgo 
militar-político del estado imperial diseñó una ideología global para 
justificar y fundamentar una política de guerra permanente y múltiple. 
La doctrina de la “guerra al terror” justificó la guerra en todas partes
 y en ninguna. La doctrina era “elástica”, se podía adaptar a cada zona 
de conflicto e invitaba a nuevos compromisos militares: Afganistán, 
Libia, Irán y el Líbano fueron designados como zonas de guerra. La 
“doctrina del terror”, de alcance global, ofreció una justificación para
 múltiples guerras y para la destrucción (no explotación) masiva de 
sociedades y recursos económicos. Sobre todo, la “guerra contra el 
terrorismo” justificó la tortura (Abu Ghraib), los campos de 
concentración (Guantánamo) y los objetivos civiles (vía drones) en 
cualquier parte. Las tropas fueron retiradas y enviadas de nuevo a 
Afganistán e Iraq a medida que aumentaba la resistencia. Miles de 
efectivos de las fuerzas especiales estuvieron en activo en montones de 
países, sembrando el caos y la muerte.
Además, el violento desarraigo, la degradación y la estigmatización 
de pueblos islámicos enteros propagó la violencia en los centros 
imperiales de París, Nueva York, Londres, Madrid y Copenhague. La 
globalización del terror del estado imperial se tradujo en terror 
individual.
El terror imperial dio lugar al terror al interior de los estados: el
 primero de forma sostenida, abarcando civilizaciones enteras, conducido
 y justificado por representantes políticos electos y autoridades 
militares. El segundo mediante un grupo transversal de 
“internacionalistas” que inmediatamente se identificaron con las 
víctimas del terror del estado imperial.
El imperialismo contemporáneo: perspectivas presentes y futuras.
Para entender el futuro del imperialismo estadounidense es importante
 resumir y evaluar la experiencia y las políticas del último cuarto de 
siglo.
Entre 1990 y 2015 observamos un declive económico, político e incluso
 militar en la construcción del imperio estadounidense en la mayoría de 
regiones del mundo, aunque el proceso no es lineal y probablemente 
tampoco irreversible.
A pesar de que en Washington se ha hablado mucho de la necesidad de 
reconfigurar las prioridades imperiales para tener en cuenta los 
intereses económicos de las multinacionales, se ha conseguido muy poco… 
La estrategia de Obama de “bascular hacia Asia” se ha concretado en 
nuevos acuerdos militares con Japón, Australia y Filipinas alrededor de 
China, y refleja la incapacidad de diseñar acuerdos de libre comercio 
que excluyan a este país. Entre tanto, Estados Unidos ha reanudado la 
guerra y ha vuelto a entrar en Iraq y Afganistán, además de haber 
iniciado nuevas guerras en Siria y Ucrania. Está claro que la primacía 
de la facción militarista sigue siendo el factor determinante en el 
diseño de las políticas del estado imperial.
El motor militar imperial es aún más evidente en la intervención 
estadounidense en apoyo del golpe de Estado en Ucrania y la decisión 
subsiguiente de financiar y armar a la junta de Kiev. La ofensiva 
imperial en Ucrania y los planes para incorporarla a la Unión Europea y 
la OTAN constituyen una flagrante agresión militar: la extensión de las 
bases, las instalaciones y las maniobras militares estadounidenses hasta
 la frontera de Rusia, junto con la imposición de sanciones económicas, 
han perjudicado duramente el comercio y las inversiones estadounidenses 
en Rusia. La construcción del imperio estadounidense sigue dando 
prioridad a la expansión militar incluso a costa de los intereses 
económicos imperiales occidentales en Europa.
El bombardeo de Libia por parte de Estados Unidos y la Unión Europea 
arruinó el floreciente comercio y los acuerdos de inversión entre las 
multinacionales imperiales del petróleo y el gas y el gobierno de 
Gadafi… Los ataques aéreos de la OTAN destrozaron la economía, la 
sociedad y el orden político, convirtiendo Libia en un territorio 
invadido por clanes enfrentados, bandas, terroristas y la violencia 
armada.
Durante el último medio siglo, el liderazgo político y las 
estrategias del estado imperial han cambiado drásticamente. En el 
periodo que va de 1975 hasta 1990 las multinacionales tuvieron un papel 
central marcando la dirección de la política del estado imperial: 
aprovechando los mercados asiáticos, negociando la apertura del mercado 
con China, promoviendo y apoyando gobiernos neoliberales militares y 
civiles en América Latina, e instalando y financiando gobiernos 
pro-capitalistas en Rusia, Europa del Este, los Balcanes y los estados 
bálticos. Incluso en los casos donde el estado imperial recurrió a la 
intervención militar, Yugoslavia e Iraq, los bombardeos crearon 
oportunidades económicas favorables para las multinacionales 
estadounidenses. El gobierno de Bush padre favoreció los intereses 
petroleros de Estados Unidos mediante el programa “petróleo por comida” 
acordado con Sadam Husein en Iraq.
Por su parte, Clinton promovió gobiernos de libre comercio en los 
mini-estados resultantes de la división de la Yugoslavia socialista.
No obstante, el liderazgo y las políticas del estado imperial 
cambiaron radicalmente desde finales de los noventa en adelante. El 
estado imperial del presidente Clinton estaba formado por antiguos 
representantes de las multinacionales, banqueros de Wall Street y 
conocidos militaristas y sionistas recién ascendidos.
El resultado fue una política híbrida con la que el estado imperial 
promovió de manera activa las oportunidades de las multinacionales bajo 
los regímenes neoliberales de los países ex comunistas de Europa y de 
América Latina, y amplió los lazos de éstas con China y Vietnam, 
mientras llevaba a cabo devastadoras intervenciones militares en 
Somalia, Yugoslavia e Iraq.
El “equilibrio de fuerzas” dentro del estado imperialista cambió 
drásticamente, inclinándose a favor de la facción militarista-sionista, a
 partir del 11 de septiembre de 2001: el ataque terrorista de origen 
dudoso y las demoliciones de bandera falsa en Nueva York y Washington 
sirvieron para afianzar a los militaristas que estaban al mando del 
enorme aparato del estado imperial. Como consecuencia del 11 de 
septiembre la facción militarista-sionista del estado imperial subordinó
 los intereses de las multinacionales a su estrategia de guerras 
totales. Esto, a su vez, llevó a la invasión, ocupación y destrucción de
 la infraestructura civil de Iraq y Afganistán (en lugar de aprovecharla
 para la expansión de las multinacionales). El régimen colonial de 
Estados Unidos desmanteló el estado iraquí (en lugar de reorganizarlo en
 función de las necesidades de las multinacionales). El asesinato y la 
migración forzosa de millones de profesionales cualificados, 
administradores y miembros del ejército y de la policía paralizaron 
cualquier recuperación económica (en lugar de emplearlos al servicio del
 estado colonial y las multinacionales).
La enorme influencia militarista-sionista en el estado imperial 
introdujo importantes cambios en la política, la orientación, las 
prioridades y el modus operandi del imperialismo estadounidense. La 
ideología de la “guerra global al terror” sustituyó a la doctrina de las
 multinacionales a favor de la “globalización económica”.
Las guerras perpetuas (los “terroristas” no estaban circunscritos a 
determinados lugares ni momentos) reemplazaron a las guerras limitadas y
 a las intervenciones para abrir mercados o instalar regímenes 
favorables a las políticas neoliberales que beneficiaran a las 
multinacionales estadounidenses.
Las guerras en Oriente Medio, el sur de Asia y el norte de África 
–contra países islámicos que se oponían a la expansión colonial de 
Israel en Palestina, Siria, el Líbano y el resto– pasaron a ocupar el 
centro de la actividad del estado imperial, desplazando a la estrategia 
para explotar las oportunidades económicas en Asia, América Latina y los
 países ex comunistas de Europa del Este.
La nueva concepción militarista de la construcción del imperio supuso
 gastos billonarios y no tuvo en cuenta ni se preocupó por las ganancias
 del capital privado. En cambio, bajo la hegemonía de las 
multinacionales, el estado imperial intervino para garantizar 
concesiones de petróleo, gas y minerales en América Latina y Oriente 
Medio, y las ganancias de las multinacionales compensaron de sobra los 
gastos de la conquista militar. La configuración militarista del estado 
imperial permitió el saqueo del Tesoro estadounidense para financiar sus
 ocupaciones, gastando enormes sumas en un ejército de colaboradores 
coloniales corruptos, en los “contratistas militares” privados, y en 
funcionarios militares estadounidenses responsables de adquisiciones 
(sic).
Anteriormente la expansión de las multinacionales en el exterior 
había generado beneficios para el Tesoro de Estados Unidos por el pago 
de impuestos directos y mediante los ingresos procedentes del comercio y
 la transformación de materias primas.
En la última década y media los mayores y más estables beneficios de 
las multinacionales se han producido en zonas y países donde la 
participación del estado imperial militarizado ha sido mínima: China, 
América Latina y Europa. Donde menos beneficios han obtenido y más han 
perdido las multinacionales ha sido en las regiones donde la implicación
 del estado imperial ha sido mayor.
Las “zonas de guerra” que se extienden desde Libia hasta Somalia, el 
Líbano, Siria, Iraq, Ucrania, Irán, Afganistán y Paquistán son las 
regiones donde las multinacionales imperiales han sufrido un mayor 
deterioro y abandono.
Los principales “beneficiarios” de las actuales políticas del estado 
imperial son los contratistas militares privados y el complejo 
militar-industrial-securitario estadounidense. En el exterior, los 
beneficiarios del estado incluyen a Israel y Arabia Saudita. Por otro 
lado, los gobernantes clientelistas jordanos, egipcios, iraquíes, 
afganos y paquistaníes han guardado decenas de miles de millones en 
cuentas off-shore.
Entre los beneficiarios “no estatales” se encuentran los ejércitos 
mercenarios por poderes. En Siria, Iraq, Libia, Somalia y Ucrania 
también se han visto favorecidos decenas de miles de colaboradores en 
las autodenominadas organizaciones “no gubernamentales”.
El análisis coste-beneficio o la construcción del imperio bajo la protección del estado imperial militarista-sionista
Una década y media es tiempo suficiente para evaluar los resultados del dominio militarista-sionista en el estado imperial.
Estados Unidos y sus aliados de Europa Occidental, sobre todo 
Alemania, lograron expandir su imperio en Europa Oriental, los Balcanes y
 las regiones del Báltico sin disparar un solo tiro. Estos países fueron
 convertidos en estados vasallos de la Unión Europea, sus mercados 
conquistados y sus industrias desnacionalizadas. Sus fuerzas armadas 
fueron contratadas como mercenarios de la OTAN. Alemania Occidental se 
anexó Alemania Oriental. La mano de obra cualificada barata, los 
inmigrantes y desempleados, aumentaron los beneficios de las 
multinacionales de la Unión Europea y Estados Unidos. Rusia fue 
temporalmente reducida a estado vasallo entre 1991 y 2001. El nivel de 
vida descendió vertiginosamente y se redujeron los programas del estado 
de bienestar. Aumentó la tasa de mortalidad. Las desigualdades de clase 
se ampliaron. Los millonarios y los mil millonarios se apropiaron de los
 recursos públicos y participaron con las multinacionales imperiales en 
el saqueo de la economía. Los líderes y partidos socialistas y 
comunistas fueron reprimidos o cooptados. En cambio, la expansión 
militar imperial en lo que va del siglo XXI está siendo un fracaso muy 
costoso. La “guerra en Afganistán” resultó una sangría de vidas y de 
dinero y provocó una ignominiosa retirada. Lo que quedó fue un débil 
gobierno títere y un ejército mercenario poco fiable. Ha sido la guerra 
más larga de la historia de Estados Unidos y uno de sus mayores 
fracasos. Al final, los movimientos de resistencia 
nacionalistas-islamistas –los llamados “talibanes” y los grupos de 
resistencia antiimperialistas etno-religiosos y nacionalistas aliados– 
dominan las zonas rurales, atacan continuamente las ciudades y se 
preparan para tomar el poder.
La guerra de Iraq, la invasión y los diez años de ocupación por parte
 del estado imperial diezmaron la economía del país. La ocupación 
fomentó la guerra etno-religiosa. Oficiales baazistas y militares 
profesionales se unieron a los islamistas-nacionalistas y formaron un 
poderoso movimiento de resistencia (EIIL) que derrotó al ejército 
mercenario chiita apoyado por el imperio durante la segunda década de la
 guerra. El estado imperial se vio forzado a volver a entrar y 
participar directamente en una larga guerra. El coste de la guerra se 
disparó hasta más de un billón de dólares. Se obstaculizó la explotación
 del petróleo y el Tesoro de Estados Unidos vertió decenas de miles de 
millones de dólares para sostener una “guerra sin fin”.
El estado imperial estadounidense y la Unión Europea, junto con 
Arabia Saudita y Turquía, financiaron milicias mercenarias islámicas 
para invadir Siria y derrocar al régimen secular, nacionalista y 
anti-sionista de Bachar al Assad. La guerra imperial abrió la puerta 
para que las fuerzas islámicas-baazistas –EIIL– se extendieran hasta 
Siria. Los kurdos y otros grupos armados les arrebataron territorio y 
fragmentaron el país. Después de casi cinco años de guerra y crecientes 
costes militares, las multinacionales de Estados Unidos y la Unión 
Europea se han quedado fuera del mercado sirio.
El apoyo estadounidense a la agresión israelí contra el Líbano ha 
hecho que aumente el poder de la resistencia armada antiimperialista de 
Hezbolá. El Líbano, Siria e Irán constituyen en este momento una 
alternativa seria al eje de Estados Unidos, la Unión Europea, Arabia 
Saudita e Israel.
La política estadounidense de sanciones a Irán no ha logrado 
debilitar el régimen nacionalista y, en cambio, ha cercenado las 
oportunidades económicas de todas las grandes multinacionales del 
petróleo y el gas de Estados Unidos y la Unión Europea, así como las de 
los exportadores de artículos de fabricación estadounidense. China ha 
ocupado su lugar.
La invasión de Libia por parte de Estados Unidos y la Unión Europea 
destruyó la economía y supuso la pérdida de miles de millones de dólares
 en inversiones de las multinacionales y la interrupción de las 
exportaciones.
La toma del poder por el estado imperial estadounidense mediante un 
golpe de Estado por poderes en Kiev, provocó una poderosa rebelión 
antiimperialista dirigida por milicias armadas en el Este (Donetsk y 
Lugansk) y la aniquilación de la economía ucraniana.
En resumen, el control militar-sionista del estado imperial ha 
conducido a largas y costosas guerras imposibles de ganar que han 
debilitado los mercados y los proyectos de inversión de las 
multinacionales estadounidenses. El militarismo ha reducido la presencia
 económica imperial y ha provocado movimientos de resistencia 
antiimperialistas cada vez más amplios, a la vez que ha aumentado la 
lista de países inviables, inestables y caóticos que escapan al control 
imperial.
El imperialismo económico ha seguido obteniendo beneficios en partes 
de Europa, Asia, América Latina y África a pesar de las guerras 
imperiales y las sanciones económicas que el enormemente militarizado 
estado imperial ha llevado a cabo en otros lugares.
Sin embargo, la toma del poder en Ucrania por los militaristas 
estadounidenses y las sanciones a Rusia han erosionado el lucrativo 
comercio y las inversiones de la Unión Europea en Rusia. Bajo la tutela 
del FMI, la Unión Europea y Estados Unidos, Ucrania se ha convertido en 
una economía fuertemente endeudada, al borde de la quiebra, dirigida por
 cleptócratas totalmente dependientes de los préstamos del extranjero y 
la intervención militar.
Al priorizar las sanciones y el conflicto con Rusia, Irán y Siria, el
 estado imperial militarizado no ha conseguido profundizar y ampliar sus
 lazos económicos con Asia, América Latina y África. La conquista 
política y económica de Europa del Este y partes de la URSS ha perdido 
importancia. Las guerras perpetuas perdidas en Oriente Medio, el norte 
de África y el Cáucaso han mermado la capacidad del estado imperial para
 llevar adelante la construcción del imperio en Asia y América Latina.
La pérdida de riqueza, los costes internos de las guerras perpetuas, 
ha erosionado las bases electorales de la construcción del imperio. 
Solamente un cambio radical en la composición del estado imperial y una 
reorientación de sus prioridades para situar la expansión económica en 
el centro de las mismas podrían impedir el actual declive del imperio. 
El peligro está en que si el estado imperialista sionista militarista 
sigue interviniendo en guerras perdidas puede subir la apuesta y 
deslizarse hacia una confrontación nuclear: ¡un imperio entre cenizas 
nucleares!
Traducido del inglés para Rebelión por Sara Plaza


No hay comentarios:
Publicar un comentario