Por Martín Granovsky.
Barack Obama, Thomas Griessa, Paul Singer. Tres nombres que no 
alcanzan a explicar cómo funciona hoy el país donde se decide la suerte 
de la negociación con los buitres. El imperio. El imperialismo. Dos 
conceptos que parecen decirlo todo y, sin datos, no dicen nada.
A menudo los Estados Unidos aparecen dibujados con la imagen de una 
potencia declinante y agónica, como si su poder fuera a licuarse la 
semana que viene. Naturalmente la situación actual no es la de 1950, 
cuando el país detentaba prácticamente el monopolio de las armas 
nucleares y contaba con la mitad de la producción mundial de bienes y 
servicios, una cifra que hoy oscila en el 27 por ciento.
“El poder internacional de los Estados Unidos ha retrocedido de 
forma inevitable de ese cenit durante los últimos sesenta años”, 
escribió el profesor Abraham Lowenthal, profesor emérito de la 
Universidad del Sur. “Pero Estados Unidos aún conserva una influencia 
global militar, económica, política y cultural considerable, mayor que 
la de cualquier nación o cualquier grupo concertado de naciones. Esta 
influencia es evidente en muchos aspectos: capacidad militar, producción
 económica y productividad, configuración de la agenda internacional, 
iniciativas y resultados diplomáticos, liderazgo en gobernanza 
internacional e instituciones financieras, y la preeminencia del ‘poder 
blando’ de los Estados Unidos (instituciones de educación superior, 
medios de comunicación, influencias culturales impulsadas por la lengua y
 una demanda global por la cultura popular estadounidense a través de 
películas, televisión, música y juegos de video o electrónicos.”
Lowenthal escribió el primer capítulo de un interesantísimo libro 
que compiló el experto chileno en cuestiones norteamericanas y ex 
embajador en la Argentina Luis Maira. Se llama El segundo mandato de 
Obama, una mirada a la dinámica interna de la sociedad estadounidense y 
fue publicado en 2013 por Cide de México.
Los niveles de pobreza están peor. Afectan a más de 46 millones de 
norteamericanos sobre 380, según Lowenthal la mayor cifra en más de 50 
años. Además, “el porcentaje del ingreso nacional que gana el uno por 
ciento más rico de los estadounidenses ha aumentado de alrededor de 9 
por ciento en 1980 a 23,5 por ciento en 2007 y aún más hasta el día de 
hoy”. El porcentaje de riqueza que posee el uno por ciento más rico es 
todavía mayor: más del 34 por ciento. Ese uno por ciento obtuvo dos 
tercios de todas las ganancias en ingresos entre 2002 y 2007. Informa 
Lowenthal: “Una familia, seis descendientes de Sam Walton de Walmart, 
tiene más que la riqueza junta del 30 por ciento inferior de toda la 
población estadounidense”.
Víctor Godínez escribió en el libro compilado por Maira que en los 
años ’90 cambió el régimen de crecimiento de la posguerra. Antes se 
basaba en el valor agregado. En los ’90 “el proceso de producción es 
desencadenado por las anticipaciones de la riqueza futura que se crea en
 el mercado accionario de capitales”. Una parte amplia del patrimonio 
financiero de los hogares se vinculó a “patrimonios en acciones y 
obligaciones (directamente o por medio de los fondos de pensiones)”. La 
deuda como porcentaje del ingreso disponible pasó del 93 por ciento al 
136 por ciento en 2005. Para Galíndez, este tipo de crecimiento tuvo un 
patrón de “gran inestabilidad”. Al mismo tiempo, “la relevancia cada vez
 mayor que las finanzas cobraron en la economía política estadounidense”
 no se relaciona sólo con su mayor peso en el empleo y en el PBI sino 
con su ascenso “como el medio más dinámico de generación de utilidades”.
Un trabajo del propio Maira incluido en el libro que compiló, “Una 
mirada histórica al sistema político norteamericano”, apunta cambios 
políticos que comenzaron con el neoconservadurismo de la Era Reagan, 
desde 1981, y se profundizan incluso ahora. Un punto es que dentro del 
Partido Republicano “las posiciones se movieron cada vez más hacia la 
derecha, hasta plantear una plataforma conservadora definidamente 
radical”. Así se entiende el poder del Tea Party, “un núcleo súper 
ideologizado que domina en muchas partes el aparato del partido, 
imponiendo a los dirigentes partidarios y en las elecciones a muchos de 
sus candidatos que no logran establecer una conexión mayoritaria con la 
ciudadanía”. Los republicanos también sufren porque crece su distancia 
con la base hispana, que representará en las presidenciales de 2016 un 
cuarto de los norteamericanos en condiciones de votar, a medida que 
aumenta su cercanía con lobbies tan derechistas que promueven de manera 
abierta un aumento de los impuestos al consumo.
La debilidad popular mayor del Partido Republicano por su 
ideologización tiene otra cara: no hay una confluencia bipartidaria 
centrista. Maira analiza que, “por el contrario, los republicanos 
ejercitan una implacable oposición en la Cámara de Representantes, y sus
 escasos núcleos moderados no tienen un margen de maniobra para abrir 
negociaciones efectivas con el gobierno”.
Según Maira, a este panorama conviene añadir el condimento de lo que
 llama “otras tendencias desfavorables”. Una, iniciada en tiempos de 
Reagan para liquidar toda chance de que senadores progresistas fueran 
electos o reelectos, y reforzada en los últimos años, las campañas 
negativas “que envilecen los procesos electorales al plantear la 
descalificación y el ataque de los postulantes opositores”. Otra, la 
recolección anónima e ilimitada de fondos por parte de comités de acción
 política.
Cuando Maira compiló el libro aún no se habían producido noticias 
como ésta: en marzo último la Corte Suprema eliminó por cinco votos a 
cuatro los límites acumulados para las donaciones privadas de campaña 
por parte de un mismo aportante. El argumento fue que los límites 
violaban el derecho constitucional a que un ciudadano se comprometa con 
la vida cívica. La clave histórica es que el régimen de topes para los 
financistas de campaña fue una consecuencia del escándalo Watergate, 
cuando Richard Nixon fue descubierto espiando a sus rivales demócratas y
 la investigación derivó en un debate nacional sobre el poder de los 
servicios secretos y las grandes compañías.
“No hay derecho más elemental en nuestra democracia que el derecho a
 participar en la elección de nuestros líderes políticos”, dijo en su 
fallo el juez John Roberts haciendo lugar a la protesta de un magnate 
republicano de Alabama. “El Congreso no debe regular las contribuciones 
para reducir el monto del dinero en la política o para restringir la 
participación política de algunos a los fines de fortalecer la 
influencia relativa de otros”, añadió al justificar la influencia de la 
plata en las campañas.
Lowenthal opina que el desafío central para los Estados Unidos no 
está ni en la economía ni en la política exterior, sino en “la capacidad
 del sistema político para moldear e implementar políticas públicas que 
respondan efectivamente a las preocupaciones de hoy y mañana”.
Sostiene que “la desaceleración económica, el empeoramiento de la 
desigualdad y el destrozo de la cohesión social han contribuido a 
reforzar el evidente deterioro político”, dice.
 
 
Cuando reflexiona sobre la historia de esta crisis, Lowenthal anota cuatro problemas que minaron la gobernabilidad:
- El primer problema es “la polarización económica de los Estados 
Unidos y su expresión en términos legislativos”. Los cambios en los 
medios, donde antes los editoriales de los grandes diarios moderaban y 
hoy Internet permite ampliar el clima de exasperación, redoblan esa 
tendencia. “El miembro demócrata más conservador del Congreso está a la 
izquierda del republicano más liberal, una situación sin precedentes que
 vuelve bastante difícil la formación de coaliciones y acuerdos.”
- El segundo cambio, en el mismo sentido que lo advertido por Maira,
 está dado por el crecimiento explosivo de las contribuciones privadas a
 las campañas electorales. Se triplicaron entre 1976 y 2000, hasta 
alcanzar los 2800 millones de dólares, y aumentaron un 214 por ciento de
 2000 a 2012. En una frase que podría servir también para entender la 
dinámica de los buitres, sus abogados y la política, Lowenthal afirma 
que hoy “los intereses especiales tienen muchos más recursos para apoyar
 candidatos, y por lo tanto una influencia correspondiente”.
- El tercer cambio es que los lo-bbies son cada vez más importantes 
en la formulación de políticas. Entre 1998 y 2004, el 42 por ciento de 
los miembros que dejaron de ser representantes (diputados) fueron 
contratados por grupos de presión. Lo mismo sucedió con 283 funcionarios
 de Bill Clinton (1993-2001) y 310 de George W. Bush (2001-2009). 
Escribe Lowenthal: “Los intereses especiales ensordecen las discusiones y
 la atención necesarias para que el Congreso progrese en asuntos como 
las reformas al sistema de salud, la educación y la política 
migratoria”.
- El cuarto problema es que cada vez más los legisladores dedican 
tiempo a quienes influyeron en su campaña y lo quitan de la negociación 
con sus pares.
El investigador californiano registra que foros independientes y 
think tanks, centros de investigación, ya discuten reformas como la 
eliminación de obstáculos para el registro de votantes y la fijación de 
comicios sólo en fines de semana (algo que no ocurre hoy en los Estados 
Unidos), o modificaciones en los procedimientos parlamentarios para 
evitar el bloque de los llamados filibusteros, los senadores que pueden 
bloquear un debate con el simple recurso de hablar indefinidamente. Ante
 un filibustero sólo vale tener un mínimo de 60 votos. Si no, el 
filibustero es libre de hacer lo que quiera. Si es republicano, impedir 
el avance de una negociación para permitir el triunfo de una decisión 
del gobierno demócrata. Por reglamento interno, una iniciativa que no 
cuente con 60 votos puede ser aplazada con sólo la moción de un senador 
en contra. Antes de que se someta a votación el proyecto el filibustero 
pide la palabra y lee novelas o el diario hasta el final de la sesión, 
que de ese modo fracasa.
Más allá de la discusión argentina sobre si en el 2010 existió o no 
una oportunidad de negociar o sobre la mejor manera de negociar hoy, así
 son los Estados Unidos donde operan los buitres.

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