Por Max J. Castro
Otra semana, otra tormenta de asesinatos.
Esta vez, de nuevo, sucedió en una escuela, específicamente en una 
universidad. Sucedió en lo que los medios llaman el “pintoresco” e 
“idílico” pequeño pueblo universitario de Isla Vista, cerca de la 
Universidad de California en Santa Bárbara. Seis personas inocentes y el
 perpetrador, Elliot Rodger, de 22 años, murieron en el incidente. Otras
 siete están hospitalizadas, dos de ellas en estado grave.
Nos hemos vuelto tan acostumbrados en esta nación a esos asesinatos 
constantes que siete muertes, a juzgar por la escala de otras orgías de 
sangre similares, como el asesinato de veinte niños y seis adultos en 
una escuela elemental en Newtown, Connecticut, casi parecen ordinarias.
Por supuesto, no hay nada de ordinario acerca de siete personas cuyas
 vidas fueron segadas tempranamente, o de siete familias devastadas y 
marcadas de por vida por la tragedia. Ni tampoco hay nada de inevitable 
acerca de esta o cualquiera de las abominables masacres que han tenido 
lugar, con una frecuencia y letalidad aparentemente en ascenso desde que
 sucedió Columbine.
Cada incidente tiene sus denominadores comunes, así como sus aspectos
 singulares. Casi todos los jóvenes asesinos son personas muy, muy 
airadas –airadas contra ciertos grupos, airadas contra el mundo– y 
listas y dispuestas a desatar su odio con consecuencias mortales. Muchas
 padecen de graves problemas psicológicos, a menudo sin tratamiento. Con
 frecuencia se sienten excluidas o rechazadas o ridiculizadas por sus 
iguales o algún subgrupo de ellos. Elliot Rodger, por ejemplo, salió a 
matar a todos porque no podía lograr gustar a las muchachas. Parece una 
buena razón para ir al gimnasio o conseguir una buena crema contra el 
acné, pero ¿un motivo para el asesinato en masa?
Forma de pensar estrafalaria, indignación y sentimientos de 
aislamiento desempeñan un papel en estas tragedias. La Asociación 
Nacional del Rifle (NRA), posiblemente el lobby más poderoso en el país,
 y los muchos amantes de las armas de fuego para quienes la Segunda 
Enmienda es más sagrada que los Diez Mandamientos en su conjunto, 
quisieran hacernos creer que esas son la única causa.
Pero hay otro factor extremadamente importante. Y es que el 
extraordinario poder de los fabricantes de armas de fuego, la NRA y los 
fundamentalistas de la Segunda Enmienda –junto con Tribunal Supremo 
derechista– han garantizado que las leyes para las armas de fuego en 
este país sean sencillamente maniáticas. O para decirlo de otra manera, 
en este país no existe prácticamente ninguna ley eficaz para las armas 
de fuego. Casi cualquier loco puede obtener un arma, incluyendo un fusil
 de asalto al estilo militar. El requerimiento de una verificación de 
antecedentes tiene una laguna –la excepción de la feria de armas– en la 
que puede navegar toda una flota.
Al lobby de las armas de fuego le gusta decir que “las armas no matan
 a la gente, es la gente la que mata a la gente”. Esa es una mentira 
descarada. La omnipresencia de las armas garantiza que muchas personas, 
incluidos los niños, pierdan sus vidas cada año por medio del disparo 
accidental de un arma de fuego. Pero la mentira mayor y más 
significativa es una mentira por omisión. Lo que la NRA no dice es que 
las armas de fuego hacen mucho más fácil matar a una persona o a docenas
 de personas que cualquier otro método.
Es mucho más fácil, desde el punto de vista práctico y psicológico, 
matar con un arma de fuego que apalear, aporrear o apuñalar a una 
persona. Sin hablar de seis o veintiséis personas. Especialmente en las 
muertes masivas, las armas de fuego son con mucho las herramientas más 
eficaces. Por eso es que la inmensa mayoría de las locuras homicidas se 
realizan con armas de fuego. Por eso los ejércitos, las guerrillas y las
 pandillas están equipadas con letales armas de asalto de tiro rápido, 
no con cuchillos o bates de béisbol.
El odio, la demencia criminal, el fanatismo y la pura maldad existen 
en todas partes y en toda época. Y esas características son una 
condición necesaria para el homicidio en masa. Pero no es una condición 
suficiente. Esa es la que suministra el arma de fuego. Las armas de 
fuego son increíblemente eficientes como multiplicadores de fuerza para 
los decididos a una carnicería a gran escala.
Este país está inundado de armas de fuego. Existen unas 270 millones 
de armas de fuego civiles en Estados Unidos. Matan a 30 000 personas al 
año y hieren a 50 000. ¿Debe extrañar a alguien que sucesos como el de 
Isla Vista se hayan hecho comunes y corrientes?
Un estudio reciente que compara las tasas de homicidio en 22 países 
ricos arrojó que la tasa de homicidios en Estados Unidos es siete veces 
mayor que el promedio combinado de las otras naciones económicamente 
avanzadas. Hay más que un poco de verdad en lo que el militante negro H.
 Rap Brown dijo en una oportunidad: “La violencia es tan norteamericana 
como el pastel de cerezas”.
Pero ¿tenemos una inclinación al homicidio siete veces mayor que la 
gente de otras sociedades similares a la nuestra? ¿O es nuestra 
astronómica tasa de homicidio tanto o más la consecuencia de las 
decisiones políticas que han hecho que las mejores armas de fuego para 
matarnos unos a otros estén tan disponibles como la Coca Cola?
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