2 de Dic 2012
Por Alina Martínez Triay
“No tenga miedo. Yo soy Fidel
Castro. Estos hombres y yo venimos a liberar a Cuba”, le dijo el jefe de la
expedición del Granma al primer campesino que se encontraron los
expedicionarios a su llegada a Cuba.
Los futuros combatientes habían
acabado de atravesar una dura experiencia. Como escribió Raúl Castro en su
diario de campaña la embarcación había encallado en un lugar lodoso “para
meternos en la peor ciénaga que jamás haya visto u oído hablar (…) Más de
cuatro horas sin parar apenas, atravesando aquel infiero. (…) Me iba
encontrando, a lo largo del camino, compañeros casi desmayados.(…) Hicimos
tiempo por los alrededores, hasta bien avanzada la media tarde, para ver si
aparecían los compañeros, con un avión constantemente dando vueltas y a cosa de
2 kilómetros de nosotros empezó a ametrallar el bohío donde pensábamos comer
algo”.
Así fue el nacimiento del
Ejército Rebelde, integrado en aquel momento por un puñado de revolucionarios
decididos a emprender lo que muchos consideraban un imposible: enfrentar y
derrotar a las fuerzas armadas de la dictadura, asesoradas por instructores
norteamericanos y equipadas de manera regular y continua por los Estados
Unidos.
Y a las 72 horas del
desembarco, sufrieron la sorpresa de Alegría de pío, cuyas terribles
consecuencias fueron sintetizadas por Fidel en una sola frase: dispersión
total. Su grupo quedó reducido a solo tres hombres.
En Alegría de Pío cayeron tres
combatientes y en los días posteriores la feroz cacería desatada por la
soldadesca del régimen contra los expedicionarios fue cobrando más vidas, en
Pozo Empalado, Boca del Toro, Macagual…hasta el último de los crímenes cometido
contra el segundo al mando del Granma, asesinado en la localidad de La Norma,
en las cercanías del poblado de San Ramón.
¿A pesar de ese desembarco
trágico y de las bajas usted no se desalentó? le preguntó Ramonet a Fidel
décadas después, y la respuesta del líder de la Revolución fue: “No. Comenzamos
a reorganizarnos con dos fusiles: Raúl, por otra parte, dos semanas más tarde
llegó a un punto con cinco fusiles. Sumados los dos, en total reunimos ese día
siete fusiles. Ahí yo dije por primera vez: ‘Ahora sí ganamos la guerra’. Me
acordaba de la frase de Carlos Manuel de Cèspedes, quien respondiendo a los
pesimistas, cuando tenía doce hombres en situación similar, exclamó: ‘¡Aún
quedamos doce hombres! Bastan para hacer la independencia de Cuba.”
Y es que el Ejército Rebelde se
nutrió de las enseñanzas de su heroico antecesor, el Ejército Libertador, y se
nutrió del pueblo para crecer y convertirse en una fuerza temible para el
enemigo.
En un intento de justificar el
por qué sus fuerzas armadas no habían podido resistir el empuje de aquel
ejército, el dictador Fulgencio Batista lamentó en su libro autobiográfico
Respuesta, que le faltó el suministro de armas en el momento preciso, lo cual
era falso: desde 1952 hasta 1958, las fuerzas armadas de la dictadura
aumentaron en un 112%, y al término de la guerra rebasaban los 70 mil
efectivos. En noviembre de 1958, por ejemplo, el tirano recibió un nutrido
cargamento de tanques y 15 aviones Sea Fury de Inglaterra, y siguió recibiendo
armas de República Dominicana, la base naval de Guantánamo y de los propios
Estados Unidos. El famoso embargo de armas decretado en marzo de ese año por
Estados Unidos fue un golpe de efecto, una farsa. Según un informe del Estado
Mayor General, en los últimos 6 meses Batista invirtió 81 millones de pesos en
material de guerra.
Contra esa poderosa fuerza
peleó el Ejército Rebelde. La adversidad inicial fue vencida por la decisión y
el optimismo, las pérdidas de vidas de compañeros valiosos renovaron el
compromiso de luchar, la escasez inicial de combatientes se enriqueció con la
incorporación de patriotas provenientes de los campos y ciudades y la victoria
que muchos consideraban una utopía inalcanzable, se convirtió en realidad.
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