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| Salvador Allende | 
Por Frank Aguero Gómez.
Creía en la democracia y en el derecho de los pueblos a conquistar la dignidad humana por vías electorales. 
No era antimilitarista, sino revolucionario socialista, marxista, 
convencido de que se podían repartir equitativamente el pan, la 
educación, el derecho al trabajo o la salud si se ponía fin a la 
esclavitud que los monopolios y la explotación ejercían sobre hombres, 
mujeres y niños.
Como médico había servido a su pueblo. Salvador Allende sabía que la raza humana era una sola y sentía como un deber ayudar al prójimo, más allá de su entorno geográfico. 
 Veneraba el amor y la amistad leal tanto como repudiaba la insensibilidad y la traición. 
Los hechos que sucedían en su querida patria, prácticamente desde que
 fue proclamado presidente tres años antes, presagiaban duros 
enfrentamientos con los adversarios de la democracia popular. 
Pese al apoyo creciente de las mayorías beneficiadas con el programa 
del gobierno de la Unidad Popular que encabezaba, no se podía negar la 
activa oposición política de la derecha derrotada, orientada por los 
burgueses y grupos de poder mediáticos. 
No faltaban los asesinatos para inducir el golpe militar, como 
tampoco el sabotaje económico, el bloqueo financiero externo, la 
subversión ideológica o las continuas conspiraciones en el seno de las 
fuerzas armadas. 
No se ocultaba el avieso rol del gobierno de Estados Unidos contra la
 administración de Allende, ejecutado bajo el patrocinio experto del 
secretario de Estado Henry Kissinger. 
A ello se sumaba la perniciosa desunión en las filas de la izquierda 
revolucionaria, coincidente ideológicamente con Allende, pero no siempre
 satisfecha con el ritmo del programa transformador ni con la visión 
estratégica previsible para parar un inevitable golpe de Estado que se 
veía venir desde meses antes.
Su amigo y admirador, el Comandante Fidel Castro, lo
 había advertido en innumerables ocasiones durante su larga visita al 
país austral en noviembre-diciembre de 1971. Le aconsejó sinceramente a 
todas las partes la unidad y evitar el revolucionarismo que algunos le 
exigían a un presidente acosado por sus enemigos, cuando ya el fascismo 
levantaba cabeza con el pretexto del desabastecimiento y la socorrida 
campaña de la intromisión cubano-soviética.
No pocos simpatizantes del jefe de la Revolución, aun con el respeto 
que su figura histórica despertaba, pensaron que exageraba en aquel 
discurso en el estadio nacional de Santiago, durante la masiva 
despedida, cuando alertaba francamente que la desunión fortalecía a la 
derecha fascista, empeñada en ganar las capas medias y los sectores de 
población menos conscientes, cosas que había visto durante su recorrido 
por el país.
Si lograban alcanzar el poder, ya sabría la reacción termidoriana 
acabar con todo lo que oliera a progreso y hacer pagar bien caro la 
odisea revolucionaria, les advertía Fidel. 
En el mismo escenario, Salvador Allende repetía su convicción en que 
las fuerzas de la derecha no se atreverían al golpe de Estado, y que en 
caso de llegar a ese extremo, solo lo sacarían de La Moneda sin vida, 
cumpliría hasta el final su obligación como presidente 
constitucionalmente elegido por el pueblo. 
Creía firmemente que era posible sostener la democracia popular por 
la que tanto había luchado en su larga vida política, y consecuente con 
ese criterio, la defendió hasta la última bala con las armas que 
disponía, junto a un puñado de fieles colaboradores
Aquel martes 11 de septiembre de 1973 fue el epílogo de las duras y 
difíciles jornadas de represión y terror que costaron la vida y el 
exilio a miles de patriotas chilenos, muchos radicados definitivamente 
en países que los acogieron durante veinticuatro años de dictadura 
pinochetista.
Su ejemplo, sin precedente hasta entonces, trazó pautas de dignidad y
 honor en la conducción de un proceso revolucionario conquistado por la 
voluntad popular  en las urnas, y dejó enseñanzas que perduran en la 
ética cívica de los movimientos políticos antiimperialistas que 
reivindican la soberanía y la justicia social en nuestro continente. 
HÉROES DE VERDAD, NO DE PELÍCULAS
Cuando Salvador Allende disparaba su fusil desde el asediado Palacio 
de La Moneda no podría ni siquiera imaginar que en las escuelas cubanas 
ya estudiaban generaciones de cubanos capaces de imitar su ejemplo, años
 después, sin armas de fuego, pero con la misma convicción en la justeza
 de sus ideas.
Esta vez en la sede de las oficinas del FBI en La Florida, bajo el 
comando del jefe de ese cuerpo, Héctor Pesquera, se reunieron en la 
madrugada del 12 de septiembre de 1998 alrededor de 200 efectivos entre 
policías del Estado, agentes del FBI y del SWAT usando uniformes y botas
 negras, algunos con máscaras antigás, para irrumpir minutos después en 
diferentes sitios con el propósito de llevar a cabo una operación contra
 personas desarmadas, como no se recuerda en esa ciudad.
Solo faltaban los tanques, que junto a la aviación hicieron fuego 
contra La Moneda, aunque para más similitudes, helicópteros con potentes
 luces penetraron en las casas miamenses señaladas como objetivos. 
Ya en el Centro de Detención Federal, adonde fueron conducidos y 
separados en celdas, si Gerardo Hernández, René González, Ramón 
Labañino, Tony Rodríguez o Fernando Gonzáles hubieran aceptado 
declararse como espías al servicio de un país extranjero, luego de ser 
advertidos de que en ese caso podían ser condenados suavemente e 
incluidos en un programa de protección de testigos, otro destino habrían
 tenido y no el de las desproporcionadas e injustas sanciones que 
recibieron del tribunal.
Los jóvenes cubanos prefirieron soportar los rigores de la prisión y 
el dolor tremendo de convertirse en memorias para sus familiares, 
compañeros y amigos, antes que flaquear frente al adversario y 
traicionar a su patria.
Puesto en una coyuntura, en parte similar, Salvador Allende renunció a
 la oferta final de claudicación que recibió del jefe de los golpistas, 
aún sin saber, pero presintiéndolo, que el avión que le ofrecían para 
viajar al exterior sería ametrallado en pleno vuelo.
Así son los héroes reales, no los de películas de ficción, estos 
últimos representados no pocas veces en la pantalla sobre una montaña de
 cadáveres de supuestos enemigos.
La firmeza de principios y el valor heredados de una historia que reencarna en los Cinco patriotas cubanos
 luchadores contra el terrorismo se sustentan, por supuesto, en las 
convicciones ideológicas de saberse combatientes por la defensa de su 
patria contra el terrorismo anticubano que hizo de Miami su sede 
principal, y del compromiso personal para evitar en lo posible el 
crecimiento de un martirologio que segó la vida de más de tres mil 
cubanos en poco más de cuatro décadas.
Por ello, no es de extrañar que 15 años después de injusto 
encarcelamiento, de torturas sicológicas y absurdas prohibiciones a sus 
derechos como ser humano, Gerardo Hernández Nordelo, 
sobre quien pesa la sentencia de vivir dos veces para morir en prisión 
perpetua, aún se lamente de no tener más vidas para entregarlas a su 
querida patria.


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